Lo que el lector tiene en sus manos es un vivero de citas, un puñado de misceláneas personales, de breves reseñas y de entrevistas (o encuentros en la página), cuyo único fin es provocar contagio y movimiento, combatir el adormecimiento y la resignación. Citar un texto, dice Benjamin, implica interrumpir su contexto. “La cita –profundiza Giorgio Agamben–, al separar un fragmento del pasado de su contexto histórico, le hace perder su carácter de testimonio auténtico para investirlo de un potencial de enajenación que constituye su inconfundible fuerza agresiva”.
Años atrás comencé, de manera informe y agresiva, un diario íntimo, al que llamo Diario de poéticas, centrado, esencialmente, en mis lecturas y sus provocaciones y en mis roces con la escritura. Me dediqué a apuntar lo que cada autor dejaba en mí o marcaba en mí tendencias. Citas que son disparos. Escrituras “desgarradas”, escrituras del “desastre”, sus entramados mañosos, sus asperezas, sus vísperas.
Aún me dedico a perseguir, capturar y reflexionar sobre las problemáticas propias de la escritura de cada quien, seguramente en busca de mi propia fertilidad. O bien como un modo de expiación ante lo incomprensible, lo inalcanzable.
Cuando leí los tres volúmenes de El libro de los márgenes de Edmond Jabès, sentí el ardor de lo posible imposible. Jabès congestiona con citas sus digresiones. O bien, a partir de las citas que surgen de sus lecturas, abre caminos de escritura propios y pasionales. Las ideas que suscita un autor se confunden en uno hasta formar parte de uno, es decir de ese único libro que nos constituye. Hay un libro, un único libro, dice Jabès, del que somos “a la vez el autor y el lector, aquel que nunca terminamos de leer, de escribir”. No es un tipo de confusión problemática sino de esas raras ocasiones en que la confusión constituye, precisamente, una necesidad.
Esto no pretende ser un ensayo ni tradicional ni compacto. Intenta una cartografía de escrituras que disertan abiertamente: voces sobre voces; voces entre voces; voces con voces. No pretende ser más que una bitácora de ese viaje irrepetible por la escritura poética. La de otros y la propia, como consecuencia. Un fardo de citas ajenas que de alguna manera nos explican y dicen de nosotros, humanos, más de lo que sabemos y no alcanzamos. “Cuando leemos un libro –escribe Jabès– sólo leemos lo poco que contiene de nuestra alma y de nuestra vida. Y lo que nos enseña suele ser suficiente para llenarnos de alegría o para destruirnos”.
Nadie sabe qué hacer con los poetas se sostiene en el ascenso y descenso de mis lecturas. De mis deseos y de mis tumbas. No hay un orden preconcebido, sino un eje zigzagueante que se sostiene en el temblor de su humanidad y de cierto ritmo y musicalidad de las ideas punteadas en las palabras.
Ideas. La idea. La idea no es cerrar. Ni sacar conclusiones concluyentes. La idea es generar el deseo por la poesía. Recoger las migas que poetas y pensadores van dejando para recorrer un camino posible sobre la poesía. La idea es llegar a entender lo que no hay por qué entender de la manera que imponen los vientos de la época. La idea es no forzar ni obligar a nadie a que se arrime a aquello que, por su ajenidad con lo demente, tendrá siempre tan lejos. La idea es dar a conocer las posibilidades del espíritu humano cuando vibra con el mundo, tanto en sus derrumbes como en sus regeneraciones. Y certificar que la poesía habla por sí misma a través de quienes le han sabido dar su voz para defenderse de la mudez de la infancia, la propia, la del mundo. La idea es seguir abriendo afluentes constantes, enramados de tesis y delirios, prolongando algunos hasta un imposible infinito, dejando a otros textos mutilados, muñones de ideas por el camino, porque también de mujeres y hombres rotos está hecho el mundo. La idea es denunciar el vacío, pronunciarlo, quererlo, amamantarlo. La idea es supurar cuando canse y abstenerse cuando supure. La idea es morir de muerte inacabada cuando las palabras digan basta, nos hemos cansado de escucharnos, ya no sentimos más que repetición en el abismo de nuestra retórica.
Acaso porque el poeta es un testigo insatisfecho (dixit Mario Luzi), nadie sabe qué hacer con los poetas.
Imagen: Librería Norte