Entrevista al poeta y periodista argentino, fallecido en 2004,
publicadaen el número 2 de la edición impresa de La Estafeta del Viento,
otoño-invierno de 2002 por Guillermo Saavedra
Sentado en un sillón del amplio y austero living de su departamentocéntrico,
Joaquín Giannuzzi (Buenos Aires, 1924) se parece a lo que él opina de sí mismo:
un hombre común. Pero esa apariencia, como la de susversos, es engañosa. El
hombre de 78 años sentado en el living de su casa, tiene la misma serena
eficacia de su poesía: ambos carecen de encantos superfluos, no buscan seducir
por el camino de la complacencia fácil ni del alarde de ingenio; ambos miran el
mundo con una mezcla de perplejidad y desencanto pero con la secreta fe de que
algo ocurrirá en él para justificar tanta desdicha. Y, mientras tanto, el
resultado de esa contemplación que es la poesía de Giannuzzi ofrece el tributo
de su belleza, a veces nerviosa como un pájaro encerrado en una habitación,
otras veces plácida, como el aire que rodea a las cosas que hacen la
intermitente armonía del mundo, pero siempre conmovedora como una descarga
eléctrica.
Con menos estridencia que otras voces, la de este hijo de un inmigrante
italiano viene diciendo lo suyo desde hace más de cuarenta años: Nuestros días
mortales (1958), Contemporáneo del mundo (1962), Las condiciones de la época
(1967), Señales de una causa personal (1977), Principios de incertidumbre
(1980), Violín obligado (1984), Cabeza final (1991), textos reunidos en 2002 en
su Obra poética, con el valioso agregado de un nuevo libro hasta entonces
inédito: Apuestas en lo oscuro, que Giannuzzi terminó de escribir dos años
antes.
El conjunto permite apreciar la consistencia y la singularidad de la
obra de uno de los más grandes poetas argentinos, alguien que dice haber
"reemplazado a Dios por Bach en su corazón"; que ama las paradojas no
como un tributo al ingenio sino a la verdad, que suele ser, tantas veces,
contradictoria; y que está abierto, con generosa sensibilidad, a las nuevas
voces que la poesía no deja de producir en una Argentina lastimada por la
crisis pero más viva que nunca.
¿Cómo fueron sus orígenes familiares y cuáles fueron sus primeras
lecturas?
Mi padre era obrero de la construcción, de modo que mi hogar era muy
humilde. Allí no había libros. Ni siquiera papel para escribir o dibujar, que
fue una de mis primeras pasiones. Él fue uno de esos tantos inmigrantes
italianos que quería ver a su hijo progresar en la sociedad, en un país en que
esto era posible. Yo lo complací a medias, porque llegué a iniciar la carrera
de ingeniería pero no la terminé: descubrí muy pronto que no era para mí,
causándole a mi padre una decepción. Lo único que lamento es que él haya muerto
sin ver siquiera mi primer libro publicado. Pero, en fin, la vida tiene esas
cosas, ¿verdad? Lo cierto es que en esa casa no había libros aunque, claro, sí
un gran respeto por la cultura letrada. Creo que la poesía me llegó primero
como una emoción y a través de fragmentos, de astillas, como un par de versos
de La divina comedia que mi abuelo solía repetir como una letanía.
Pero el gusto por la escritura lo descubrí en la escuela: el maestro de
sexto grado nos pidió que escribiéramos un resumen de un capítulo de Facundo de
Sarmiento y para mí fue una revelación. Descubrí que la prosa de Sarmiento
estaba impregnada de materia poética y descubrí también el placer de la
lectura y de la escritura poéticas.
¿Cuáles fueron los poetas argentinos que hoy consideraría cruciales para
su formación como lector y como poeta?
Sin lugar a dudas, José Hernández, Leopoldo Lugones y Alfonsina
Storni.
¿Qué encontró en sus obras de decisivo?
Primero, el espíritu nacional: creo que no hay gran arte sin un espíritu
nacional,
algo que se ve en todas las grandes obras y también en estos escritores.
En la obra de Lugones en particular, el esplendor verbal, casi milagroso. En
Hernández, también el espíritu del hombre de pueblo, su sabiduría y su
modo particular de expresar el drama social de ese pueblo. Y en Alfonsina, la
intensidad. En su obra se ve el drama de la intensidadque parece ser producto
de su visión de la condición de la mujer como aquella que soporta el peso de la
Historia.
Ya eso se ve en Michelet, se ve en Rimbaud. Esa postergación que tan
bien describió Virginia Woolf con su ejemplo de las hermanas imaginarias de
Shakespeare: de haber existido y aún con el mismo talento de Shakespeare,
habrían terminado en un prostíbulo de Londres.
¿Cómo llegó a la publicación de su primer libro, Nuestros días mortales
y por qué esperó a los 34 años para hacerlo?
