Vísperas
En tu prolongada ausencia, me permites
el uso de la tierra, anticipando
cierta ganancia por la inversión. Yo debo declarar
que fracasé en mi tarea, principalmente
respecto de las plantas de tomate.
Pienso que no debería ser alentada a su cultivo
Pero si es así, deberías detener
las grandes lluvias, las noches frías
tan seguidas aquí, mientras que otras regiones reciben
doce semanas de verano. Todo esto
te pertenece a ti: por otra parte,
yo he plantado las semillas, observado los primeros brotes
como alas rasgando el suelo y fue mi corazón
roto por el pulgón, la mancha negra multiplicándose
veloz en las hileras. Dudo
que tú tengas corazón, así como entendemos
este término. Tú que no discriminas
entre muertos y vivos, tú que en consecuencia eres
inmune a los presagios, pareces no saber
el pánico que sufrimos, la hoja manchada,
las rojas hojas del arce cayendo
incluso en agosto, con temprana oscuridad. Yo soy la responsable
de estas viñas.
Caballo
¿Qué te da el caballo
que no puedo darte yo?
Te observo cuando crees estar solo,
y cabalgas en el campo, detrás de la cuadra
con tus manos hundidas
en las oscuras crines de la yegua.
Conozco entonces lo que yace detrás de tu silencio:
tu desprecio, tu odio por mí, por nuestro matrimonio.
Y aún así pides mis caricias. Lloras
como lloran las novias, pero te observo
y noto que no hay pajecitos a tu alrededor.
Entonces ¿qué hay en ti?
Nada, pienso. Sólo la prisa
por morir antes que yo.
En un sueño te he visto cabalgar
sobre los campos arrasados. Luego
desmontas; caballo y tú caminan juntos
en la oscuridad, sin sombras.
Y yo sentía las sombras venir hacia mí
—ellas, dueñas de su albedrío por la noche,
pueden ir a cualquier parte.
Mírame. ¿Crees que no lo entiendo?
¿Qué cosa es el caballo
sino un pasaje fuera de esta vida?
El fuego
Si hubieras muerto cuando estábamos juntos
no hubiera querido nada de ti.
Ahora te pienso como si hubieras muerto, es mejor.
A menudo, en las frescas tardes de primavera
cuando, con los primeros brotes,
entra al mundo todo lo que es mortal,
encendía una fogata para los dos,
con ramas de pino y manzano. Una y otra vez
las llamas disminuyen, relumbran
mientras cae la noche y podemos
vernos uno al otro con claridad.
Durante el día nos contentamos,
como antes,
con la hierba alta,
con las verdes puertas de madera y las sombras.
Y tú nunca dices
“déjame”
—a los muertos no les gusta estar solos.
Semejanza final
La última vez que vi a mi padre ambos hicimos lo mismo.
El estaba parado en la puerta de su habitación,
esperando que yo acabase de hablar por teléfono.
Que él no estuviera pendiente a su reloj
era una señal de que quería conversar.
Conversar para nosotros siempre significó lo mismo.
El decía algunas palabras, yo decía unas de vuelta.
Y en eso consistía.
Casi terminaba agosto, hacía mucho calor, mucha humedad.
Al lado los trabajadores arrojaban gravilla fresca en la marquesina.
Mi padre y yo evitábamos estar solos;
No lográbamos conectarnos, hablar por hablar.
Era como si no existieran
otras posibilidades.
Así que esta era especial: cuando un hombre se esta muriendo,
hay de que hablar.
Debe haber sido temprano en la mañana. De un lado a otro de la calle
los aspersores empezaron a funcionar. El camión del jardinero
apareció al final de la cuadra
hasta que se detuvo para estacionarse.
Mi padre quería contarme cómo era eso de morirse.
Dijo que no estaba sufriendo.
Dijo que se había quedado esperando el dolor, aguardando, pero nunca vino.
lo único que sentía era una especie de debilidad.
Le dije lo mucho que me alegraba, que me parecía que tenía suerte.
Algunos de los maridos se subían a sus carros para ir al trabajo.
No gente que conociéramos. Nuevas familias,
familias con niños pequeños.
Las amas de casa se paraban en la marquesina, gritando o haciendo ademanes.
Nos dijimos adiós como acostumbrábamos,
Sin abrazarnos, nada dramático.
Cuando el taxi vino, mis padres lo observaron desde la entrada,
Agarrados de las manos, mi mamá tirando besos como suele hacer,
ya que le molesta cuando una mano no se está usando.
Pero por primera vez, mi padre no sólo se quedó parado ahí.
Esta vez saludó.
Eso mismo hice yo en la puerta del taxi.
Como él, saludé para esconder el temblor de mi mano.
Madre e Hijo
Somos todos soñadores; no sabemos quiénes somos.
Alguna máquina nos hizo, máquina del mundo, la familia constrictora.
Luego de nuevo al mundo, lustrados
por suaves látigos.
