Robin Myers: Así son las palabras: aproximaciones. | El poeta ocasional

Robin Myers: Así son las palabras: aproximaciones.




Para la poeta y traductora Robin Myers la contemplación representa una oportunidad de hacer contacto, “la traducción es sobre todo una lectura intimísima —una manera de habitar un texto y desde dentro estudiar cómo está hecho— y la escritura en todo momento se va alimentando de las lecturas”. De esas premisas parte el libro de poemas Amalgama / Conflations (Ediciones Antílope), en el que Myers revela “la maravilla de recordar la vertiginosa simultaneidad de nuestras vidas” y permite “atisbar toda la vulnerabilidad que ahí está”. Resulta una suma de experiencias vitales. El segundo volumen de la colección de poesía “Alberca vacía” es también el primer libro bilingüe de la casa editorial.1 En esta conversación, la autora ahonda en su proceso creativo.



Alejandro García Abreu: “Una vez, escuché caer un vaso, que se quebró / mientras el saxofonista sostenía una nota grave y dulce por tanto tiempo / que me quedé esperando que volviera a respirar / o que se le parara el corazón,” escribiste en “Las carreras”. ¿Cómo contrastas la imagen del músico que persevera con el brío que implica la literatura?



Robin Myers: Para mí, todo arte tiene que ver con estirar, alargar, descelerar, detenerse. Vivimos el brío cuando podemos quedarnos quietos, aunque sea por un instante, adentro de él. Tanto la música como la literatura son capaces de exponer y celebrar esa tensión: la música, posibilitada y limitada por el hecho de intentarlo sin palabras; la literatura, posibilitada y limitada por el hecho de intentarlo con ellas. A mí me parece que las experiencias de escribir y de leer tienen todo que ver con la repetición: con la oportunidad de corregir y cambiar mientras escribes, o la oportunidad de volver a leer algo que lees. Por otra parte, la música es todavía más fugaz por ser algo más corpóreo. El músico no sólo persevera, sino que su cuerpo genera algo ante lo cual él mismo, y en ese mismo momento, responde. Escuchar al saxofonista del poema mientras sostiene una sola nota más allá de lo que parece posible es gozar de esa suspensión, habitarla un rato; es sentir algo estirarse en el pecho propio; es compartir el alargamiento de un instante que, tarde o temprano, se tendrá que terminar.



AGA: La mirada atenta es una de las características de Amalgama. ¿De qué manera concibes el arte de la contemplación?



RM: Contemplar algo es una manera de involucrarse en él. Una manera pasiva, muchos dirán. Tal vez sí. Pero yo creo que la cuidadosa observación de lo que nos rodea, incluso lo que está más feo o doloroso o cruel o sinsentido de lo que nos rodea, representa siempre una oportunidad de hacer contacto. (Hacer contacto es lo único que quiero, en el fondo, al escribir.) También nos da la oportunidad de reconocer todas las realidades simultáneas que son verdaderas al mismo tiempo, aunque aparenten oponerse.



AGA: Un elemento constante es el agua.



RM: Es curioso: toda la vida he tenido relativamente poco contacto con el agua, me empiezo a fastidiar después de un par de días en la playa, soy vergonzosamente miedosa como nadadora, etcétera. Pero a pesar de eso, o a lo mejor en parte por ello, me parece fascinante el agua, la relación entre los humanos y el agua. ¿Cómo es que la vista del mar a veces nos puede hacer sentir la tranquilidad más honda y a veces un absoluto terror existencial? El océano, o incluso un río o un lago, parece ser hecho de una sola cosa, parece ser una sola cosa, pero es un universo, mundos entre mundos; es el espacio. Siempre me llama la atención lo que se siente en la atmósfera de un pueblo o ciudad a la orilla del mar o de algún lago grande —porque se siente algo, ¿no?—. El agua ahí ejerce un magnetismo muy particular. Y la ausencia o la lejanía o la privación del agua, también.



