Nos sentamos cada una en un extremo,
un comienzo desparejo por las diferencias
entre nuestros cuerpos.
Ella siempre más alta y robusta,
yo menuda, y como si tuviera menos edad.
El desnivel me exige otro esfuerzo;
me empeño en que mi cuerpo pese,
pero es inútil. Apenas rozo la arena
con las puntas de mis pies
y ya me elevo, como si poco tuviera
que ver con el suelo, y mi destino siempre
fuera estar arriba.
Ella ríe sintiendo su poder:
me hace temblar en la punta de la tabla
mientras mis manos
se aferran a la manija que tengo delante.
Mis dedos aprietan el metal
como si fuera a tener efecto
sobre mi descenso. Balanceo
mis piernas en el aire
hasta que ella se impulsa con las suyas
y por fin sube. Llego a apoyar de nuevo
mis pies, me detengo por un segundo abajo,
en tierra firme, y vuelvo a despegar.
La secuencia se repite varias veces.
Empiezo a disfrutar de lo que parecía
una desventaja. Dejo de sentir
la prisión de la caída, por momentos
creo que ya no hay razones
para descender.
(De "Tantas formas de alejarnos del suelo")
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