José Ignacio Hernández

UNA cascada se derramaba por su hermoso pelo hasta sus pies. Llevaba una tela estoica sobre la espalda, acaso un cielo pálido. En su cabeza no había ningún maquillaje. Sólo una corona con zafiros que no se atrevían a brillar, y el ala incompleta de un cupido que el orfebre le había sugerido. Cuando quiso agregar la otra, ella se negó. 

Cuánto habrás sufrido, yo pensaba. 

Cuánto yo te amo, habré dicho. 

Ojalá tu historia no hubiera quedado escrita en ese tapiz. Déjame que mi amor la reescriba. Déjame robarle la palidez a ese cielo que osadamente se rasca con tu piel. No, me respondía. No, una y otra vez. No. Déjame amarte. Silencio. Te amo, es lo que digo. Es lo que soy. Los dioses lloran conmigo. En sueños me dicen que soy el ala que te falta. En sueños te dicen que el mundo no es mundo sin tu canto. Ella, que estaba de espaldas, me iluminó con sus ojos. Soy yo el que tiene miedo, supliqué. He venido para ser tu ala. No llevo oro en el corazón, nunca mis manos se tiñeron con un azul como el zafiro. Tengo las uñas sucias de tinta. Acaso sólo puedo soñarte o reescribirte. No soy digno de ti. Más digno es el paño que lustra tu corona. Tengo las manos llenas de tinta. Es lo único que me queda. No, volvió a responder. Nunca me atreví a moverme. Permanecí arrodillado a sus pies. A veces, el sueño me vencía y despertaba, desesperado, con el temor de que ya no estuviera allí. Pero nunca se fue.

Con los años, mis huesos estaban tan blandos que parecía como si el tapiz me cubriera. En mis suspiros empecé a medir el último augurio de una vida que había transcurrido en la desmesura, náufraga en los mares del amor, embriagada por la sal, sin sol, sin sol, a los pies de un tapiz. Tal vez envuelvas mi cuerpo con él cuando muera, tal vez lo hagas para preservar mi tinta del polvo. Es lo único que tengo.
 
Ven, escribe mi ala, dijo. Tu voz es la mía. 

Al cielo llegó un rayo de la corona. 
Un ruiseñor se desprendió de la tela y voló. 
Los hilos que sobraban se perdieron, como sombras que arden bajo el sol.    


Lamentación de Moisés



(Del libro inédito El Pájaro de Fuego)

Los comediantes merodean, borrachos,
Por el camino gris de la Bahnhofstrasse.
Sus ojos no pueden ver cómo tiembla mi corazón.
Llegan a casa: ¡un susto de Coca!, gritan.
El aliento tan agrio como garganta de gato.
Miran un espejo gris con descaro,
Es medianoche, tiemblan sus corazones. 

El espejo les ordena arrancarse el pecho.
Ardiendo, ardiendo,
Lo han escuchado cantar, entre tinieblas.
Han visto el sol ardiendo en el cielo.
El mundo duele, 
Hay música en el río,
Hay música en el fuego,
Los dedos se extravían en las cuerdas de la lira, 
Buscando ver las palabras que dice la zarza.
Oír el Principio que hizo el cielo y la tierra.

Los comediantes saben bien las costumbres del ratón,
Limpian con devoción los huesos en la cripta.
Elevan sus ojos invisibles del alma
Y los carcome, de pronto, la desesperación.
El ardor de la tierra que nada espera,
Gente que nada espera.

Silencio.
Un laberinto está amarrado entre los santos y el cielo.
La puerta quedará amarrada.
En la ciudad de los muros, las tumbas se abren.
Están vacías, no son para los muertos. 

Busca al ángel que llora,
Silencio, silencio, silencio,
Busca entre los ángeles,
El campo sagrado alberga tumbas que no pertenecen al cielo.
No son para los muertos, 
Son muebles. 

¡Mira con los ojos del alma!
Silencio, silencio, silencio.
Los comediantes han visto el fuego pero callaron la zarza.
Saben bien las costumbres del ratón,
Lenta es la causa de sus heridas y rápida la mano de Dios que las cura.
Arden en bolas de fuego.
Gritan y callan.

¡Mire, Biasutto!
Sus ojos han estado atentos, pero ciegos han sido para el alma.
¿Ha visto más allá del fuego que lo envuelve? 
¿Biasutto?
¿Ha visto, María Teresa?
¡O voi che siete due dentro ad un fuoco!
¡Voi, ustedes! ¡Han clausurado las puertas!