AGA: Cito versos de Amalgama: “Esto es alguien que toca a Brahms bajo las escaleras” y “un chelista solitario / munido de su arco hace que los armónicos / graves retumben por la cueva”. Y previamente mencioné al saxofonista. ¿Cómo relacionas la música con la poesía?



RM: Hay mucho que se puede decir sobre los recursos que comparten, como la dependencia vital del ritmo y de la textura sonora, o sobre el hecho de que la poesía empezó (y en muchos sentidos sigue siendo) una tradición oral. La verdad es que no confió tanto en mi propia capacidad de decir nada ni nuevo ni particularmente interesante al respecto. Siento que están relacionadas como un río y un lago están relacionados, pero no me importa cuál es cuál. Por otra parte, confieso que siento una reverencia hacia la música que casi ninguna otra cosa me provoca. Es raro. En el fondo estoy convencida de que es lo mejor que tenemos como seres humanos, la máxima expresión de lo que ha logrado nuestra absurda especie. El arte más generoso, más abierto hacia todo lo demás.



AGA: “Antelmo a su hija, Norma (1991-2009)” es un poema desolador. ¿Cuál es el vínculo entre pérdida y escritura?



RM: Me daría gusto no creer esto, y tal vez algún día lo logre, pero por lo general me parece más fácil escribir de cosas que ya no están. Si uno pierde algo, lo que va aprendiendo, midiendo, pesando, es la forma que tiene ahora ese algo —no la forma que antes tenía, porque eso inmediatamente se modifica en la memoria—. Hay más claridad en observar el efecto de la pérdida en uno que definir exactamente lo que se perdió, aunque la primera muchas veces esclarece la segunda: nos ayuda a ver otros matices de lo “tenido”, aspectos que, por costumbre o por culpa o por nostalgia preventiva o por cualquier otro motivo, no habíamos podido vislumbrar en el momento. Y es difícil hablarlo de manera que no me suene cliché, pues toda escritura es inevitablemente una suerte de aproximación, una traducción tentativa de lo que aspiras transmitir a lo que terminas diciendo. Así son las palabras: aproximaciones. Ni modo. Se podría decir, entonces, que ahí existe siempre una pérdida, un haber-perdido-algo-antes-de-empezar. Pero me empieza a parecer divertido justamente eso, ¿sabes? Me hace recordar que siempre hay más, y que partimos precisamente de esa tensión entre lo que anhelamos hacer y lo que tememos perder.



AGA: En el poema “Amalgama” hay un cuestionamiento: “Todos dicen que el mundo ya está roto, / pero ¿no está más bien / entero pero siempre al borde de romperse?”. ¿Qué significado le das al concepto de ruptura?



RM: La ruptura, o más bien la amenaza de la ruptura, es el caos incipiente, el sufrimiento latente, la fragilidad incesante que define el mundo en que vivimos y nuestro modo de habitarlo. Es el asombro, entre admiración y horror, ante la multiplicidad inabarcable que nos rodea. El otro día me tocó estar en Metro Tacubaya a hora pico, y mientras todos nos arrastrábamos los pies, un río rebosante de gente avanzando por el pasillo, todos tan apretados que hubiera sido físicamente imposible cambiar de sentido o salir de la fila si a uno le diera infarto —ni hablar de acelerar el paso—, lo empecé a pensar: ¡qué frágil es todo esto!, qué fácil sería que algo terrible pasara en este momento, que alguien se desmayara o que un niño se separara de su mamá o que alguien se asustara y así les asustara a los demás, y ¡pum!, caos; y, por otra parte, más allá de ese tipo de paranoias, qué increíble que en este momento, en esta gran improbabilidad de urbe, seamos no solamente tantas personas sino tantas vidastodas juntas, cada una con sus dichas y sus dolores, sus rencores y sus resignaciones; qué increíble también que al final vivamos dando y recibiendo una confianza tan honda y tan básica que muchas veces ni lo pensamos ni expresamos, un reflejo: el hecho de que, simplemente, estamos caminando todos juntos por un pasillo bajo la tierra, juntos, yendo hacia el mismo lado, rumbo a casa. Ahí está la médula para mí: la maravilla de recordar la vertiginosa simultaneidad de nuestras vidas y atisbar toda la vulnerabilidad que ahí está, todas las cosas que se podrían quebrarse o derramarse en un instante y sin embargo no lo hacen.



