Pasarela
La carretera no era tan peligrosa antes,
cuando caminaba hasta la barandilla de acero,
agachaba mi cuerpo flexible de niña, y miraba
al agua fría del arroyo. En una primavera húmeda,
el agua solía correr limpia y alta, piscardos
mordisqueando arena y limo, un cangrejo de río
a la sombra de las largas cañas de la costa.
Me podía quedar mirando por horas, siempre algo
nuevo en cada cuña acuosa—
una tapa de botella, una bota negra, un sapo.
Una vez, el cadáver de un mapache, mitad debajo
del elevado, mitad fuera, se pudrió despacio
durante meses. Solía vigilarlo todos los días,
mirando hasta que los huesos blancos de su mano
estaban desprovistos de piel y parecían extenderse
hacia el sol cuando chocaba contra el agua,
mostrando sus cinco adorables dedos elásticos
aferrándose todavía. No creo que lo venerase,
su falta de vida, pero me gustaba la evidencia
de él, la forma en que se sentía como un trabajo diario
tomar notas de su transformación en arena.
La mujer maravilla
De pie en la crecida del enlodado Mississippi,
después que el doctor de Urgencias apenas dijese, Bueno,
son cosas que pasan, volví a dejarme engañar
por New Orleans otra vez más. Pastillas para el dolor giraron
como remolino en mi cartera junto a un hechizo para más tarde.
Me ha tomado tiempo admitirlo, estoy en una intensa batalla contra
mi cuerpo, la columna vertebral inclinada treinta y cinco grados,
vértigo que va y viene como un villano de DC Comics
al que nadie puede matar. El dolor invisible es los dos
una suerte y una desgracia. Siempre te ves tan feliz,
me dijo un extraño una vez que me convertía a mi lado bueno
sonriendo. Pero ese día, sola a la orilla del río,
oía la charanga resonando desde el Steamboat Natchez,
y por el rabillo de mi ojo, vi a una muchacha, de la mitad de mi edad,
vestida, sin una razón clara, de la Mujer Maravilla.
Se pavoneaba en toda su gloria y fortaleza, invencible,
eterna, y cuando me puse de pie para aplaudir (porque cómo no hacerlo),
hizo una reverencia y posó como si supiese que yo necesitaba un mito—
una mujer, en un río, indestructible.
Overpass
The road wasn’t as hazardous then,
when I’d walk to the steel guardrail,
lean my bendy girl body over, and stare
at the cold creek water. In a wet spring,
the water’d run clear and high, minnows
mouthing the sand and silt, a crawdad
shadowed by the shore’s long reeds.
I could stare for hours, something
always new in each watery wedge—
a bottle top, a man’s black boot, a toad.
Once, a raccoon’s carcass half under
the overpass, half out, slowly decayed
over months. I’d check on him each day,
watching until the white bones of his hand
were totally skinless and seemed to reach
out toward the sun as it hit the water,
showing all five of his sweet tensile fingers
still clinging. I don’t think I worshipped
him, his deadness, but I liked the evidence
of him, how it felt like a job to daily
take note of his shifting into the sand
Wonder woman
Standing at the swell of the muddy Mississippi
after the Urgent Care doctor had just said, Well,
sometimes shit happens, I fell fast and hard
for New Orleans all over again. Pain pills swirled
in the purse along with a spell for later. It’s taken
a while for me to admit, I am in a raging battle
with my body, a spinal column thirty-five degrees
bent, vertigo that comes and goes like a DC Comics
villain nobody can kill. Invisible pain is both
a blessing and a curse. You always look so happy,
said a stranger once as I shifted to my good side
grinning. But that day, alone on the riverbank,
brass blaring from the Steamboat Natchez,
out of the corner of my eye, I saw a girl, maybe half my age,
dressed, for no apparent reason, as Wonder Woman.
She strutted by in all her strength and glory, invincible,
eternal, and when I stood to clap (because who wouldn’t have),
she bowed and posed like she knew I needed a myth—
a woman, by a river, indestructible.
Imagen: The Art Divas