He sido un poeta muy poco precoz en lo que hace a la publicación. Eso se
debió en parte a las dificultades materiales para hacerlo y, sobre todo, a una
gran exigencia: me pasé mucho tiempo tirando poemas inútiles y corrigiendo
otros, que parecían menos descartables.
Finalmente, llegué a la publicación gracias a la intervención de Héctor
A.
Murena, quien hizo que lo editaran en Sur, nada menos.
Ese primer libro, publicado 17 años después de la aparición de su primer
poema, también en la revista de Sur, es ya un libro maduro.
¿Cómo fue encontrando su propia voz, cómo se fue liberando de la angustia
de las influencias?
Toda literatura siempre es hija de otra literatura, salvo la primera,
que no se sabe quién la hizo. No creo haber perdido la influencia de los
autores que me han marcado. Después, lo que pasó es que mis lecturas aumentaron
tanto que ya se vuelve más difícil encontrar las pistas. Siempre he seguido, me
parece, los faros de la época. En mis primeros años de lector adulto, fueron
Rilke, Molinari,
González Tuñón, Lorca, Neruda, Vallejo; y, más tarde, los grandes poetas
norteamericanos. Creo que he hecho el mismo itinerario de los poetas de mi
generación, aunque, en mi caso, esa ubicación no está muy clara: algunos
me incluyen en la generación del 40; otros, en la del 50... Lo que no creo es
haber encontrado mi "propia voz", no sé si es propia o una mezcla de
las voces de todos los mencionados.
Me parece que sí. Que hay una voz suya propia, que es consecuencia de
una
mirada propia: sus poemas, muchas veces, parecen surgir de la precisa
captación de una escena.
Sí, es posible, aunque eso supone una visión del mundo previa. Y estar
marcado por el drama de mi época. Todos los poetas expresan esa realidad,
aunque no siempre de forma explícita. Creo, eso sí, que ese rasgo que vos
mencionás, la capacidad de apresar una escena, me viene del trabajo durante
años en el periodismo: allí, todo se juega en velocidad, y de lo que se trata
precisamente es de captar de manera directa y lo más objetiva posible, lo
esencial de una situación.
La idea del poeta fatalmente inmerso en su tiempo es otra de sus ideas
recurrentes, incluso desde los títulos de algunos de sus libros:Contemporáneo
del mundo, Las condiciones de la época...
Es que no hay modo de escapar a la realidad. Incluso en La divina
comedia, la época trabaja activamente. La obligación del poeta no es servir a
una causa desde una ideología determinada sino ser consciente de qué sueños y
pesadillas están hablando en él, en nombre de sus contemporáneos. En el caso de
mi
generación, nuestro drama ha sido la pérdida de la utopía. Aunque debo
aclarar que, en mi caso, no la considero perdida sino en suspenso. Esto,
claro, hoy no puedo decirlo desde la esperanza sino desde la desesperación.
¿Cree que la parábola que traza su obra
desde el primer libro al más reciente permite vislumbrar cambios en su
visión del mundo o en su relación con el quehacer poético?
Si veo ahora el conjunto de lo que he escrito, debo admitir que
hay cambios,
una suerte de evolución, aunque no sé si para bien o para mal. Por lo pronto,
la simplificación de las formas, el cuidado creciente de la estructura del
poema, el cuidado escrupuloso –casi como si estuviera cuidando mi alma- en
relación a la adjetivación, y la preocupación de evitar los cabos sueltos, una
búsqueda de coherencia en el poema. Ahora se habla mucho de ruptura, pero esa
actitud ante la escritura no va conmigo.
No la censuro en otros, me parece perfecto que la practiquen, pero no
puedo
hacerla propia. He tenido siempre una mentalidad cartesiana, racional
a ultranza, acentuada quizá por mis estudios científicos de ingeniería,
que no parecen estar presentes en mi obra pero la marcan sutilmente. Por
supuesto, esa actitud suele ser sobrepasada por la predisposición
poética, que incursiona en lo mágico y lo emocional.
He tratado de evitar siempre que el poema sea el desarrollo de una
teoría, por más atractiva o ingeniosa que ésta sea. El poema no debe ser un
teorema, debe estar encarnado en una imagen y evitar el pensamiento demasiado
abstracto.
La huella científica es visible, incluso, en el título de uno de sus
libros: Principios de incertidumbre, una alusión a la célebre postulación de
Heisenberg.
Y también a algunos temas más personales. Pero esos son siempre
postulados de una visión del mundo. He tratado siempre de tender a la
concisión. Aunque el poema sea largo, la tendencia tiene que ser a simplificar.
Hay que matar una palabra por día.
Pero, claro, el talento no tiene recetas.