AGA: “El retorno” encierra la insinuación de un regreso. ¿Anhelas el retorno de algo o alguien cuando escribes?



RM: Antes, o al menos antes más que ahora, escribía en parte desde un deseo feroz de no olvidar. De sentir que si recordaba algo, iba a poder comprenderlo, y si lo comprendía, pues de algún modo iba a poder “tenerlo”, retenerlo: sería “mío” de verdad. Ya no creo ni que eso es posible ni tan deseable ni tan relevante como antes. Pero sí: más que anhelar el retorno de algo o alguien, anhelaba simplemente poder mantener un contacto consciente, deliberado, con lo que recordaba, aunque no volviera.



AGA: Y en “Elegía” se lee: “Obtenida, entregada, perdida, tú, la vida perdida, / sigues perdida, sigues durmiendo, tibia todavía / contra mis vértebras y me tocas aún / todos las zonas que todavía no alcanzo”.



RM: Hace unos años tuve lo más parecido a una revelación de lo que me ha tocado, por más ridículo que suene llamarle así. (Como muchas pseudo-revelaciones, sucedió en un momento totalmente banal, en una fiesta en la que no quería estar, mientras veía a la gente esperar con forzada paciencia para poner rolas en YouTube.) En fin, empecé a entender que no iba a salir de mis duelos ni “superándolos” ni tratando de dominarlos con la memoria, sino que tenía que permitirme olvidar incluso aquellas cosas que más me importaban. Intuí que, al supuestamente olvidarlas, más bien se iban a ir disolviendo en mí, diluyéndose en la sangre. Y así me a iban a seguir nutriendo, informando. Había algo enormemente liberador en eso. Escribí “Elegía” anticipando un poco esa idea, pero sin sentir confianza todavía en su consuelo.



AGA: En un par de poemas —“Las carreras” y “Puesto de control de Belén”— se atisba la muerte. ¿Cuál es el origen de la aproximación?



RM: Yo todavía no logro abordar el tema de la muerte de manera que no sea atisbarla simplemente. Hace poco me preguntaste por la mirada atenta; aquí diría que respecto a la muerte tengo todavía la mirada distraída, nerviosa. Que se siente su presencia por todos lados, sí: la muerte violenta y no violenta, la muerte abrupta y como la simple culminación del paso del tiempo, la enfermedad, el accidente, el suicidio, la guerra. Busco registrar cada vez más su presencia, aunque sea fragmentariamente, y aunque sea con algo de distancia. Sospecho que seguiré con esa distancia hasta que ya no pueda. Lo que sí, pensándolo bien, es que me siento mucho más aterrizada abordando el concepto de la muerte de las cosas: no me refiero a los objetos, sino a otros elementos de la vida, ciertas etapas, ciertas experiencias, ciertas relaciones, ciertas esperanzas o urgencias o convicciones que viven su vida en nosotros y luego se mueren. Las pérdidas, otra vez, que marcan nuestro paso en el mundo y hacen que el mundo nos marque.



AGA: Jerusalén y Belén son dos alusiones en Amalgama. Viviste un tiempo en Palestina. ¿Qué te condujo a referirte a las dos ciudades?



