El río
Vi el río, su orilla, la profundidad de su cauce,
su potestad, su desborde, el desconsuelo, la aparición
de algún cardumen de dientes afilados que siempre está al acecho,
un remolino que intentará llevarte a sus fauces.
La corriente y su mensaje atrayendo como un imán,
directo al corazón en el recuerdo de los días de la infancia.
La rama del sauce acariciando, con su mano de seda,
las oraciones del que pesca, el vuelo rasante de la garza,
el paso militar de los gallitos del agua,
y la presa en el pico del martín pescador.
Veo el río, mi historia zambulléndose en sus aguas,
y la torpe manera de sostener mi cuerpo en la superficie.
Sé que si hay un modo de tocar el barro,
en barro habría de convertirme para sostener las raíces del irupé,
y hacer mía esa fuente, esa flor, de una vez, para saber
que alguna vez la tuve.
Nada existe como es, sino existe como ha sido.
Alguien tira la red, alguien recoge el espinel.
Cada quien busca el sustento que lo mantendrá atado
a un paisaje, una religión de supervivencia y penas.
Siempre hay un anclaje que nos lleva al fondo de las cosas,
y siempre una barca donde nos dejamos llevar.
Aunque dudemos, le quitemos un sí a ciegas,
o nos vare la desconfianza, la corriente intentará
dejarnos en buen puerto, nos entregamos, pensando
que siempre habrá un árbol, de cuyas ramas,
ha de surgir el sostén para salvarnos a tiempo.
Así el río ante nuestra mirada, la memoria y el eterno regreso.
Así nuestra manera de celebrar su modo de estar allí,
y ser bautizados por sus aguas.
El río en el desborde de mi corazón
y la sensualidad al tacto de mis pies,
el río como una cuna donde me duermo
en la candidez del recuerdo, y donde juego
y vuelvo a zambullirme para que no me pesquen.
El río, no como fuente, sino como praxis.
El mismo donde alguna vez se te lavó la ropa,
donde enjuagaste tu pelo, te bañaste,
batiste un récord, o simplemente usaste
para regocijo del verano,
como un modo de salvar lo que nos da la tierra.
Fresno
Así como así,
lo que era transparencia
en la reverberación de la tarde
se oscurece.
El contorno de las cosas
y su etimología
se trastocan: la lisura es aspereza
y los frutos se descomponen sin madurar.
Entre el viento que no cesa
y la rama que ya no puede,
algo está por colapsar en el paisaje de la calle.
Tras el aire ceniciento,
al alcance de una pedrada,
el cartel del supermercado anuncia ofertas
como si fuera un bálsamo ante los ojos.
La vida se ha vuelto eso,
una suma de ínfimas posibilidades
con nombres de productos
que quieren satisfacerte.
Sabemos bien que las ofertas
no dan sombras, pero en ellas,
comprando las que se puedan, está
la posibilidad de ensombrecernos.
El cuerpo todo en su sensibilidad
presiente el filo
que habrá de vencer al árbol.
El fresno, a lo largo de su existencia,
hace lo imposible por resistir
las embestidas del viento,
la mala poda,
la intolerancia del hombre
y el desprecio natural
por todo aquello que no entra
en el decálogo mezquino de los intereses,
Siempre ha sabido
que su sombra vale menos
que el kilo de papas, así las cosas
horadando su cimiente.
El corazón resiste
todo engaño
del que es objeto hasta donde puede.
Agosto quiere dar el golpe final
y nada hay que pueda hacerse,
salvo no sucumbir ante la impotencia,
y como el fresno,
reverdecer en primavera,
saber que habremos de volvernos oro
cuando llegue el otoño, sin que ello
garantice que pasemos el invierno.
Patricio E. Torne (1956, Helvecia, Provincia de Santa Fe, Argentina. Reside en Villa Mercedes, San Luis)