Escoliosis
En la búsqueda de la forma
se me distrajo el cuerpo. Es eso,
nada más, asimetría.
La errata vertebral,
el calibraje óseo,
la rotación espinada. Es el hueso
mal conjugado.
Es una forma de decir
que a los doce años
ya se ha cansado el cuerpo.
Es la puntería errada de mis huesos,
la desviada flecha.
No es lo que debiera, mi esqueleto
quiso escapar un poco
de sí mismo. Se le dice escoliosis
a esa migración de vértebras,
a estos goznes mal nacidos,
hueso ambiguo.
A esa espina
dorsal
bien enterrada.
A los doce años se me desdijo el cuerpo.
Porque árbol que crece torcido, nunca.
Porque mis huesos desconocen
el alivio
de la línea,
su perfección geométrica.
Me creció adentro una curva,
onda,
giro
de retorcido nombre: escoliosis.
Como si a la mitad del crecimiento
dijera de pronto el cuerpo mejor no,
olvídalo, quiero crecer para abajo,
hacia la tierra. Como si en mi esqueleto
me dudara la vida, asimétrica,
desfasada de anclas o caderas,
mascarón desviado, recalante.
Mi columna esboza una pregunta blanca
que no sé responder. Y en esta parábola de hueso.
De esta pendiente equivocada. De lo que creció
chueco, de lado, para adentro.
Se me desfasan
el alma
y los rincones. Mi cuerpo:
perfectamente alineado desde entonces
con el deseo de morir y de seguir viviendo.
Si las vértebras, si la osamenta quiere, se desvive,
rota por no dejar el suelo. Si se quiere volver
o se retorna, retoño dulce de la tierra rancia,
deseo aberrante de dejar de nacer
pronto, de pronto, con la malnacida duda
esbozada bajo la piel, reptante.
Paralelamente.
No es eso,
no es
eso
no
eso no,
no es ahí, donde ahí acaba,
donde empieza el dolor empieza el cuerpo.
Si se duele, si tiembla, al acostarse
un dolor con sordina, un daltónico dolor vago,
si el agua tibia y la natación, si la faja
como hueso externo, cuerpo volteado,
si los factores de riesgo y el desuso,
si el deslave de huesos. Es minúsculo
el grado de equivocación, cuyo ángulo.
A los doce años se me desdijo el cuerpo,
lo que era tronco quiso ser raíz.
Es eso, el cuarto menguante,
la palabra espina, la otra que se curva
al fondo: escoliosis. Es el cuerpo
que me ha dicho que no.
Esto otro que también me habita (Y no es el alma o no necesariamente)
A partir de un verso de Darío Jaramillo
Animalejos
insidiosos o inocuos,
pero, ante todo, diminutos,
o, por lo menos, discretos. De varias patas
o ninguna, redondos o alargados, con
o sin ojos, con o sin dientes, asexuados
o calientes, procreativos. Sobre todo
invisibles o bien ocultos, invertebrados
(por suerte), inveterados. Desde siempre
nos habitan, huéspedes y nosotros, anfitriones,
no podríamos vivirnos solos, mantenernos.
Somos ellos: son nosotros. No hay dualismo
ni monismo. Todo parasitario,
todos parásitos: hay
tantas células de microbios
como células humanas en el cuerpo.
Bacterias, sobre todo,
rumiantes, pastando
en las estepas del intestino.
Virus, también, perfectos
como semillas de castaños.
Y dónde,
en todos lados.
Y cuándo,
siempre:
la ameba indecorosa,
el demodex alienígena,
anquilosotmas, tricocéfalos,
la triste solitaria.
Todos nauseabundos al microscopio:
aparatosos, necesarios
microorganismos patógenos y comensales,
rumiantes animalillos
simbióticos, simbólicos.
Holgazanes, vividores
de este cuerpo para ellos universo,
con sus nebulosas de células,
infiernos de ácido, para ellos
tierra fértil, paraíso
de sangre en movimiento.
