por Pablo Anadón
Tantas veces que lo he hecho a lo largo de los años, y nunca me canso ni me aburriré de hacer el cruce de las Sierras Grandes. Amo ese paisaje austero, de rocas pardas y pastizales ocres en invierno, con vertientes que bajan por las laderas después de las lluvias, águilas que vuelan en círculos sobre los precipicios al costado de la ruta, y al fondo, al descender, el Valle de Traslasierra, verde y azul, nítido o neblinoso según los días, con el espejo sinuoso del Dique de la Viña. Hoy fue un día soleado, despejado, sin una nube, y el paisaje era aún más hermoso que de costumbre. Ir escuchando música y fumando es casi la felicidad, como hoy, y si hay una hermosa mujer con quien ir conversando y compartiendo mates, es la felicidad sin más, como hace unos días. Esta siesta, como siempre, hice un alto en Lo De Ramallo, un lugar que ya me es entrañable, lo mismo que su gente. El dueño, Ramallo, le pidió a una de las buenas mozas, Laura, que me mostrara una escultura que en unas horas iban a instalar en el salón: era el águila que baja todos los días a buscar su trozo de carne, y que ahora me enteré que tiene nombre: Rita. La escultora resultó ser rusa, y ya me dieron su teléfono, porque además de esculpir, da clases particulares de idioma. A ella le encargarán también grupos escultóricos con otros animales de la zona, para un museo temático que crearán en el Parador. Pedí mi habitual café con un sándwich de pan casero, la hija del dueño me convidó una empanada frita, y me instalé en la terraza. Estaba terminando mi café, ya frío, fumando y leyendo una espléndida página de Brodsky sobre un poema de Thomas Hardy, que ya querría traducir, cuando escuché una música dulce y asordinada: era un muchacho que tocaba un “hand drum” (aquí se lo conoce como “sattva”, me explicó el ejecutante), un instrumento de sonido casi mágico, órfico, que usa la escala pentatónica, capaz de serenar, como la canción que oyó el Conde Arnaldos, a la naturaleza. Me quedé escuchándolo y mirando la tarde un rato y continué viaje. En el camino comprendí algo que no es ninguna revelación, pero que yo sentí como tal: no importa la hora de llegar, no importa llegar, aunque lo que nos espere pueda ser dichoso, estar en viaje ya vale la pena. Ahora me doy cuenta de que a esa revelación la he leído antes: está en el poema “Ítaca” de Kavafis. Igual, no es lo mismo leer que hacer la experiencia de una epifanía así, y yo la tuve hoy, en mi querido camino de las Altas Cumbres.
Itaca
Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.
Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.
Ten siempre a Itaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Itaca te enriquezca.
Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Itacas.
Constantino Cavafis
Traducción, Pedro Bádenas de la Peña
Otros poemas de Cavafis, aquí.
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