Azotan los vientos,
Los cebos fundidos decantan en el mar.
La noche había visto todas las estrellas 
Cuando el remolino los embistió de frente.
Tres veces giraron y en la cuarta
Con la espalda ya hundida en el abismo,
Los tragó una voluntad desconocida.
¡Ustedes, que han visto la pluma caer!
¿Dónde escondieron la zarza?
¿Qué secretos guarda la ciudad amurallada?

¿Quién romperá los muros? 
¿Quién incendiará las vestiduras de los comediantes?
¿Qué nos dice el fuego?
¿Qué palabras pronuncia el Tzinacán?
Así lo escribió Moisés,
Quítense las sandalias, comediantes. 
Quítate las sandalias cuando te acerques a esta casa 
Y escucha con el alma la verdad de Dios.
Harás bien de temer, criatura inmunda, y te cubrirás la cara.
Extiende la mano y agarra la serpiente por la cola. 
Los ángeles lloran cuando las tumbas están vacías.

Comediante, criatura inmunda, 
No salvarás la tierra que nada espera.
El remolino tragará tu ambición y tu poder.
Y un pájaro de fuego convertirá el agua del Nilo en sangre.
¿Quién da la boca al hombre?
¿Quién lo hace mudo o sordo o perspicaz o ciego?
El pájaro verá cómo tiembla mi corazón y abrirá los ojos de mi alma.

Así lo escribió el Tzinacán.
Vendrá un gran pájaro que romperá los muros y fundirá los bronces.
Explotará los vidrios de las cúpulas,
Quemará las vestiduras de peladas cabezas.
Las velas caerán como lluvia sobre el río.
El pájaro reunirá las partes que fueron robadas,
El fuego reunirá lo necesario.
Con la pluma que cae
Romperá los muros
Pero no purificará la tierra que nada espera.

Ve, yo estaré en tu boca, dice el Señor.
Y el pájaro vendrá.
¿Cuál será tu lugar en esta danza de alas infernales?
Serás un subastador de migajas, como el comediante, 
O acaso tan mentiroso como el poeta,
Trágico, heroico, inexistente,
O santo aguerrido, sin escrúpulos.
Serás Atenas, o María Teresa. 
Serás Ofelia, o bruja.

El ministro pronuncia las palabras.
LQS: sobre la mesa acanalada vuelcan su sangre.
Invocan al ángel.
¿Qué has hecho, criatura indefensa? 
¿Qué has hecho?
Mira con los ojos del alma,
Mira lo que nos dice el fuego.
No calles, ¡habla!
¡Ustedes, los que vieron la zarza! 
¡Hablen!
El mar despotrica contra el amargo cebo,
Tiene sed de almas errantes,
Almas que hacen alas de sus remos.

¡Da! ¡Da! ¡Da!
¿Qué nos une al grito solitario del trueno?
Este grito que se esconde y golpea el aire entre las rocas.
La piedad más grande del olvido,
El estupor,
La voz de los siete cielos.

¡Da! ¡Da! ¡Da!
No escribas nada de lo que oyes,
No escribas lo que dicen los cielos plateados.
No escribas su canto ermitaño y gris.
Hasta dónde hemos de seguir la decepción de este pájaro,
Su olor a estrellas y ese frío desagradable. 

No puedo hablar, soy tan joven.
Sufro.
Sufro más allá de las palabras,
Con esta pluma solitaria en las manos.

Tiemblo como la montaña
Cuando la sombra de Estacio entró en los cielos;
Los custodios de Dios doblaron sus rodillas ante la noche.
¿Qué habremos de dejarle a esta pobre humanidad?
¿Qué haremos de este mundo?

Criatura mundana,
Tus palabras no son las de Adán
Ni tu música el glorioso decacordio.
                                          ¡Hora novissima!
Tampoco Eva tejerá tus sueños.
                                         ¡Tempora pessima sunt!
¡Criatura!, tu palabra es la verdad.
No se salvará por sí sola
Pero es más grande que la luz.
                                           Vigilemus.

¿Dónde están los siete valles?
¿Dónde está la sombra que se perdió en el sol?
¿Dónde el espejo que nos mostraba lo que fuimos?

¿El montón de polvo?
¿El vil montón de tierra?
¿El aniquílense en mí y en mí se encontrarán?

