Nayib Chammás
Según un tatuaje del brazo, en 1881
nació en Líbano, en Amioun,
hijo de Abraham y Futín.
A los 14 años se fue a Pensilvania, Pittsburgh y Filadelfia
y otras ciudades
a vender peines, tabaco, botones y baratijas a los mineros.
Luego discutió con sus hermanos, dejó el dinero
y comenzó la vuelta.
Anduvo por Budapest, en el reino de Hungría,
Praga y Varsovia que eran pobres,
burgos y villas con los primeros humos de la centuria
y aldeas atadas al borde de los caminos, como cruces
pecados
o el mirar de los viejos;
tarde o temprano, hijas todas de la guerra.
Más años pasaron
y en Arabia
se unió con Ada, de quince, en invierno.
Llegaron a Guadalupe y tuvo negocio,
una quinta y ocho hijos
—algunos mejores que otros—
tres varones y cinco mujeres. Una de ellas fue mi madre.
En 1913
Santa Fe volvió a inundarse hasta la quiebra de los comercios.
Se levantó y se hundió más veces, y terminó hundido.
Siempre pasaron los años;
luego comenzaron a morir: Ada, mi abuela; Antonio, mi tío; Magda,
y mi madre.
En Buenos Aires por fin,
todavía fascinado por América,
flaco y recordando a su mujer murió en brazos de mi tía.
Noventa y seis veces llegó a ver el cambio de estaciones,
y si Dios no existe, su paso por la historia o la tierra
habrá sido en poco tiempo una mentira, lo que una gota
como siempre, es en el fondo de un río despiadado,
o ni siquiera, inconmovible.
Según un tatuaje del brazo, en 1881
nació en Líbano, en Amioun,
hijo de Abraham y Futín.
A los 14 años se fue a Pensilvania, Pittsburgh y Filadelfia
y otras ciudades
a vender peines, tabaco, botones y baratijas a los mineros.
Luego discutió con sus hermanos, dejó el dinero
y comenzó la vuelta.
Anduvo por Budapest, en el reino de Hungría,
Praga y Varsovia que eran pobres,
burgos y villas con los primeros humos de la centuria
y aldeas atadas al borde de los caminos, como cruces
pecados
o el mirar de los viejos;
tarde o temprano, hijas todas de la guerra.
Más años pasaron
y en Arabia
se unió con Ada, de quince, en invierno.
Llegaron a Guadalupe y tuvo negocio,
una quinta y ocho hijos
—algunos mejores que otros—
tres varones y cinco mujeres. Una de ellas fue mi madre.
En 1913
Santa Fe volvió a inundarse hasta la quiebra de los comercios.
Se levantó y se hundió más veces, y terminó hundido.
Siempre pasaron los años;
luego comenzaron a morir: Ada, mi abuela; Antonio, mi tío; Magda,
y mi madre.
En Buenos Aires por fin,
todavía fascinado por América,
flaco y recordando a su mujer murió en brazos de mi tía.
Noventa y seis veces llegó a ver el cambio de estaciones,
y si Dios no existe, su paso por la historia o la tierra
habrá sido en poco tiempo una mentira, lo que una gota
como siempre, es en el fondo de un río despiadado,
o ni siquiera, inconmovible.