I. De pronto, ya en la provincia de Buenos Aires, al levantar la vista de la ruta, sobre la llanura que doraba ―literalmente― el sol de la tarde, una luna traslúcida, espectral, en el cielo aún azul, tan hermosa que casi daba pena. II. Las vacas en los campos, pastando apacible, resignadamente, y las vacas encerradas en el acoplado de un camión, mirando a través de las rendijas. Increíblemente, sólo ahora he recordado el poema “Tren de ganado” de Horacio Castillo:
“Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
Asomados por el tragaluz mirábamos la inmensa llanura.
De pronto un mugido nos traía el recuerdo de Ifigenia
y volviéndonos hacia nuestros hijos los apretábamos contra el pecho.
¿Qué es aquello? El sol. ¿Qué es aquello? Una nube.
Habíamos olvidado el color del mar, el olor de la lluvia.
Los que sabían de estrellas habían olvidado sus nombres
y les dábamos los nombres de nuestros hijos para orientarnos al regreso.
¿Qué es aquello? Un árbol. ¿Qué es aquello? Un río.
Y un canto gregoriano se elevaba a nuestro alrededor,
hablaba por todos los destinados al sacrificio.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?”
III. Sensación, a menudo, de ternura (no se me ocurre ahora otra palabra más exacta o expresiva), ante el paisaje, la llanura infinita, los árboles en fila a los costados de un camino que lleva a una casa, la luz del sol sobre toda la extensión del campo, la luna llena apareciendo y reapareciendo al frente y a la izquierda de la ruta, sobre las ramas ocres o verdinegras de invierno ―sensación semejante, tal vez, a aquélla de la que habrán surgido las palabras de Wilcock, que volvieron a menudo a mi memoria durante el viaje: “los campos de una incógnita Argentina / inexpresablemente espiritual.”
Fuente; fb de Pablo Anadón
Imagen: cainabella.blogspot.com