Balneario "La Concha", 1954
Era domingo, cuatro decisiones.
Mi madre nos nutría de linfa, hidromieles: se asomaba papá de veguero y visera,
mangas
cortas. Yo
proponía ir más allá de los cuatro tazones de café con leche, hablaba de otras ciudades
con muros sembrados
de logaritmos
y espirales al almuecín, yo me iba: y mi padre proponía el color esmeralda de las playas,
mamá temblaba. A sus anchas
temblaba
cuando nos íbamos los dos de casa, padre y varón veteados en un revuelo de naftas y
aceleraciones, dos
fotutazos
de albricia descarada por el amanecer y el domingo, las mujeres en casa: nos
desnudábamos de pelo
en pecho
al llegar a las casetas y mientras digeríamos al sol el desayuno mi padre recapacitaba
acerca del árbol
lila
y los caramelos que robó de niño, su guante blanco de artillero polaco y el caftán orlado
de arabescos policromos
para
días festivos, el raído caftán de peregrinaciones: nadábamos un poco hablábamos otro
pedazo de aquellos profetas interiores que
escogían a un niño, lo enseñaban
a narrar
y el niño aprendía de golpe, nunca jamás desfallecía. Nadaba
mi padre
como un perro lacio de aguas y lo vi sonrojarse cuando habló de una amiga villaclareña,
tembló
y hablamos
en seguida de su sombrero de nutria y el carromato ígneo de la guerra: nada
nos detenía ya
y compartimos una mano de mamoncillos bajo la sombra de una yagua, llamábamos
al tamalero
por su nombre y pensamos en casa, traeríamos a dos manos el maní en los cucuruchos:
llegaríamos, dos ráfagas
de sal
a casa mi madre me dio un beso que yo di a mi padre cuando besó a mi hermana,
besamos
el pan
de flauta a la mesa y hundimos las manos en los bolsillos un momento para hacer
silencio y dos genuflexiones, comprobar un
momento que éramos cuatro: el Maestro
y la noria
con el Vidente y la noria que no abriría en el suelo aún contra nosotros cuatro un
espacio, nos quedan suelo y brisa parsimonia
y arena en la boca cuajada de canela, gofios y
espléndidas natillas en los cuatro
cuencos.
El lento bosque interior
Desde
el infarto de miocardio me tambaleo un poco a veces me guinda de la nariz un hilillo
espeso
y salobre, me aturde mucho darme cuenta: si doy un paso, un paso dan por mí las aves y si de pronto veo una bandada de azulejos
alzar
vuelo, no era sino el cardenal azul que llevaba un buen rato picoteando en el césped: ya
me acercaré
a la esquina a comprarle a Madame un tiesto de pascualinas, ya
que
Madame es inmortal me acercaré y le compraré un juego azul de lirios inmortales para adornar el jarrón de la sala
ya caduco: lo miraré
el azulejo volar cuando termine con la grama del césped y yo salga al portal
que hubo
en casa, hará treinta y treinta y cinco años, la luz coral de aristas y poliedro de toda mi familia ya habrá cabado de retumbar
en el portal: y ahora
veo mejor el péndulo pasar de una sala a otra de mis cinco casas y nuestras dispersiones, cuatro
parejas
por dos deambular y el resultado por dos y por dos en cuatro puntos cardinales: murieron
mis mayores
ya. Y fue una estafa, han sido estafados y son una estafa todas mis premoniciones; las
para bien
con aves, pájaros versátiles con futuro y las para mal, carroña
y desperdicio
del buitre que también decae y se deshace sobre el ancho esqueleto de la bestia a la intemperie: somos
nosotros
y yo surcado de muertos que me acerco al mirador de casa y veo la luz lateral que se desprende del farol de la esquina
inmutable
con Madame, Madame con sus colibríes y su rosa enorme de plástico en el ojal
que me llama.
Otros poemas de José Kozer, aquí
Gracias Silvina López Medín
José Kozer, lejos de la comparsa
por Gerardo Fernández Fe
Víctima de su vehemencia, en 1893 José Martí justificaba la mediocridad de ciertos poetas a partir de su disposición para la guerra. “Su literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían. Rimaban mal, a veces, pero solo pedantes y bribones se lo echarán en cara porque morían bien”, escribía en el prólogo a Los poetas de la guerra .
