De todas las cosas del mundo,
prefiero el mundo.
De todo mundo
posible,
prefiero las cosas.
Hay en mí un apego
ramplón a lo que existe
que elimina toda
prevención en el mirar, se desguarece
frente al universo
que se extiende impávido ante mí
y más frío
que el frío de las estrellas
cuando mueren y caen
sobre mi cabeza, incesantes,
polvo cósmico al que saludan mis huesos
como a viejos conocidos,
como a miembros de la familia que vuelven fatigados
junto al fuego
y se persignan
antes de comer.
Es posible, finalmente, que hable solo,
que no reciba visitas, ni los rayos
de las luces de las estrellas me atraviesen el
pecho
bajo la bóveda celeste.
Yo sin embargo los saludo y, la verdad, los
aguardo,
pero como si fueran,
como si el universo fuera,
apenas la pátina aceitosa y leve
de un lago oscuro
escondido en un bosque
y donde brilla la luna y, apenas,
las estrellas fugaces.
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