Y lo que sirve para un poema no nos ayuda en el poema siguiente. El
secreto de la creación es insondable, como suele decirse. Si cada uno encuentra
algo parecido a una "fórmula" para el poema, esa resolución no nace
de la meditación sino de algo que le dicta a uno el poema. Antes yo creía que
el poema debía decir algo, una suerte de mensaje. No sabía muy bien qué
quería significar con eso, pero me parecía que la poesía conceptual era más
valiosa. Sin embargo, terminé por descubrir que esa pretensión no tiene
sentido. La riqueza de los contenidos es algo bastante discutible, al menos en
poesía.
Cuando Marianne Moore, por ejemplo, dice algo tan simple como No swann
so fine para referirse a un inodoro, está creando un momento de belleza poética
más grande que muchas ideas supuestamente grandiosas.
Claro. La belleza la determina la forma.
Incluso en los poemas aparentemente muy especulativos, siempre es la
forma la que decide su suerte como poemas. Tomemos el caso de Francis Ponge y
su
poema "Un vaso de agua", por ejemplo. Esas polémicas, por
suerte, ya han sido superadas, como aquel viejo asunto del arte comprometido.
Hoy sabemos que el único compromiso de un poeta es el que asume con su propia
lengua. La poesía misma es una garantía del lenguaje, lo hace posible. Esas
postulaciones teóricas e ideológicas fueron un error, pero tal vez fueron
necesarias. También se avanza a partir de los errores, ¿verdad? De modo que, a
su manera, fueron un aporte. Ahora, hay tantas definiciones de la poesía como
poetas.
¿Cuál es la suya?
Creo que la poesía es una fiesta del sentido, y también una eterna
juventud.
Debo decir, también, que yo tengo un sentimiento dramático de la poesía.
Y digo dramático en su sentido religioso. Creo que todo arte debe ser encarado,
sentido así. Yo escucho ciertos pasajes de Bach, por ejemplo, que me abren
una puerta a lo desconocido. Ese misterio de la vida, de todo lo que es
y existe es lo que el arte debe cantar, celebrar, decir. Creo que el arte es un
modo de instalar una fe en lo desconocido, la presunción de que tanta belleza
no pudo haber sido creada en vano. En fin, esos son mis planteos estéticos de
hoy, a esta hora de la tarde. Mañana, no sé cuáles serán.
¿Cómo surge el poema? ¿Cómo es el trabajo hasta llegar a la versión
definitiva?
Todo empieza con un cosquilleo, con una mezcla de inquietud y placer, de
zozobra y felicidad. Creo que existe aquello que antes se llamaba inspiración y
hoy parece haber pasado de moda. Uno entra en un estado de gracia, si se me
perdona la petulancia, un sentimiento intenso que sólo puede ser sobrellevado
con la escritura. El poema, en todo caso, no es el resultado de una meditación
sino un impulso que se me presenta de pronto, desesperadamente, supongo que
como fruto de la actividad inconsciente.
Ese estado de ánimo ¿cómo se manifiesta, en su caso? ¿En una idea, en
una imagen, en una emoción?
Puede encarnarse en una imagen, en la visión de un objeto, en una
situación humana, en un accidente, en una palabra... Hace poco, por ejemplo,
quedé fascinado por la aparición de una palabra extraña para mí: hipálage. La
emoción surgió de poder contemplarla sin conocer su significado, guardándola
durante días en mi memoria para saborearla, para tocarla como una joya,
preservándola de la servidumbre del sentido, hasta que finalmente surgió un
poema. Y también están las obsesiones personales. En mi caso, la obsesión por
las maniobras del azar, o por la muerte. Pero, claro, los grandes temas no hay
que abordarlos en forma explícita porque se vuelven intratables.
Para eso, está la filosofía.
Sin embargo, su poesía aborda con particular felicidad y recurrencia el
tema de la caducidad, de la muerte, de la precariedad del mundo y de los seres
que lo habitan.
Sí, en mis poemas aparecen con frecuencia la muerte y la degradación de
las cosas. Creo que en final de las cosas siempre hay una especie de aura
poética, una suerte de fracaso del universo en su conjunto, si pensamos, por
ejemplo, en la entropía, ese gran fracaso cósmico. Y después, claro, el caso
particular de nuestra existencia: la tragedia humana es la conciencia de su
propia degradación. Pero yo soy un pesimista jovial. Y esa aparente paradoja se
justifica porque, al espectáculo nada edificante de la Historia, tiendo a
oponer mi entusiasmo de vivir.
¿Qué otras obsesiones lo llevan a escribir?
