Hace ya muchos años que me dedico a leer y traducir literatura irlandesa porque considero que es una de las mejores que se escriben en Occidente. Me importa su profunda referencialidad, algo que forma parte de la tradición de Irlanda, país que visité muchas veces y donde tuve la suerte de tratar personalmente con muchos de sus escritores y escritoras. Con ellos aprendí sobre mi propia tradición y mi propia escritura. Por eso, me pone muy contento saber que algunos de los autores que traduje o cuya publicación impulsé encontraron lectores en el ámbito de la lengua castellana. Algunos, como Claire Keegan, despertaron mucho entusiasmo. De vez en cuando, los lectores locales me preguntan por qué los irlandeses escriben tan bien. No creo tener una única respuesta. Con todo, aventuro una posible: gracias a la conciencia de la lengua que impone su tradición, no confunden literatura con expresión; vale decir, al contar una historia o escribir un poema, saben que hay reglas, principios estructurales y no confunden esos elementos con la mera emoción. No escriben por escribir, sino que saben que tienen una responsabilidad. Es lo que aprenden leyendo fundamentalmente gran literatura tanto en la escuela como en la universidad o en forma privada.
De hecho, en Irlanda no hay talleres literarios y mucho menos gente que aconseje públicamente qué leer. Así, para mi sorpresa, cuando le pregunté a Claire Keegan -- que hizo una maestría en escritura creativa en la Universidad de Cardiff, en Gales-- cómo había aprendido a escribir, me dijo que, en realidad no fue haciendo ese máster, sino leyendo por su cuenta, con atención y criterio, a Anton Chejov y a John McGahern. Me dijo que no se concentraba en la historia en sí, sino en cómo estaba contada. Nada más lejos de la costumbre que se instaló en Argentina de buscar que alguien haga ese trabajo por nosotros en un taller de los muchos que proliferan desde hace cuatro décadas, o, desde hace menos, atendiendo el consejo de un booktuber.
De hecho, en Irlanda no hay talleres literarios y mucho menos gente que aconseje públicamente qué leer. Así, para mi sorpresa, cuando le pregunté a Claire Keegan -- que hizo una maestría en escritura creativa en la Universidad de Cardiff, en Gales-- cómo había aprendido a escribir, me dijo que, en realidad no fue haciendo ese máster, sino leyendo por su cuenta, con atención y criterio, a Anton Chejov y a John McGahern. Me dijo que no se concentraba en la historia en sí, sino en cómo estaba contada. Nada más lejos de la costumbre que se instaló en Argentina de buscar que alguien haga ese trabajo por nosotros en un taller de los muchos que proliferan desde hace cuatro décadas, o, desde hace menos, atendiendo el consejo de un booktuber.
NOTA: Ezra Pound recomendaba no seguir consejos literarios de nadie a quien no admiremos mucho.