1946
14 de enero. Un diario es una larga carta que el autor se escribe a
sí mismo, lo más sorprendente es que se da a sí mismo sus propias noticias.
8 de febrero. Traduje un poema breve de Donne, otro de
Herbert y un tercero de Hopkins. Releí una parte de mi Malfaiteur lamentándome
de no haberlo publicado jamás; hay un capítulo en ese libro que aún me
parece bueno.
26 de febrero. Ayer en la noche, un poco antes de
acostarme, saqué de mi secreter un sobre lleno de papeles a los que me había
aferrado a un grado apenas concebible si lo contase. Sabía bien lo que
quería hacer, pero durante un buen cuarto de hora me quedé cerca de la estufa con
el sobre en las rodillas. Por fin, abrí la estufa y lo deslicé al fuego.
22 de mayo. Visita a Gide. Me recibió como de costumbre
en su biblioteca, en un rincón cerca de la ventana, sentado en la pequeña
mesa de madera pulida. Su cráneo está a medias cubierto por la boina negra a
la que es afecto. Me habló de su viaje a Egipto y a Líbano… Un poco después
llegó Jef Last, un muchacho alto, holandés, de ojos claros. Hablamos de Browning,
quien les gusta a los dos, y de la forma en que yo pronuncio el nombre de
Hopkins, me sorprendió que no lo
conocieran, que nunca hubieran oído hablar
de él. La conversación indecisa rozaba un tema y otro. En cierto momento,
Jef Last citó a Rilke y dijo, dirigiéndose a Gide: “Él cree, como tú, que son
los hombres los que han creado a Dios” (en ese instante pensé en el “Dios
será” de Renan). Él, con cierta vivacidad, negó haber tomado algo de Rilke. Un
poco antes de la llegada de Jef Last le había dicho que Mencken, en su diccionario
de citas, atribuía a Verlaine en su lecho de muerte el dicho: “¡Victor Hugo,
qué desgracia!” “Es una respuesta que yo di hace mucho y que tal vez no
hubiera sido recordada si Remy (él pronunciaba Reumy) de Gourmont no la
hubiera citado diciendo que resumía todo. Y es ‘¡Hugo, qué desgracia!’, que
no es lo mismo (resoplido de impaciencia). Además no es algo que Verlaine
hubiera dicho. Verlaine apreciaba mucho a Lamartine…” Todavía en presencia
de Last, me habló larga y, me pareció, afectuosamente. A propósito de Mark
Rutherford, me dijo que Bennett lo había hecho leer ese libro admirable y
totalmente desconocido en Francia.
19 de junio. Domingo, al Français para ver Esther.
Siempre he preferido leer a Racine que verlo interpretado, pues por más dotados
que sean los actores me parece que se quedan un poco por debajo de lo que, por
el texto, se podría esperar. Se trata tal vez de una música muy difícil de cantar
de forma exacta. Sólo la voz y entonación de Yonnel me pareció que le daba el
tono que requería.
9 de julio. Hay en mí una tendencia a desconfiar de
todo lo que escribo, sea una carta o una novela. Esta tendencia es la causa
de que jamás continuara Les pays lointains, uno de cuyos fragmentos apareció
en uno de los volúmenes de mi diario. En las horas de desánimo por las que
atravieso actualmente, me agarro a la idea de que mi novela pueda ser mejor
de lo que creo. Otra tendencia aún más misteriosa es la que me empuja a comprometer
el éxito de lo que emprendo. Por razones que no alcanzo a descubrir, pero que
pueden ser de origen religioso, le tengo desconfianza al éxito. Cuando vi
que Léviathan era mejor recibido que mis otros libros, hice a propósito una novela
en la que no pasaba nada y que no podía tener éxito: Epaves. ¿Por qué? No lo
sé. El fracaso de Epaves me hizo muy sensible. Me hicieron falta años para
comprender que, de todos mis libros, ése era el más difícil de escribir y en
el que más había reflexionado. Como sea, era necesario escribirlo si quería
pasar al siguiente.