¿Qué hay del sol de la majestad (que es un espejo)?
¿Dónde la Sombra que cae?
¿Dónde, ahora, el éxtasis y el deseo?

                                                       Nomina nuda tenemus. 
                                                       Nomina nuda tenemus.
                                                       Nomina nuda tenemus.

Oh, Tiresias, mira este fuego más allá de sus llamas
Y regálanos la verdad que otros callan. 
¡Oh, Tiresias!
Profeta, padre de Manto,
Que legaste tus dones a Virgilio, el gran mago.
En la tarde violeta, hora en que renace el deseo,
Hora en que el campanil retumba bajo el agua,
Hora en que estaremos solos,
Oh, Tiresias, dime quién estará en mi corazón cuando llegue la hora.
Dime, por Virgilio, a quien siempre amaste,
Cuándo vendrá mi hora. 
¿Podré acaso reposar donde siempre quise estar?
Dime si desde el Hades pudiste ver los cantos carbunculares de Ulises y sus hombres
                                                                                              Cuando se hundían.
Ven, háblame del gran sueño de Babilonia
Y de aquel gigante que lloraba lágrimas eternas. 
Dime, ¿dónde está Dios?
¿Dónde está el Señor?
Habla su Nombre, muéstranos su Rostro.
Todo está ardiendo,
Todo lo que vemos, todo aquello que se aleja,
Todo lo que duele,
Todo lo que nos une.
Oh, musas, allí es el fuego.
Llamen a este pájaro, díganle que ha extraviado su pluma
Y que la danza se desate.

Poco a poco voy perdiendo ante el temor;
Poco a poco me entrego a la sorda desesperación de los comediantes.
Diminutas criaturas,
Inexplicables y contaminadas
Como la tierra que nada espera
Y arde, incansablemente, ciegamente.

Ardiendo, ardiendo,
Hemos arrancado el corazón de nuestros pechos.
¿Qué haremos ahora?
Fríos con un mundo en nuestras manos.
Con nuestra sangre en la boca.

Es medianoche, las puertas se cierran.
Silencio, silencio, silencio.
La ciudad amurallada vuelve a pisotearnos,
A forzar el terreno ajeno de nuestros sueños.
¿Qué haremos, ahora que las heridas no sanan?
¿Qué haremos?, pobre humanidad.
Habremos de temer y cubrirnos la cara.
Los ángeles lloran lágrimas eternas. 
Porque la hora ha llegado y estamos solos. 


Yoknapatawpha


I

El valle es una boca descuidada.
Nos arrastra,
Nos pierde en el río.
Corre por galerías en bajada.
Túneles de hierba seca que lloramos, 
Que jugamos.
Como Dios y el Diablo.

A pisotear escorpiones en la arena,
A levantar la piedra que oprime.
Agradecer la tierra
Y mojarnos en el azabache del llanto.

Ese bramido, 
El talismán de nuestros sueños,
El lobo que destiñe el pasto.
Ese bramido que rompe el valle,
Y nuestra noche muere en la garganta.

Todo cae, desaparece;
Hasta el vinagre en las almohadas.
Un avión quiebra el dorado nítido
Y une lo que no vemos.
El invertido marfil de ladrillos.
El aliento que oprime la montaña. 


II

Las herraduras se pegan en el barro,
Hay un siseo bajo la lluvia
Y Arca Roja muere junto al río. 
Pero ella no le teme al bosque.
El camino se evapora,
Se funde en el desierto de sombras,
En el nombre que trae el viento.
Sombra Azul escucha el siseo,
Impone su pecho en Tippah,
Siente sus crines velar a la mujer que llevan.

El espíritu de Arca Roja aguarda entre los árboles,
No pierde un momento de relámpagos 
Para señalar, con dedos ensangrentados, 
El escondite de la roca. 
Sombra Azul es una gota en el mar,
Vuela, truena su pecho de barro,
Es un poeta en el mausoleo de ráfagas.
Encuentra el talismán entre oleadas de cielo
Y un río. 

La sangre desanda sus pasos,
Vuelve a su piel. 
Señala de adentro hacia afuera.
Así escribió su vida:
Como olas que abandonan el mar.
Arca Roja, el sagrado talismán,
El rapsoda,
Dice su nombre.
Canta 
Para ella,
La eternidad. 


poesía argentina actual, inéditos, Lamentaciones de Moisés
JOSÉ IGNACIO HERNÁNDEZ
(1988, Ciudad de Córdoba, Córdoba, Argentina)

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