Georges Perec y los finales
El escritor francés, que falleció hace 37 años, ha pasado a la posteridad por ser el escritor del espacio y lo lúdico, pero su obra es también un esfuerzo sobrehumano para ocultar el tema que más le atormentaba: el tiempo.
Georges Perec es conocido por ser un malabarista del lenguaje, capaz de escribir un libro de más de trescientas páginas sin la letra más utilizada en francés, reincidir con un libro que incluye únicamente esta letra, capaz de armar el palíndromo más largo de la lengua francesa, crucigramista empedernido, miembro destacado del OuLiPo (acrónimo de Ouvroir de Littérature Potentielle [Taller de literatura potencial]), capaz de construir un libro en forma de edificio, o de puzle, aficionado incondicional de los juegos de palabras y de los juegos de todo tipo.
Perec encarna el escritor lúdico por excelencia, el escritor que derrocha alegría de escribir. Su amigo el escritor Harry Mathews cuenta que cuando conoció a Perec descubrió a “un hombre desesperado” que encadenaba juegos de palabras y bromas de manera obstinada, como “una forma inofensiva de mantener a los demás a distancia”. Otro amigo, Claude Burgelin, explica que Perec utilizaba “el juego como código relacional” y esa era su manera “de permanecer oculto”. Jugar, por tanto, ocupaba una peculiar función de protección. Perec no quería que sus interlocutores descubrieran lo lastimado que estaba, arriesgarse a que se lo recordaran. Perec atravesó angustias, inhibiciones, varios episodios de depresión, un intento de suicidio y tres psicoterapias que le ayudaron a salir adelante. Todos estos infortunios tienen su origen en la muerte de su padre en los primeros enfrentamientos contra los alemanes en 1940 y, sobre todo, la deportación y posterior asesinato de su madre en el campo de concentración de Auschwitz en 1943. Perec tenía seis años. Se quedó huérfano y mutilado por dentro.
De ahí que se pueda decir –y esto es lo que nos interesa aquí– que el principio de su vida vino marcado por la dolorosa experiencia del final. La noción de final es precisamente el tema central de una extensa carta que escribe el joven Georges Perec a Denise Getzler, profesora de inglés y traductora, con la que había mantenido conversaciones sobre Melville. La carta empieza con una reflexión sobre algunos desenlaces de novela. “Hay cierto número de obras, y generalmente entre las que más nos gustan, que acaban mal: en ellas algo se termina, se consume. Durante todo el libro ha habido una aventura, un movimiento, una búsqueda, unos encuentros: gentes que no se conocían se han cruzado; han caminado juntas, se han amado, han cambiado. Y luego todo se detiene. Es el fin. No hay continuación. Alguien muere o desaparece. Sentimos un vacío.”
Perec enumera entonces los finales de novela que más le entristecieron: Bajo la red de Iris Murdoch, Mi amigo Pierrot de Raymond Queneau, Suave es la noche de Scott Fitzgerald, Fermina Márquez de Valéry Larbaud, La educación sentimental de Flaubert, La montaña mágica de Thomas Mann. Sobre el Ulises de Joyce, Perec explica el terror que le produjo la última pregunta que clausura el capítulo de preguntas y respuestas, cuando Stephen y Bloom se separan: “¿Dónde va Stephen?”. A lo que Perec contesta: “Jamás lo sabremos. Y ese jamás, verdaderamente, es algo terrible. No triste exactamente. Pero terrible. Un punto de interrogación para el que no hay respuesta posible. Algo que no se abre sobre cualquier cosa. Algo acabado.”
También recuerda la muerte de Andréi Bolkonsky en Guerra y Paz, la de Hercule Poirot, y la de Porthos en El vizconde de Bragelonne, aplastado por una roca, y cómo la muerte del mosquetero lo persiguió durante años, cómo sintió físicamente su desaparición, hasta qué punto llegó a echarlo de menos.
En su autobiografía W o el recuerdo de la infancia, Perec explica que todos los libros que leía y releía sin cesar actuaron, para él, como un “parentesco finalmente reencontrado”. En otras palabras, los personajes que habitaban los libros que amó de pequeño sustituyeron a la familia desaparecida. Así pues, no es de extrañar que Perec se entristeciera profundamente con los finales de estas novelas: eran el eco doloroso de la desaparición de sus padres; era volver a experimentar el abandono, la orfandad.