11 de julio. Alguien me dijo: “Hay un artículo sobre
ti en tal diario.” Compré el diario, encontré el artículo y la primera frase
me disgustó. Había una alcantarilla cerca. Deslicé suavemente el diario
como si lo metiera en el buzón. No fue del todo un gesto de mal humor. Por el
contrario, quise detener de golpe cualquier acceso de mal humor.
15 de julio. R. me pregunta si leí un artículo que
alguien escribió sobre mí en tal diario. Era el del otro día. Le respondí que
había leído la primera frase. “Deberías leerlo hasta el final. Es excelente.”
La verdad me obliga a decir que es totalmente cierto. No puede uno escribir
con mucho tacto sobre temas difíciles. Envié por la tarde una carta al autor,
quien ignorará siempre la primera impresión que tuve de su artículo.
21 de julio. Leí a Auden, primero con admiración,
después con cierta fatiga. Su extraordinaria facilidad de expresión
provoca el efecto de alguien que siempre gana en la lotería. Hay algo que
irrita y acaba por exasperar. Evidentemente está orgulloso de su agilidad
verbal; dice todo lo que quiere sin balbucear jamás, incluso dice lo que tú
piensas, lo que estás a punto de decir y de decirlo mucho menos bien que él.
La emoción en él es rara pero exquisita (por ejemplo en el poema sobre los
dos refugiados).
22 de agosto. Trabajé esta mañana, como de costumbre,
pero sin ánimos. ¿A quién le gustará este libro? Pensé que la única cosa de
la que puedo enorgullecerme es jamás haber escrito una línea por dinero ni
haber hecho la mínima reverencia para obtener un premio.
27 de agosto. Releí el Narcisse de Valéry. Casi todo
el tiempo pensé en Marlowe al leer estos versos deliciosos. ¡Qué no hubiera
hecho él con un tema tan de acuerdo con su naturaleza! Me asombra que no lo
haya intentado, ni Shakespeare, todavía más indicado tal vez, pues él
hubiera podido llevar más lejos el refinamiento cerebral, el concepto.
30 de agosto. Leí en Ovidio la historia de Eco y de
Narciso. Ahí están estas palabras patéticas: sed tamen haeret amor. Conocía
bien este pasaje, pero ahora me ha emocionado. Imposible recordar un tiempo
en el que no hubiera estado enamorado, imposible concebir la vida sin el
amor; desde la infancia hasta el momento en que escribo estas palabras ha
estado ahí, dándole sentido a todo.
15 de septiembre. “La
brillante vanagloria de su peluca rubia”. Ese simpático verso de Molière. Y
este otro: “En un pequeño rincón sombrío con mi negra pesadumbre…” Pero no
puedo dejar de pensar que Le misanthrope pierde en escena. Alcestes es
interpretado por un viejo hombre joven. Un verdadero hombre joven no
sabría, no tendría la experiencia necesaria. Es exactamente el mismo
problema que con Hamlet, al que vi interpretado, un poco someramente, por
L. O. en Londres, en 1937. Un actor tan bueno no fue suficiente. En Les
fourberies de Scapin, Denis d’Inès exagera a placer las desgracias de la edad
y parece el decano de los ancianos. Cuando entra en escena, uno cree ver a
Louis XI cubierto con un sombrero alto de una
condición tal que podía haberlo encontrado en un bote de basura. Pero la
tradición pide que con Molière los hijos tengan 20 años y los padres 90.
1 de octubre. Pasé a ver a Gide al final del día. Le
dije en sustancia: “Estoy lejos de compartir las opiniones que expresa en
su Thésée, creo sin embargo que no hay nada suyo que me haya parecido más
bello en relación a la forma.” Me dijo que escribió ese libro en dos meses y
con alegría. La simplicidad con la que me habla me parece muy concreta y
me permito decirle que el último monólogo de Thésée me ha dejado una sensación
de melancolía porque no he podido dejar de verlo como una suerte de despedida
comparable al de Prospero en La tempestad. “Por supuesto, me dice, es un
adiós.” Sin embargo de inmediato agrega que podría escribir “aún otro libro” y
pronuncia esas palabras con una especie de arrebato que le quita cuarenta
años de encima. Enseguida se declara harto del mundo en el que vivimos y de la
marea creciente de autoritarismo, que él aborrece. Un poco más tarde me confía
que saldrá en enero. “¿Para Egipto? —Mucho más lejos. —¿Para América?” Me mira
un instante. “Para Tahití”, responde por fin separando las sílabas de la palabra.
