Efraín Bartolomé



Hacia las montañas blancas   






Música griega en el camino a Omalos.

Vibran las cuer­das limpias del bouzuki en la negra mañana y, aunque ya son las seis, no hay asomo de sol.

A difer­en­cia de nosotros que ya esperábamos, boleto en mano, desde veinte min­u­tos antes de la hora, el sol haraganea.

El clima, sin embargo, es deli­cioso en este amanecer del 15 de sep­tiem­bre de 2008.

Es negra la mañana, y mi mujer y yo —abdomen tenso, ojos de asom­bro, vaga ansiedad— vamos a las Mon­tañas Blancas.

A las Mon­tañas Blan­cas en la mañana negra.

Con­tra lo que pen­sábamos, el camión viene lleno.

No obstante, ten­emos los asien­tos panorámi­cos a un lado del chofer.

Sal­imos de la apre­tada ter­mi­nal a las estre­chas calles de Xaniá y en la primera cuadra nos asalta, de frente, la más per­fecta Luna sobre los edificios.

Ya va cayendo, glo­riosa, hacia el poniente, pero aún se mantiene arriba de los ojos: la oscuri­dad acen­túa su belleza a medida que dejamos atrás las luces de la zona urbana.

La Luna en el corazón: hacia ella avan­zamos, dóciles y mar­avil­la­dos, acatando el mandato.

No puede haber mejor augu­rio ni ben­di­ción mayor para ini­ciar el viaje.

Ahí está su impo­nente redondez al alcance de todas las pupi­las pero la gente sigue hablando del mundo cotid­i­ano, como ajena al milagro.

Pareciera que sólo mi amada y yo vemos el amar­illo tierno del disco sobrecoge­dor, sus del­i­ca­dos rayos…

Oh Luna de Apuleyo…

Está tan extremada­mente bella que siento que no la merezco.

Voy hacia mi niñez o el niño aquel que fui viene y se mues­tra en la pan­talla interna, a caballo, hundién­dose en la noche o en la madru­gada, por caminos bor­dea­dos de fol­la­jes boscosos y Luna en esplendor.

Ahí voy: aquí vengo.

Poco importa, viendo el prodi­gio sideral, que la hora oscura nos imp­ida ver una de las car­reteras más espec­tac­u­lares de toda Creta: es la zona de oli­vares y naran­jales que ahora duer­men en la oscuridad.

La Diosa reina en el horizonte.

Un giro en la car­retera hace que se nos pierda pero aparece pronto: casi a punto de hundirse.

Una vez más se oculta y se mues­tra de nuevo: más bella mien­tras más baja está, mien­tras más al alcance de la mano parece.

Está a punto de tocar la línea del hor­i­zonte y un nuevo monte súbito difi­culta su visión.

Sigue un macizo mon­tañoso y no la vemos más.

Allá vamos: a las Mon­tañas Blan­cas en la mañana negra…






Ascendiendo al abismo 







Ya sin Luna nos per­cata­mos de que hemos entrado a una car­reterita de cur­vas pro­nun­ci­adas y continuas.

El auto­bús parece gigan­tesco en esta estrecha franja: sus hábiles movimien­tos remueven la adren­a­lina y acel­eran el corazón.

Cur­vas y cur­vas y cur­vas en ascenso.

La Luna debe estarse hun­di­endo ahora y sólo vemos cordillera y acantilados.

La luz del sol va mostrando, poco a poco, el árido paisaje soberbio.



Lleg­amos a Lakki: un pueblo de casas blan­cas que se deslizan en un acan­ti­lado casi vertical.

El camión se detiene en lo alto, en una pequeña plaza rodeada de cafés y restau­rantes, cer­ra­dos a esta hora.

Suben dos seten­tonas seño­ras grie­gas vesti­das de negro.

¿Cómo se baja a aque­l­las casas her­mosas que cuel­gan en la ladera?

El viaje con­tinúa: arriba nos espera la rocosa cordillera sin árboles ampara­ndo las hon­das oquedades.



Seguimos ascen­di­endo.

Apare­cen sól­i­das casas ais­ladas en oteros, una por acá, otra por allá, entre cer­ros y esca­sos olivares.

El paisaje y el espíritu cretense: a un tiempo roca  y olivo.

La cordillera se va mostrando cada vez más alta y mues­tra nuevos per­files a medida que ascendemos.

Allá la nueva cresta rocosa y su nueva silueta caprichuda: allá, siem­pre más allá…

El tiempo se alarga entre cur­vas y cur­vas en ascenso.