La carta prosigue con la figura de Bartleby, el escribiente de Melville. Para Perec, Bartleby es el paradigma de todos estos finales de novela, Bartleby es en sí mismo “el final de un libro cuyo principio no conoceríamos”, una obra que expresa de manera perfecta “lo irremediable”. Aunque llenemos nuestro libro –¿nuestra vida?– de lo que queramos o podamos, parece decirnos Perec, no evitaremos acabar aquí, como Bartleby, entre cuatro paredes, esperando poco a poco a que nos llegue el final. Perec encontró en el personaje de Melville la encarnación perfecta de un sentimiento que arrastraba desde muy joven: la convicción de que, en esta vida, no existen finales felices, que todo se estropea y acaba por desaparecer, irremediablemente. “Preferiría obras que se acabasen en la plenitud. Pero no conozco ninguna.”
La rue Vilin tampoco acabó en la plenitud. Georges Perec nació en esta pequeña calle del barrio de Belleville. Allá pasó los primeros años de su vida, hasta 1942, cuando su madre fue deportada. Después de la guerra, regresó a la calle y trató de hacer aflorar sus recuerdos de infancia, que aparecerán más tarde recogidos en W o el recuerdo de la infancia. La rue Vilin se convirtió, por tanto, en el lugar de París que más le importaba: un espacio real, físico, visible, en el que podía materializar algunos recuerdos inciertos de sus padres desaparecidos. De hecho, en el número 24, todavía resistían los restos de la peluquería que regentó su madre antes de la guerra, con la inscripción aún visible, “Coiffure Dames”.
En 1969, Perec se enteró por un amigo de que la calle estaba en proceso de demolición y que las excavadoras ya habían empezado su trabajo. Decidió entonces visitarla una vez al año para registrar minuciosamente, número a número, todos los cambios que sufría. Las seis descripciones que hizo de la rue Vilin impresionan por su estilo fingidamente desapasionado -y, por tanto, doblemente importante para un escritor que odiaba el pathos– y son testimonio de cómo la calle va mermando y deteriorándose lentamente: los negocios cierran, las puertas se tapian, los grafitis se multiplican en las paredes.
“La calle Vilin es solo un recuerdo de calle, es una calle que se está muriendo desde hace años”, explicó Perec en una entrevista para la televisión francesa. Esta frase aparentemente anodina evidencia, sin embargo, el dolor de una larga agonía; la que padeció Perec viendo cómo desaparecía progresiva e imparablemente la calle que lo vio nacer y que era uno de los pocos vestigios de sus padres. Los finales de novelas le hicieron sufrir, la destrucción de la calle Vilin también. Por suerte, Perec no vio cómo las excavadoras acabaron abatiendo la peluquería de su madre. Fue el 4 de marzo de 1982, el día después de su muerte. “Toda vida es un proceso de demolición”, escribió un día Francis Scott Fitzgerald. También podría haberlo firmado Perec.
En La vida instrucciones de uso, la noción de final está abiertamente desarrollada mediante una larga ensoñación, la que invade al pintor Valène en el capítulo XXVIII de la novela. Dicha ensoñación se detiene primero en la decadencia del viejo millonario de la novela, Percival Bartlebooth, tras la muerte de su socio Gaspard Winckler, luego progresa hacia las futuras muertes de los inquilinos del edificio, “aquellas muertes lentas o vivas que, planta por planta, parecían querer invadir la casa entera”, incluida la suya propia, para regresar finalmente al pasado junto a los diferentes habitantes del edificio que ya murieron. La ensoñación concluye en la imagen de la destrucción del propio edificio, gran protagonista de la novela. ¿Y con qué nos encontramos? Pues con que la descripción de la demolición del edificio es casi idéntica a la de la rue Vilin: “Un día, sobre todo, desaparecerá toda la casa, morirán la calle y el barrio […]. Uno tras otro se cerrarán los comercios, sin tener sucesores, una tras otra se tapiarán las ventanas de los pisos desocupados y se hundirá su suelo para desanimar a squatters y vagabundos. La calle no será más que una sucesión de fachadas ciegas —ventanas semejantes a ojos sin pensamientos—, que alternarán con vallas manchadas de carteles desgarrados y graffiti nostálgicos.”
Aunque La vida instrucciones de uso esté escrita con júbilo –pocas novelas alcanzan tal intensidad y alegría en la escritura–, las historias relatadas nunca acaban en la plenitud. Es sorprendente ver la inusitada cantidad de muertes que presenciamos a lo largo de la novela. El libro cuenta con más de un centenar de personajes: artesanos, científicos, inventores, arqueólogos, deportistas, payasos, acróbatas, pintores, falsificadores, ladrones, investigadores, cocineros, actores, bailarines, coleccionistas y anticuarios. Todos ellos destacan por ser obsesivos y algo monomaníacos, por llevar sus ocupaciones hasta el extremo y, sobre todo, por tener una energía fuera de lo común. Sin embargo, pese a esta gran vitalidad, todos los personajes se ven abocados a finales no muy prometedores. Perec declaró en una entrevista: “Solo hay una historia de trescientas ochenta que sea optimista. Es la penúltima, la de la pareja que compra una cama de lujo y se endeuda durante años. Finalmente, in extremis, termina bien. En la última imagen, se levanta a un bebé.”