Soñamos; no recordamos.
Máquina de la familia: pelaje oscuro, bosques del cuerpo de la madre.
Máquina de la madre: ciudad blanca
dentro de ella.
Y antes de eso: tierra y agua.
Musgo entre las rocas, trozos de hojas y pasto.
Y antes, células en una gran oscuridad.
Y antes de eso, el mundo velado.
Es por eso que naciste: para silenciarme.
Células de mi madre y padre, es vuestro turno
de ser fundamental, ser la obra maestra.
Improvisé, nunca recordé.
Ahora es tu turno de ser conducida,
sos la que demanda saber:
¿Por qué sufro? ¿Por qué soy ignorante?
Células en una gran oscuridad. Alguna máquina nos hizo
Es su turno de abordarlo, volver a preguntar
¿para qué soy? ¿para qué soy?
Un jardín de verano
1Varias semanas atrás descubrí una foto de mi madre
sentada al sol, su rostro sonrojado como por el logro o el triunfo.
El sol brillaba. Los perros
estaban durmiendo a sus pies donde el tiempo dormía también,
calmo y estático como en todas las fotografías.
Saqué el polvillo del rostro de mi madre.
Ciertamente el polvillo cubría todo; me parecía la persistente
confusión de la nostalgia que protege todas las reliquias de la infancia.
En el fondo, una variedad de muebles de jardín, árboles y arbustos.
El sol bajó en el cielo, las sombras se agrandaron y oscurecieron.
Cuanto más polvillo sacaba, más crecían esas sombras.
El verano llegó. Los niños
se inclinaban sobre el cerco de las rosas, sus sombras
se fundían con los sombras de las rosas.
Una palabra vino a mi cabeza, nombrando
este movimiento y cambio, estos borrones
que ahora eran obvios-
Aparecía y rápidamente desaparecía.
¿Era ceguera u oscuridad, peligro, confusión?
El verano llegó, luego el otoño. Las hojas cambiando,
los niños, puntos brillantes en una mezcla de bronce y siena.
2Cuando me recuperé un poco de esos acontecimientos,
coloqué la foto como la había encontrado
entre las páginas de un antiguo libro,
muchas de sus partes habían sido escritas
en los márgenes, algunas veces en palabras, pero más a menudo
en vivaces preguntas y exclamaciones
que significaban “estoy de acuerdo” o “me siento inseguro, confundido-”,
La tinta se desvanecía. Aquí y allá no podía decir
qué pensamientos le venían al lector
pero a través de las manchas como moretones podía sentir
la urgencia, como si hubieran caído lágrimas.
Tomé el libro por un tiempo
era Muerte en Venecia (traducido)
Había anotado la página en caso de que, como creía Freud,
nada fuera un accidente.
Así la pequeña fotografía
fue enterrada otra vez, como el pasado es enterrado en el futuro.
En el margen había dos palabras,
unidas por una flecha: “esterilidad” y más abajo “olvido”-
“y a él le pareció que el pálido y adorable
convocante allí afuera, le sonreía y llamaba con un gesto”
3Qué quieto está el jardín.
Ninguna brisa ondula el cerezo silvestre;
el verano ha llegado.
Qué quieto está
ahora que la vida ha triunfado. Las rústicas
columnas de los sicomoros
soportan los inmóviles
estantes de follaje,
el césped debajo
frondoso, iridiscente-
Y en el medio del cielo,
el dios presuntuoso.
Las cosas son, él dice. Son, no cambian;
la respuesta no cambia.
Qué silencioso está, tanto el escenario
como el público, el respirar
parece una intromisión.
Él debe estar muy cerca;
no hay sombras en el pasto.
Qué quieto está, qué silencioso,
como una tarde en Pompei.
4Beatrice llevó a los niños al parque en Cedarhurst.
El sol brillaba. Aviones
pasaban una y otra vez por encima, pacíficos, porque la guerra había terminado.
Era el mundo de su imaginación;
lo verdadero o falso no tenía importancia.
Recién lustrado y brillante-
así era el mundo. El polvillo
no había irrumpido aún sobre la superficie de las cosas.
Los aviones pasaban, una y otra vez, con rumbo
a Roma y a París- no podías llegar allí
a menos que volaras por sobre el parque. Todo
debe atravesarlo, nada puede detenerse-
Los chicos se daban las manos, se inclinaban
para oler las rosas.
Tenían cinco y siete años.
Infinito, infinito-esa
era su percepción del tiempo.
Ella se sentó en un banco, un poco escondida entre los robles.
A lo lejos, el miedo se aproximaba y partía;
de la estación de trenes venía su sonido.
El cielo era rosa y naranja, más viejo porque el día había terminado.
No había viento. El día
proyectaba sombras de roble sobre el pasto verde.
LOUISE GLÜCK, todos los poemas publicados hasta el momento en El poeta ocasional.Las entradas originales con sus versiones en inglés, aquí