Byron tenía un biombo en el que iba pegando con goma arábiga fragmentos de crónicas de la época, siluetas de boxeadores y recortes de bustos y figuras literarias, filosóficas o aristocráticas de entre los siglos XVII y XIX. Luego se tumbaba a descansar junto a él. Desde que descubrí la existencia del biombo de Byron, pensé que ese biombo era una suerte de poética contemporánea, porque la vida de un hombre contemporáneo es una vida hecha a base de fragmentos y el tiempo el diván donde a veces nos tumbamos para contemplarla. Recuerdo una frase que George Steiner le dijo a un periodista: ‘Se me ha reprochado con frecuencia y con vehemencia mi fascinación por el pasado... Calibro en todo su alcance el rigor y la precisión de tal reproche. Desgraciadamente, no me ha sido dado regir el tiempo verbal que rige mi sensibilidad. Una tarea ardua de memoria, de rememoración, de recuerdo, se impone a mí...’
Intento recordar el retrato del artista adolescente, o este verso de Péguy que leí en un ensayo sobre la casa: en los estantes de la memoria y en los secretos de los muebles.
Recuerdo que el primer poeta que tuve entre mis manos fue Rilke. Nunca me cansaré de agradecer ese encuentro. El libro era la Antología poética que publicó Austral en 1968 traducida por Jaime Ferreiro Alemparte, del que nada sabía entonces y nada supe después.
Recuerdo esa antología como un libro misterioso e inacabable, un territorio en el que me reconocí dueño de un secreto que tenía que desentrañar a lo largo de mi vida y supe también que ese era el único territorio del que no quería que me expulsaran jamás. Aquel secreto y se mostraba en todo su esplendor en las Elegías rilkeanas. Y en este verso del poeta: las cosas cercanas no se tomaban el trabajo de hacerse comprensibles para mí. El nombre de las cosas está antes que Rilke. Se contaba en casa que
la primera palabra que celebré fue Sputnik. Pero esto no es un recuerdo. Por lo visto corría por los pasillos recitando un mantra cósmico con entusiasmo. Sputnik, sputnik, sputnik... Mis padres no le
dieron la mayor importancia, algo que les agradezco mucho pues de haberlo hecho al revés, sospecho que toda mi vida hubiera querido ser un poeta vanguardista.
Lo que sí recuerdo es que aprendí en ciertas palabras de los Evangelios –lámparas de aceite, huerto, olivos, agua, vino, enfermedad, consuelo...– el sentido trascendente de la palabra. Y lo aprendí ahí, en
las palabras sencillas y no en la cámara de ecos solemnes que es a menudo el Antiguo Testamento –como lo es también la Historia– cuando dice que en el origen está el verbo. Y recuerdo que asocié esa
trascendencia a la esencialidad. Y que ambas eran el alimento de la poesía. Pero de ese aprendizaje me di cuenta muchos años más tarde.
Recuerdo que el segundo poeta que tuve entre mis manos fue Bécquer. Recuerdo que pensé que era un hombre muy guapo al que las mujeres debieron de amar mucho. Del mismo modo que Rilke era un
hombre feo al que las mujeres sí amaron mucho o eso parecía con aquellas dedicatorias suyas, siempre a damas aristocráticas a ser posible con chateau y un gran jardín a ser posible lleno de rosales.
Recuerdo que cuando leí a Bécquer pensé en los estudios y los nocturnos de Chopin –a quien entonces yo escuchaba tanto como a Bob Dylan o a Leonard Cohen–. Recuerdo que pensé en dos conceptos: luz y claridad.
Recuerdo que la primera vez que leí el poema Luis de Baviera escucha Lohengrin, pensé que Cernuda se había adelantado a la estética novísima de los 70 como poco en quince años, y recuerdo también
que en ese poema hallé una forma de explicar el misterio que se celebra en el acto de creación poética, cosa que hasta entonces –yo debía de tener 16 años– no había leído en parte alguna. Los versos a los que me refiero dicen: Asiste a doble fiesta: una exterior, aquélla de que es testigo; otra interior allá en su mente, donde ambas se funden (como color y forma se funden en un cuerpo), componen una misma delicia. Así, razón y enigma, el poder le permite a solas escuchar las voces a su orden concertadas.
He citado la palabra misterio. Como citaré más adelante la palabra verdad. Porque la poesía es eso: un misterio y también una verdad. Sin misterio ni verdad no hay poesía.
El misterio siempre ha estado emparentado con la mística, como la poesía, y Einstein –que es, sospecho, como citar a Lichtenberg hablando de pararrayos– ya dijo que el misterio es la experiencia
más bella y profunda que pueda sentir el hombre. ...
Continúa en Fundación Juan March
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