RM: Son los dos lugares donde viví durante el año y cacho que estuve en Palestina, justo después de terminar la carrera universitaria. Ambos me impactaron mucho, cada uno a su manera. Belén tiene la escala de pueblo, pequeño, de ritmo más mesurado; Jerusalén, una ciudad grande, fragmentaria, intensísima, es otra cosa; los dos lugares, con una distancia minimísima entre ellos, están separados ahora por la barrera que construyó Israel, entonces la mayoría de la gente que vive en Belén no puede ir a Jerusalén, y los demás tienen que pasar por un opresivo sistema de permisos, controles militares, interrogaciones, etc. Para mí, mucho del impacto ciertamente tenía que con ver la arrasadora realidad política, omnipresente y espesa en el aire —una realidad que definía la vida cotidiana de mis amigos y vecinos palestinos—. Pero otra parte era simplemente el hecho de ir asimilando todo eso al mismo tiempo que iba practicando las primeras pequeñas intimidades de la vida adulta. Vivir en pareja, comprar jitomates en el mercado, aprender a decir “jitomates” en otro idioma, cosas así. Estaba todo revuelto. Siempre está todo revuelto, pues. Era abrumador, doloroso, exhilarante. Tanto Belén como Jerusalén tienen todo que ver con eso para mí.



AGA: Los poemas fueron escritos en diversas etapas. Amalgama contiene varios de los poemas incluidos en Lo demás —tu primer libro, traducido por Ezequiel Zaidenwerg y publicado en España por Kriller71 y en Argentina por Zindo & Gafuri— y otros que escribiste recientemente. ¿Cómo fue el proceso de selección de los poemas que integran Amalgama y qué determinó la estructura?



RM: Llevo ya varios años trabajando en un manuscrito de poemas en inglés, que sigue inédito en ese idioma, y que está dividido en tres secciones distintas, la segunda de las cuales está construida de los poemas relacionados con Palestina. Dos de los traductores de Amalgama, Ezequiel Zaidenwerg (a partir del 2009) y José Luis Rico (unos años después), me ayudaron de manera indispensable en varios momentos para tallerear los poemas y darle una estructura más sólida al libro entero. En paralelo a esas conversaciones continuas, ambos terminaron traduciendo poemas del libro. Más tarde, otros amigos traductores —Óscar de Pablo, Jesús Carmona-Robles e Isabel Zapata— también tradujeron otros poemas por su cuenta, cosa que sigo sintiendo como un gran regalo. En fin, ya en conversación con Isabel y los demás editores de Antílope, decidimos trabajar con los poemas que ya estaban traducidos: es decir, para que Amalgama contuviera varios de los poemas de mi manuscrito original además de algunos otros, más nuevos, que en ese libro no aparecen. Luego buscamos darle una estructura más aerodinámica, digamos, por la extensión relativamente más corta de Amalgama; de ahí la decisión que los poemas aparecieran de corrido, sin dividirlos en secciones. Nunca se movieron ni el primer poema, “Lo demás”, ni el último, “Luz”. Por lo demás, experimentamos unas veces con el orden para que los poemas largos y más narrativamente pesados estuvieran distribuidos de modo más equilibrado a lo largo del libro. Como bien dices, ya salió en España y en Argentina una versión bilingüe de ese manuscrito original que tengo en inglés. Pero como tanto el libro que llegó a ser Lo demás como Amalgama vienen, de alguna forma u otra, de ese manuscrito, y como los procesos editoriales fueron más o menos simultáneos, la verdad es que veo Amalgama como mi primer libro también.



AGA: Pienso en tu labor como traductora y en tu propia poesía. Recuerdo lo que el historiador rumano Alejandro Cioranescu afirmó sobre la traducción y la escritura: “el traductor debe ser, antes que todo, escritor nato”. Las dos vías confluyen en tu trabajo. ¿De qué manera convergen la escritura y la traducción?