El drama de mi tiempo, al que tuve que enfrentarme más de una vez por mi
trabajo en el periodismo, los años terribles que nos han tocado vivir ha sido
otra de mis obsesiones, como también lo ha sido la historia argentina, a través
de algunos personajes como Alberdi, víctima de un destino patético, o
Sarmiento, poseedor de una energía y una imaginación arrolladoras. También me
ha obsesionado la oposición entre la Naturaleza y la condición humana, cierta nostalgia
por lo que llamamos paraíso perdido y cierta asunción, también, de lo humano
como nuestro ámbito irrenunciable. Como dijo Pascal: desde que la
Naturaleza se ha perdido, todo puede ser Naturaleza. Y, ya que hablamos
de obsesiones, Pascal ha sido una de ellas, como también Kafka.
Usted se ha empeñado en rescatar los aspectos poéticos de esos
escritores. Parece haber extraído sus grandes metáforas para alimentar con
ellas su poesía.
Sí, los leo de ese modo. Para mí, Kafka es un poeta y conozco de memoria
argos párrafos de El proceso, de El castillo e incluso de sus Diarios y de su
correspondencia, como si fueran poemas. Hay tal concentración, tal capacidad
metafórica y tal variedad de sentidos posibles en su obra que podemos, por eso,
considerarla esencialmente poética.
Usted cultiva la tradición, hoy en desuso, de recitar de memoria poemas
de todo tiempo y lugar a sus amigos. ¿Qué rescata de esa costumbre?
Ante todo, no entiendo cómo a uno puede gustarle un gran poeta y no
recordar de él ni una sola línea. Es una necesidad personal, el shock emocional
que me ha producido un poema lo que me hace recordarlo. Por otro lado, siento
un gran placer, una gran felicidad en comunicar, en compartir con los amigos,
en una reunión, la evocación de un poema particularmente hermoso. Me parece que
la comunión que se logra de ese modo es incomparable. Desde luego, hay que
tener cierto sentido de la oportunidad y cierta dosis de histrionismo. Supongo
que, en mi caso, ese hábito también suple en parte mi incapacidad para formular
grandes cuestiones teóricas: a veces, me basta con evocar el poema justo
en el momento justo para dar a entender una idea o una emoción que me
aparece en el transcurso de una charla.
¿Cómo sigue, en su caso, el proceso de escritura del poema luego de esa
primera inquietud que logra plasmarse en imagen?
Cuando eso que llamo estado de gracia aparece, trato de conservarlo todo
lo posible. Tomo notas que, en general, son provisorias pero sirven para que no
se escape el impulso inicial. A veces, en medio de una situación baladí, puedo
encontrar un elemento capaz de transformarse en material de un poema, y lo
rescato, lo fijo en el papel. Hay días en que uno se siente rico y otros días
en que uno se siente estéril. Yo no he intentado nunca forzar eso, no he
tratado de ser un empleado de la poesía, con horario fijo de lunes a sábado.
Luego, el poema se escribe imponiendo sus propios medios y sus propios tiempos:
puede surgir de una sentada o demorar años. Cuando veo que la cosa marcha,
insisto; cuando, al tercer o cuarto intento, no funciona, desisto porque sé que
ese poema ha pasado de largo y, si intento escribirlo, será un fracaso.
¿Cuáles son los criterios a partir de los cuales corrige las sucesivas
versiones de un poema?
Me dedico a eliminar, ante todo, lugares comunes, imágenes
convencionales o cristalizadas del lenguaje. Lo que me guía a la hora de
revisar lo que escribo es la idea de que cada palabra debe ser ubicada en el
lugar que la estaba esperando. Tengo la intuición de que hay un lugar del poema
que está esperando una palabra determinada, y entonces la busco. Por otra
parte, intento que el verso, sea corto o largo, nunca pierda fluidez, así es
que estoy atento a todo aquello que pueda entorpecer esa condición. De todos
modos, no querría abundar en esta dirección porque podría dar la sensación de
que estamos hablando de una
gran obra y se trata sólo de mis poemas. En general, soy perfectamente
consciente de mis errores, lo que nunca lograré del todo es saber cómo
evitarlos.
Usted ha manifestado más de una vez su alegría ante la existencia de
muchos y buenos poetas, en la Argentina y en el mundo.
¿Qué cree que le agrega la poesía al mundo?
Más allá de los resultados alcanzados por los poetas, hay una voluntad
de belleza y una espiritualización del mundo en el hecho de escribir poesía. Y
eso, en un momento en que el mundo está cada vez menos en contacto con lo
espiritual, me parece muy rescatable.
¿Escribir es un modo de intentar salvar lo sagrado en un mundo profano?
Sí. Me parece que la fe en el lenguaje implícita en todo poeta -si uno
no toma el lenguaje como un mero juego de artificio y deslumbramiento, ni como
un ejercicio de habilidad intelectual- implica siempre la fe en lo sagrado. Una
fe que no es excusa para un dogma sino una búsqueda incesante, cargada de dudas
y de temores y por eso mismo es más valiosa.