Pero esto que también me habita
algún día se mudará de cuerpo,
me moriré, me comerán de adentro
para afuera, clostridia coliformes
(se muere siempre
de adentro para afuera,
del centro al diámetro,
de la sangre al nombre).
Esto que también me habita
soy yo, parte por parte,
perviviendo
con la irresoluta sentencia
de la vida eterna o al menos
más larga que la mía,
diminuta, rapaz y carroñera,
después de la muerte
Vida media
Redondeo su nombre: tres o cuatro recuerdos.
Un número que tiende a oscurecerse.
Nombre de borde y empeño, nombre de fondo,
canción que de tanto escucharse se desgasta.
Dios ha hecho su mudanza. Aquí no vive.
Cielo, tierra, hemos sido demasiado lentos:
ya se acabó la cuenta regresiva de la infancia
y no me acuerdo del nombre de su perro
ni de qué traía puesto cuando nos empapamos
bajo la lluvia tibia de Querétaro.
Nuestros nombres eran
innumerables abejas, un enjambre o manada,
multitud de sonidos, ni siquiera
el cauce o la desembocadura, ni siquiera el agua.
Recuerdo obstinado, elemento
que al atravesar el tiempo se desgasta.
Ésta es la vida media. Con los siglos
hasta los elementos cambian,
se pierden por partes, se vuelven otros
más comunes, más estables. Casi todos
terminan convertidos en plomo.
Hay que decirle al alquimista: dale tiempo.
Queda la vida a contrapelo y esta calle lejana
en la que vivo, quedan las frutas maduras
que esperan de madrugada en sus cajas
frente al mercado vacío. El presente
es punto ciego, ese momento
de la noche a medias donde no se sabe
si las cosas terminaron o están a punto de empezar
de nuevo, todavía. Queda la palabra de su nombre:
un cuchillo de carnicero tantas veces afilado
que casi ya no existe
Apogeo de sombra
Y el tema del último planeta,
desterrado
al frío de la noche
en algún sitio de octubre.
El hilo del que pendía
cortado sin arrepentimiento.
Se borró de cuadernos y sistemas,
lo desaprendimos con esmero,
como ha de suceder con tantas cosas.
Cuando me lo dijo, estábamos en la oficina.
La lluvia suavizaba su voz
en esta ciudad de estrellas apagadas.
Los planetas, sabía teóricamente, son estables,
sus luces constantes y finísimas.
Me gustaban por eso.
Pero, después, saber con qué facilidad
se puede prescindir. Los objetos, los nombres,
ceden sus amarras fantasmas sin agobio.
Un pájaro se resguardó de la lluvia
en la oficina.
La pequeña bestia cantaba,
revoloteando su voz tan tibia.
Dijimos
que lo liberaríamos,
pero lo olvidamos.
El lunes ahí estaba,
helado,
un puño de alas oscuras.
Después de ese día
no hablamos más.
En algún sitio de mi cuerpo,
se engendró una nueva oscuridad,
un hemisferio de pérdida bajo la piel.
Qué confusión,
permanecer y cesar,
caminar las mismas calles
y volverse invisible.
Miraba, desde el otro lado, la ventana.
Recorría mi trayecto errático de sombra,
los días que compartimos:
aulas iluminadas, distantes
ecos de otra luz.
Encendía sus palabras entre mis labios,
esquirlas abrasadas,
parpadeantes.
La materia es más débil que la mente:
Yo no existía pues se negaba a verme.
Mi cuerpo
levantaba su oscura obsolescencia.
Mi nombre,
un trago de silencio en su garganta.
Y la ridícula tristeza,
como si el planeta hubiera de hecho desaparecido,
erosionado, hundido en su apogeo de sombra,
cerrado sobre sí mismo,
un camino que ya nadie recorre
Otro poema de ELISA DÍAZ CASTELO, aquí