RM: Se nutren entre sí, sin duda. La traducción es sobre todo una lectura intimísima —una manera de habitar un texto y desde dentro estudiar cómo está hecho— y la escritura en todo momento se va alimentando de las lecturas. De los registros, lenguajes, contextos que nos enseñan otras obras escritas en otros lados y en otros tiempos. Yo casi nunca he sentido que empiece a imitar directamente a un escritor que yo esté traduciendo, pero sí sé que al escribir empiezo a hacer uso de ciertos recursos que he ejercido al traducir. Por ejemplo, si estoy traduciendo un poema medido, es decir, con una métrica específica, luego me doy cuenta de que mis propios versos se agarran de ese ritmo y tengo que esforzarme para romper el hábito (“¡No más endecasílabos!”), si es que lo quiero romper. De una manera más amorfa, desde hace poco me empieza a pasar algo muy extraño. Estoy escribiendo una serie de poemas en voz de una especie de personaje, un anciano que nunca se nombra en un lugar que tampoco se nombra, y al escribir en esta “voz” a veces me siento… como si estuviera traduciendo. Como si algo se doblara en medio. No es para hacerle sonar más místico de lo que es. Pero sí me pregunto si me pasaría eso si yo no ejerciera la traducción como oficio: si no me hubiera acostumbrado a la sensación de hablar con una voz que es mía y no es mía al mismo tiempo.



AGA: En el texto “Bailar a lo largo de la línea amarilla” afirmaste que el primer poeta con el que sentiste una conexión al traducirlo fue Federico García Lorca, luego Gonzalo Rojas. Cuando llegaste a Luis Cernuda ya te estabas obsesionando. Y habías empezado a sospechar que respetar algún patrón formal, estructural, te podía resultar liberador en lugar de asfixiante. Concluyes con una pregunta: “(¿Y a poco no toda comunicación escrita —toda comunicación, diría yo— es un baile torpe con otro cuerpo que nunca alcanzaremos a abrazar?)”. ¿Cómo es la ejecución de ese “baile torpe”?



RM: Primero que nada, pues bailo mal; hay que decirlo. Pero cuando sabes que bailas mal y sin embargo intentas hacerlo de vez en cuando, lo que haces para compensar es escuchar la música con mucha atención antes de salir a la pista, es observar los pies y los cuerpos y los gestos de los otros que ya están bailando, es responder lo que te pueda decir el cuerpo de ese otro que te invita a acompañarlo y que te acompaña en el intento. La comunicación es eso para mí. Escuchar, sobre todo. Al otro y a ti mismo. Y luego intentar responder con toda la honestidad que te sea posible. (Y con algo de dignidad, si se puede. Pero también saber reírte si te tropiezas.)



AGA: En la conversación que sostuviste con Tedi López Mills titulada “Movimiento de traslación” afirmaste que querías habitar el inglés y el español. Y querías entender lo que pasaba en la traducción para hacer que se sintiera tan distinto habitar cada uno por separado. Recuerdo que la casa significa el ser interior, según Gaston Bachelard. Bajo esa premisa, ¿cuáles son las diferencias entre las formas de habitar ambos idiomas?



RM: La distinción tiene mucho que ver con una cuestión de densidad y expansión. Por una parte, el español está esparcido de esos verbos maravillosos, compactos, que se despliegan en un instante y expresan cosas que se tomarían una frase entera en inglés: desvelarse, por ejemplo. Encebollar. Pero luego están esas frases verbales que son directas e indirectas al mismo tiempo, con flechitas de intención que se doblan en el aire, mezclando acto con actor con acción: Se me cayó la pluma. ¿Qué onda con eso? El español es literalmente más reflexivo de lo que el inglés es capaz. Al hablarlo, todavía siento que me doy más vueltas, rodeo y rodeo, recurro a más cláusulas, mis chistes tienen menos filo. ¿Será eso por cómo percibo yo la “casa” del español? ¿O será simplemente la manifestación de unas compensaciones tonales, un efecto secundario de vivir en un segundo idioma, uno en el que me siento muy cómoda pero nunca igual? Quién sabe. Ambas cosas, supongo. Siento que el inglés tiene una textura más volátil, más puntiaguda, con una plasticidad que amo cada vez más, aunque no pueda amar mucho de lo que el idioma haya llegado a representar o los intereses que haya ayudado a servir en el mundo. Silt. Plaintive. Needling.En inglés me siento un poco más directa, un poco más sarcástica. (Otra vez: ¿es el idioma que me genera ese efecto? ¿O es por haberlo hablado primero y siempre?) Lo que sí siento como una gran diferencia al habitarlos es el tema del acento. Mi español, aunque sea todavía y tal vez para siempre con una inflexión gringa, es un español chilango. Pero ya no sé si mi inglés remite a alguna zona en particular. En el gabacho me han preguntado de dónde soy.



