Banco público
Entre la gente, aunque camine solo
hacia cualquier asunto cotidiano
-comprar una alcayata o hierbabuena
para colgar un cuadro en el pasillo
o reventar de vida el balconcito-,
llegan al alma, lentas como olas
de un mar en calma, las palabras dulces
que amamanta el silencio, las que nunca
se pronuncian delante de los otros,
las que germinan a oscuras y se mecen
en los brazos de seda de la luna.
Las que esperan su turno.
Me las trae en la boca
un perro callejero o una nube
que pasa, el azar de un recuerdo,
un encuentro feliz en el mercado,
esa mujer con el pañuelo al cuello
que está pidiendo auxilio cuando mira,
ese banco sin gente
donde quizá me siente cualquier día,
en paz al fin, sin lamentar ya nada,
a escuchar la canción del universo.
Música de silencio
Solamente es posible envejecer
lo mismo que la música, acorde
tras acorde hasta la nada, el éxtasis,
la cumbre. Queda la música
prendida en la conciencia
como lapa tenaz, como alfiler
de sombra, y nuestra cima
es el silencio, el inmóvil paisaje
de la muerte. La vida, en cambio,
espuma diluida
en la breve tarea de latir.