“Y puede ser que ya no regrese.” Me habla de mi diario, donde “muchas cosas
pasan en silencio”; le pregunto si se refiere a las cosas carnales. “Sí,
ésas”, dice. “¿Pero, le pregunto, conoce usted un diario, uno solo, que se haya
publicado y que no pase en silencio por esas cuestiones?”
23 de octubre. “La belleza, ese don injusto…” ¿De
quién son esas palabras? Pensé en eso el otro día, al ver un rostro cuyo
poder sería terrible si la belleza no pasara, en general, desapercibida. Larvata
prodeo, podríamos decir.
3 de diciembre. Vi a Laurence Olivier en el Rey
Lear. Me parece pleno de inteligencia y autoridad en ese papel que se le
parece tan poco. Dijo O fool, I shall go mad de un modo y con una exaltación
que se le oía muy lejos de la escena. Así de profundo era el silencio que
había sabido lograr. Pero el lado melodramático de esta obra es mucho más evidente
que en la lectura, y por desgracia la belleza práctica de ciertas escenas,
como la de la tormenta, está muy disminuida por la óptica deformante del
teatro. Me pregunto si Charles Lamb no tenía razón cuando desaconsejaba la
representación de Shakespeare.
El domingo anterior, en el convento de
Latour-Maubourg para escuchar a Camus. Había mucha gente y los dos salones del
primer piso estaban llenos. Nos pusieron en la primera fila. Camus estaba sentado
a dos metros, frente a nosotros, detrás de una pequeña mesa. Junto a él, el
padre Maydieu vestido de blanco. En la pieza vecina, un dominico parado sobre
la chimenea fumaba tranquilamente su pipa. Camus, visiblemente enfermo,
habló, sin embargo, de una forma que me pareció muy conmovedora de lo que
uno espera de los católicos en 1946. Es conmovedor a pesar de él, sin
ninguna pretensión de elocuencia; es su honestidad lo que produce esa sensación.
Habla con sencillez, rápidamente, con la ayuda de algunas notas. En su rostro
un poco lívido, la mirada es triste, e igualmente triste su sonrisa. Al terminar
la conferencia, el padre Maydieu me pregunta si tengo alguna cosa que
decir, le hago señas de que no, no puedo responder sin tener antes algunos minutos
para reflexionar. Ni Jean Wahl, ni Beuve-Méry, ni Pierre Leyris, ni Marcel
Moré, todos presentes, tomaron la palabra. Algunos oyentes tomaron la palabra,
pero tan mal que hubiera sido mejor que guardaran silencio. Uno de ellos, un
revolucionario de mirada cándida, dice algo que a todos nos provoca un sobresalto:
“Yo tengo la gracia, y usted, monsieur Camus, se lo digo con toda humildad,
no la tiene.” La única respuesta de Camus es esa sonrisa de la que hablé hace
poco, pero un poco más tarde dice: “Yo soy vuestro Agustín antes de la conversión.
Me debato con el problema del mal y no logro salir.” Agustín, en efecto, pensamos
en él frente a este latino de África del norte que busca descubrir cómo nos
comportaremos en presencia de los vándalos. Otro oyente que lo ha
escuchado con atención se levanta y dice: “Monsieur, no puedo decidir en
cuarenta segundos la conducta que adoptaría si la iglesia fuera perseguida.
Meditaría en eso toda mi vida.” “Monsieur —responde Camus—, tiene usted
cinco años.”
13 de diciembre. Regreso fatigado y desmoralizado
de una reunión de hombres de letras. Una vez más constato hasta qué punto me
siento ajeno a ellos.
Fuente: www.revistacritica.com
Imagen: www.guidaaltoadige.blogspot.com