AGA: ¿Colaboraste directamente con los cinco traductores al español de los poemas incluidos en Amalgama?



RM: Estuve en contacto directo con todos, con algunos durante un tiempo largo de colaboración y comunicación y con otros de manera más puntual. Digo “colaborar” simplemente en el sentido de que había una conversación, porque cada traductor hizo por su parte lo que implica toda la labor de la traducción en sí, y yo llegué hasta final como una lectora que comenta unas cosas y ya. En todos los casos, los traductores trabajaban en una primera versión, me la enseñaron, la platicamos, y ellos luego le hicieron ajustes para armar una versión final. Me siento inmensamente agradecida con cada uno de los cinco, todos escritores que admiro y traductores de lujo y también personas que quiero mucho como personas.



AGA: Tú también has traducido a tus traductores. Se han adentrado mutuamente en sus textos. ¿Cómo puntualizas esa reciprocidad?



RM: De hecho, he traducido a sólo dos de los cinco traductores representados en Amalgama (a Ezequiel y a José Luis). Admiro mucho a los otros tres y me encantaría traducirlos a ellos también. En el caso de Ezequiel y de José Luis, yo he vivido esa reciprocidad como una gran conversación, como una manifestación tangible y continuo de respeto y de curiosidad.



AGA: ¿Quiénes son tus autores predilectos?



RM: En inglés, para hablar nada más de poetas, vuelvo una y otra vez a Emily Dickinson, Wallace Stevens, Derek Walcott, Robert Creeley, George Oppen, Louise Glück, Galway Kinnell, Robert Hass. Estoy últimamente muy clavada con Jericho Brown, un poeta muy joven, y con Stephen Dunn, no tan joven pero de descubrimiento reciente para mí. En español, dos que me vuelan la cabeza desde que los empecé a leer son Vallejo y Viel Temperley. Más recientemente he estado fascinada también con el trabajo del poeta peruano Rafael Espinosa.



AGA: ¿Cómo es tu proceso creativo?



RM: Lento. Lo que muchas veces ha sido un fuente de inseguridad para mí —el hecho de escribir lento y poco y de haber publicado realmente muy poco— es algo que cada vez más siento la necesidad de afirmar. No porque sea la manera adecuada de hacer las cosas, sino porque tal vez sea mi manera de hacerlas, al menos por ahora. Por lo general, empiezo fijándome en una frase o una imagen, algo que se me queda en la cabeza como un cacho de canción, y ando por la vida pensándola, volteándola, dejándola ser y cambiar, durante días, semanas, hasta más. Para el momento en que me sienta lista para sentarme a escribir algo, típicamente me sale el borrador de un tirón. Escribo esa primera versión a mano y luego la transcribo en la computadora. De ahí le voy modificando, agregando cosas y quitando otras, y todo eso también prefiero hacer a mano, al menos al principio, copiando el poema una vez tras otra. Me gusta sentir esa lentitud; me gusta tener que irme yo más lento para ir sintiendo cómo el poema mismo vaya cambiando. Últimamente me gusta pegarlos en la pared para ver cómo se interactúen entre sí y con el espacio, para poder leerlos y cambiarles cosas con toda espontaneidad, y para convivir con ellos. Verlos todos los días, como cualquier otra cosa.


Entrevista de Alejandro García Abreu, ensayista y editor.
Fuente: https://cultura.nexos.com.mx/?p=11866

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