Si la pen­di­ente sigue así, esta car­reterita tal­lada en roca viva nos va a lle­var direc­ta­mente hasta el Olimpo.

“¡Qué miedo…!”, dice mi amada de pronto, en voz bajita, apre­tando mi brazo mien­tras pasamos por una estrecha curva.

Pero seguimos subi­endo en el inmenso auto­bús: enorme en relación a la car­reterita, pero insignif­i­cante ante los volúmenes de la cordillera.

Aparece de pronto un col­me­nar pequeño entre las grandes rocas: una gota de miel en medio del desierto.

Esta­mos avan­zando hacia la parte media de la ele­vada cadena de mon­tañas que atraviesa Creta de Este a Oeste: las Mon­tañas Blan­cas: Lefka Orh o Levka Ori.

La más alta de las cum­bres de esta cadena es el Monte Ida (2456 met­ros sobre el nivel del mar) en una de cuyas gru­tas nació nada menos que Zeus.

En una de esas cuevas nació y en otra de ellas lo dejó su madre Rea al cuidado de la ninfa Amal­tea y de los Curetes o Dác­ti­los del Ida que, como lo indica su nom­bre, eran diez, justo como los dedos de las manos.

Estos Curetes entre­choca­ban sus escu­dos y pro­ducían un ruido ensor­de­ce­dor para impedir que el llanto del dios niño alcan­zara los oídos de Cronos y des­per­tara su furia devo­radora de su propia estirpe y temerosa de la castración.

Una cabra que los mitó­grafos lla­man tam­bién Amal­tea, igual que la ninfa, ali­mentaba a Zeus.

Cuando Amal­tea murió, Zeus la puso en el fir­ma­mento como la con­stelación de Capri­cornio y usó su piel para for­mar su égida, su escudo protector.

Uno de los cuer­nos de la cabra nodriza es el Cuerno de la Abundancia.

El Monte Ida tiene tres met­ros más que el Pico Pachnes, que alcanza sólo 2453 met­ros y a cuyo pie pasare­mos en el trayecto de hoy.

Dice un rumor, y no hay que dudarlo mucho en esta tierra de titanes, que los mon­tañe­ses del Pachnes están acu­mu­lando rocas en su cum­bre para que sea más alto que el Psilori­tis, actual nom­bre del Ida.

Y muy cerca de estos ter­ri­to­rios nue­stro auto­bús avanza.

Y la cum­bre allá arriba, y otra, y otra más, y la res­piración que se detiene y la con­trac­ción abdom­i­nal y el vér­tigo y el escalofrío y el sudor en las manos…

El camión baja noto­ri­a­mente la veloci­dad, casi se detiene, avanza muy despa­cio: pasa lenta y cuida­dosa­mente junto (o sobre) una frac­tura de la carretera.

¡Uff…!

Ya pasamos: la res­piración se nor­mal­iza poco a poco.

Y abajo el acan­ti­lado y arriba las cum­bres que no cesan y siguen cre­ciendo y los pinares que han salido de no sé dónde y hacen un poco más amable la visión de los escarpes violentos.

Allá abajo se abre un ancho hor­i­zonte y una densa neblina.

Y de pronto, como una apari­ción: cabra negra en roca blanca.

Y otra cabra blan­quísima de barba noble y pelo largo y lacio.

Pinos enanos en la roca viva.

“¡Mira esa curva allá abajo: una omega per­fecta!” dice mi culta esposa que ríe cuando le leo estas últi­mas líneas.

“Mal­vado…”, agrega, mien­tras yo veo la omega, cier­ta­mente perfecta.

La cordillera sigue y sube pero nosotros empezamos a bajar lig­era­mente hacia un val­lecito rodeado de mon­taña al que hemos acce­dido después de una curva que nos quitó la res­piración por lar­gos segundos.

Bor­re­gos blan­cos triscan entre las piedras blancas.

Un poco más ade­lante nos detiene un rebaño nutrido: el camión avanza lenta­mente y las edu­cadas cabras se hacen a un lado arracimán­dose en una masa com­pacta y melenuda.

Bajan aquí las grie­gas enlutadas.

Los loquitos seguimos.

Por un ratito avan­zamos sobre ter­reno sin acantilados.

Ah, qué descanso…

El camión se detiene: hemos lle­gado a Omalos.








Camino a OmalosEFRAÍN BARTOLOMÉ (1950, Ocosingo, Chiapas, México)

Fuente: http://revistacritica.com/

Enlaces: http://www.elem.mx/autor/datos/1862

http://www.laestafetadelviento.es/poesia-viva/maestros-jovenes/efrain-bartolome

Imagen: Facebook/EB




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