El más monomaníaco de todos los personajes es, sin duda, el personaje principal de la novela, Percival Bartlebooth. Recordemos su historia. Bartlebooth es un millonario que decide un día organizar toda su existencia en torno a un proyecto desconcertante. Durante diez años, Bartlebooth aprende a pintar acuarela para luego recorrer el mundo durante los siguientes veinte, ejecutando, a razón de una acuarela cada quince días, quinientas marinas de los distintos puertos que visita. Estas marinas son enviadas al otro socio del proyecto, Gaspard Winckler, quien tiene la delicada tarea de pegar las acuarelas a unas maderas y recortarlas en pequeños trozos, formando puzles cada vez más complicados. De regreso, Bartlebooth reconstruye estos puzles durante veinte años más, a razón de un puzle cada quince días. Luego, las marinas reconstruidas se mandan de vuelta a los puertos donde se pintaron, con el fin de ser definitivamente borradas en una solución detersiva. «Así no quedaría rastro de aquella operación que durante cincuenta años habría movilizado por entero a su autor».
Como la mayoría de los personajes de la novela, Bartlebooth emprende un proyecto faraónico que moviliza toda su existencia. Al final de la novela, Bartlebooth muere tratando en vano de colocar la pieza que concluiría el puzle cuatrocientos treinta y nueve. Como les pasa a la mayoría de los personajes de la novela, el proyecto de Bartlebooth fracasa.
“El proyecto de Bartlebooth […] es perfectamente loco e inútil. Y esta es para mí la imagen misma de la actividad de escribir. Un esfuerzo gigantesco por algo que, una vez que el libro está terminado, se te escapa por completo.”
A Perec le encantaba la famosa frase de Groucho Marx “partiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cotas de la miseria” que resume, de forma divertida, este descalabro que es la existencia. De hecho volvemos a encontrar la misma estructura en la frase: “Bartlebooth, partiendo de un cero, llegaría a otro cero.” En Perec, siempre nos topamos con ese sentimiento muy hondo, el sentimiento de que nos esforzamos mucho para llegar a poca cosa.
“Bartlebooth quiere ser un dios, tiene poder sobre los otros, pero finalmente será derrotado. Reconozco que todas las otras historias son lo que es para mí la vida, es decir, una energía considerable para nada… que acabará en la muerte.”
Lo cierto es que el nombre del personaje era premonitorio: “Bartlebooth” es el cruce de “Barnabooth”, el millonario de Valery Larbaud, personaje vitalista que busca un sentido a su vida, y de “Bartleby”, el escribiente de Melville, del que hemos visto que para Perec era la viva imagen del final, de lo irremediable.
Para colmo, en la última página de la novela, se revela al lector que todo el libro ocurre en el momento de la muerte de Bartlebooth, el 23 de junio de 1975, un poco antes de las ocho de la tarde. Es decir que la novela —casi seiscientas páginas— dura apenas unos segundos, que corresponden a los momentos que preceden la muerte del personaje. De la misma manera que todos los finales de las novelas que amó Perec se reflejan en la figura de Bartleby, todas las historias de La vida instrucciones de uso están contenidas en la muerte de Bartlebooth. “El punto de partida de la novela es este momento fatal”, dijo Perec. El principio viene marcado por el final. Una vez más.
El epílogo de la novela anunciará otra muerte, la del pintor Valene, 53 días después de la de Bartlebooth. Irónicamente, 53 días es el nombre de la novela que Georges Perec dejó inconclusa a su muerte. Como Bartlebooth, Georges Perec desplegó una energía fenomenal, multiplicando proyectos, trabajando sin descanso, que se vio truncada súbitamente por la muerte. Como Bartlebooth, murió alrededor de las ocho de la tarde, el 3 de marzo de 1982. Tal vez por esta razón, se esforzó tanto en construir su gran palíndromo, que puede verse como el deseo de que el final ya no sea final, deje por una vez de ser final y se convierta en principio.
Georges Perec ha pasado a la posteridad por ser el escritor del espacio, el escritor de lo lúdico. Sin embargo, su obra es también un esfuerzo sobrehumano para ocultar el tema que más le atormentaba y que más preocupa a la literatura: el tiempo. Olvidar por un momento, como sea, el final que se nos viene encima.
Fuente: Letras Libres