iii
Cuelgo de la parra algo que no alcanzo
lo cuelgo alto para no alcanzar
para sobrevivir
a la extrañeza de colgar al tiempo
de su color de ojos
en el olor de las palabras que ven
el olor del tiempo en los colores
para sobrevivir, al tiempo.
Cuelgo la parra tan alto que se confunda con
el alerce
con el eucaliptus que sombra
y demanda un sol
-nada menos que un sol!!
-de dónde- me pregunto
voy a conseguir un sol
de dónde la sombra de un eucalipto
para poder vestirlo
arroparlo con mis ojos entornados
como no queriendo mirar tanta luz
tanto sol para el alerce
que reclama con sus hojas batiéndole
mandobles al viento
al sendero entre alambrado y acequia
a mis nueve infancias descubriendo la belleza
(creo que ahí descubrí la belleza)
cuando oí al eucalipto
derramarme su torbellino de hojas
y le trajera un sol pariente alerce
solo, no supe entenderlo ni darle otra cosa
que mis nueve sombras…
"Pienso 99 veces y no encuentro nada. Dejo
de pensar, nado en el silencio y la verdad viene a mí".
Albert Einstein
la verdad juega silencios, - tantas veces!!-
se dispone confundirnos el camino que no hay
del tan procaz conocimiento
tardía intuición de su porqué baldío
ausente consciencia sumida en la oscuridad.
Rezo posibilístico de los dados que adversos
colman plano a otra mismidad
desesperadamente humana,
tristemente racional…
Otros poemas de HORACIO PÉREZ DEL CERRO, aquí
ESE hombre era un gigante,
un casco fantasma en uniforme de un barco cocodrilo
el líquido de las armas escamoteado en su mano de arena, y pífanos
en desbande bajo una lluvia de humo y clavos en la almohada.
Una mañana en una plaza
cansado de escuchar el chasquido del dominó sobre la mesa de piedra
levantó vuelo a las torcazas, nidó en ramas de diamante a las monteras
un saco azul de flores mezclado en sus ideas.
Ese hombre de gigante miraba desde abajo,
todas las notas de otro pentagrama…
IDÍLICO el suplicio bate, su cubilete en herradura
cerrando números sus cúbicos poliedros, tonsura que
destraba a Moebius su precaria motivación, a Escher sus
escalones circunvalando, a magos sus colores prestidigitados
como alabardas sinuosas de prender hoguera al estallido
de dos para ser una sola estrella.
COMO esa flecha que rozó el cuello de la maestra,
su honda pena de argumentaciones que pueden ser
jirafas en un sidecar, a la misma velocidad que la flecha
y agujetas de reloj incrustadas en la pupila de otra
maestra herida de otra flecha, disparada como escupitajo
rodando sobre el albornoz de lecturas diagonales de la historia
esa misma herida que la maestra muestra caverna de sangre
en su rodilla, huesito sarmentoso apolillado como la lana
del telar de doña paula, y su odio hilando cada puñalada…
ALLÁ en el cuello de otra cintura, donde la nube no hace del cielo su jamelgo
ni la rompiente sangre quiebra tallos de plantas que no existen, hojas
le crecen a la luz ojos que se desprenden de sus lágrimas, abandonan
toda expresión en la mirada, deseo de sumirse al sueño, o calcular colores
que miden las espuelas de la curiosidad, donde la sorpresa del acontecimiento
se pierde castamente, en el vuelo de una jauría de loros carniceros,
catástrofes producidas por la razón, sus leyes tutelares y el despojo
de quienes ciegos se prosternan
ante el falso amor de un dios corrupto…
HORACIO PÉREZ DEL CERRO (1950, Ciudad de Buenos Aires, Argentina)