(Un cuadro de San Martín rondaba tu fecha de nacimiento)
Eras el único pasajero de mi Simbad de plata.
Siempre supe que estabas del lado herido de mi coraza tornasol.
Tus pasos eran clandestinas digitales que ponían luz en las escaleras
e iluminaban la tierra en la que los vientos de febrero
rompían sus soles luminosos, con sus cometas de la nada...
Y mi espejo Ferdidurke, llevaba la cuenta de tus desvelos,
en el que un tío comprensivo te encomendaba sacar a pie
una valija enorme,
desde una bodega de hechizados seres del mar y de piratas,
con remos guarnecidos en islas verdes,
en faroles que encendían tu cráneo Tannhaüser,
para que fueran después las mañanas de Praga,
las torres de Moscú o de La Habana,
las caminatas de Florencia, las discusiones de París...
Pero enardecido siempre en el bronce trágico de su clave de fa
(No penetres jamás la laguna dorada)
Ni pienses en las salamandras de índigos extraños,
que brillan como diamantes en la ensoñación.
Sus mágicos colores, no figuran en el mapa,
ni en las galerías de arte,
ni en los ojitos de una muñeca
pueden ser recompensados jamás en una subasta escolar,
de buhonero o gitano o tahúr,
para terminar la función en una tarde de cine.
Se compran las historietas como una barajita infantil
que iluminan la memoria como gemas falsas,
de pájaros parlantes de lo que no son,
desplumaderos inservibles del canto de anteayer.
No. No penetres jamás la laguna dorada.
Manuel Ruano (Buenos Aires, Argentina, 1943)
Imagen: eolurbana.com