De manera que “morir bien” los enaltecía, pues la poesía se encontraba en su comportamiento agonístico y pasaba incluso hacia aquellos que jamás habían escrito un verso. De luchadores a mártires, y de ahí a verso encarnado.
Este modo de entender la poesía, hiperbolizando no el resultado sino la intención, desemboca en el aligeramiento del acto poético, en su trasvase hacia el enaltecimiento de la virtud guerrera. “La poesía escrita –sentencia– es de grado inferior a la virtud que la promueve”.
En nuestro caso, la imagen homérica de los guerreros que entonan poemas hechos música cogió cuerpo a partir de 1959, y desde entonces ha contribuído al kitsch nacional: la poesía en la calle, toda, al desnudo, hasta en la recolección de cien quintales de tomate. Pobre de ella, todos piensan que la tienen a mano.
Siempre me he preguntado por qué a nadie se le ocurre, sin haber pasado años a la sombra de uno o de varios maestros, agarrar un trozo de piedra de tres metros de alto para convertirlo en escultura decente; como mismo a ningún ser de a pie le pasa por la cabeza escriturar los miles de acordes de una obra sinfónica. Sin embargo, basta una puesta de sol o el pulso cardíaco por encima de lo normal, para que optemos por el hermoso verso. ¿Acaso no somos todos poetas?
Con estos fantasmas hablándome al oído he recorrido Acta est fabula (FCE, México, 2013). Sobre los poetas de la guerra, Martí había elogiado que “el acento, cauto o arrebatado, [estuviera] en los cascos de la caballería”. Pero Kozer nunca fue a la guerra; su caballería, si acaso, es del imaginario; su acento sí sabe distinguirse como pocos del resto de la tropa.
Esto de acento nos lleva al tema del sonido. No todos los buenos poetas son vectores de sonidos. Habría que consultar con los archivos sobre la voz y el tempo de Ezra Pound o de Wallace Stevens. Yo, que escuché a Edoardo Sanguineti en Medellín, en 1998, sé de lo melodioso de aquella lengua ajena en boca de un poeta de versos desmantelados e irreverentes.
José ha tenido que medrar a la par de esos lectores que no han entendido su idea de la poesía, que no la han disfrutado. En algún momento he escuchado apelar a la supuesta incomprensibilidad de su poesía. ¡Pero si en el fondo la obra en pleno de Kozer no es más que un acto de historia personal! ¿Acaso exista algún texto que no abunde en la mesa frugal, en Guadalupe, en el padre judío, en el espejo del botiquín o en “el ojo mental del laurel de Indias? Eso sí, sin lloriqueos, sin golpes en el pecho.
Tras la arquitectura vertical, delgada, de muchos de estos poemas, resulta llamativo detectar un inusitado ritmo. Al escucharlo leer, en más de una ocasión me descubrí tamborileando con los dedos, como un trompetista que estudia los espacios de tinta de una partitura.
Es este uno de esos poetas que hay que escuchar: las inflexiones de su voz, sus pausas maliciosas, el dedo índice, afilado, de la mano derecha, trazando filigranas en el aire. Que escuche y disfrute quien tenga oídos –a fin de cuentas, basta de pensar la poesía como un bien para todos--, pues estamos ante un medular poeta de lo sonoro.
Quiero pensar en este poeta sónico junto a José Lezama Lima, Gastón Baquero y Nicolás Guillén, otros tres poetas muy disímiles, por qué no, pero apegados al tañido de una vihuela, a la voz de fondo, al sonido de la rueca.
Y tras sus pasos, una avanzadilla de poetas sustanciosos, que no deberían nunca escapársenos: Néstor Díaz de Villegas y Rolando Sánchez Mejías, Joaquín Badajoz y Waldo Pérez Cino, Pablo de Cuba y Javier Marimón, Oscar Cruz y José Ramón Sánchez. A algunos no hace falta siquiera escucharlos para constatar que se trata de escritores que cascan el lenguaje poético que la Doxa instituyera hace siglos, y que con cada crujido generan un sonido irregular, alarmante, obsceno. Son poetas que suenan bien, lejos de la comparsa.
Pero para esto hace falta oído, buena lectura, trabajo, distanciamiento, y una especie de viaje en el que no todos podemos enrolarnos, “un largo y limpio viaje para no pudrirme –como hace años sentenció Emilio García Montiel– como veía pudrirse los versos ajenos en la noria falaz de las palabras”.