Cuando las mujeres dejaban el huso y la rueca.
Antes de encender la lámpara de petróleo.
Era el momento de contar historias.
Ese placer de escuchar, ese goce.
Las sombras dentro, tras la ventana la nieve.
Antes de encender la lámpara de petróleo.
Era el momento de contar historias.
Ese placer de escuchar, ese goce.
Las sombras dentro, tras la ventana la nieve.
Cuando terminaban con las plumas de los edredones.
Antes de encender la lámpara de petróleo.
Era el momento de poner las sillas junto a la pared.
Ese placer al bailar, ese goce.
Las chicas dentro, tras la ventana la nieve.
Era el momento de poner las sillas junto a la pared.
Ese placer al bailar, ese goce.
Las chicas dentro, tras la ventana la nieve.
La fiesta del sastre, así llamábamos a la felicidad
de la hora del crepúsculo, entre luz y luz.
Un entierro así
llegó a ser más divertido que una boda.
Sólo que durante la comida
no había música para bailar.
El muerto no racaneaba:
había sopa de albóndiga de hígado,
carne de vaca cocida con rábano picante
y de postre una tarta contundente.
Cerveza y aguardiente a voluntad.
Licor de huevos para las viejas.
Té con ron para los acatarrados.
café con leche para los niños.
Vino caliente para el señor cura.
El viejo Schinböck había dispuesto
que la banda de música de San Leonardo
tocase en su entierro
con una buena melopea.
Su último deseo se cumplió,
y resonó lastimosamente en los oídos.
Al aprendiz del zapatero de Rebuledt,
que tocaba el tambor grande,
se le escapó la baqueta durante el desfile,
salió volando en círculos
y se ahogó en la charca de apagar incendios.
El viejo Schinböck no había caído
en que los que llevaban el féretro
también formaban parte de la banda.
ERICH HACKL (1954, Steyr, Austria)Traducción: Pilar Montilla y Manuel LaraImagen: ABC.es
Gracias a Jonio González
Gracias a Jonio González