Testimonio
I
No sé: yo no podría nombrarlos de otro modo
que enterrando en las venas sedientas de la pólvora
sus simples iniciales de símbolos caídos.
Este que está a mi lado, redimido de luces,
palpando espesos muros de abrumados silencios;
o aquel en cuyos párpados
se demoró el relámpago del plomo,
no fueron al estrago, no acudieron al riesgo
mortal, ni al alto duelo
contra el nivel pesado del agua traicionada;
no se echaron de bruces detrás de la pequeña
frontera de sus huesos
para vestir de mármoles y nubes
la fragorosa arcilla combatiente
de su dulce estatura.
No serviría de nada labrarles una máscara
a quienes desde siempre
nacieron y habitaron entre chispas de piedra.
No. Eran otros los rumbos que imantaban los pasos
de estos inaccesibles guerrilleros del alba.
No fueron al encuentro de una selva de bronce;
no buscaron metales solemnes, no quisieron
anchas investiduras, ni charangas, ni cantos.
Simplemente
bajaron a morir para dejarnos
otro tiempo más limpio y otra tierra más clara;
algún laurel más alto y un aire más sencillo;
otra categoría de nubes y otra forma
de dar un aposento, de nombrar una cosa;
o acaso otra manera de abrir una ventana
para llamar al Día del Hombre Venidero.
¿Cómo escribir siquiera la cifra que llevaron
sin lastimar el polvo de sus nombres?
No puedo hablar de lágrimas
frente a esta primavera de espigas derrumbadas,
porque ellas no besaron las márgenes del llanto
en esos días inmensos en que el rayo buscaba
nada más que la talla del Hombre para herirla.
Si hoy nosotros estamos de pie sobre este cieno,
es porque el firme fuego de todo aquel calvario
trabajó los cimientos de este cieno.
Si mañana tocamos la espada del rocío,
es porque ellos tendieron un puente hasta el acero
y nos dieron su trigo, sus hondos minerales
y el Norte y la medida del camino.
HÉRIB CAMPOS CERVERA (1905, Asunción, Paraguay / 1953, Buenos Aires, Argentina
Fuente: Zenda Libros
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