Café
Entre aquellos que se sentaban a la mesa del café,
desde donde en mediodías de invierno
el escarchado
jardín brillaba en las ventanas,
sólo yo he sobrevivido.
Bien podría si quisiera ir hasta allí
y al tamborilear de mis dedos contra el helado vacío
convocar sombras.
con incredulidad yo toco el frío mármol.
Con incredulidad yo toco mi propia mano.
Ella es, y yo soy, en un devenir eternamente nuevo.
Mientras ellos permanecen encerrados para siempre
en su última palabra, en su última mirada,
como el lejano emperador Valentiniano
o los jefes de los masagetas, de quienes nada sé,
aunque escasamente ha transcurrido un año, o dos,
o tres.
Aún así puedo cortar árboles en bosques del lejano
norte,
puedo hablar desde un estrado o rodar un filme
usando técnicas de las que ellos jamás oyeron.
Puedo aprender el sabor de frutas de las islas del
océano
y ser fotografiado en apropiado traje
desde la segunda mitad del siglo.
Pero ellos siempre son como bustos en levita
y cuellos de holán
en alguna monstruosa enciclopedia.
A veces, cuando la aurora de la tarde
pinta los techos de una pobre calle
y yo contemplo el cielo, veo en las blancas nubes
una mesa bamboleante. El mesero da vueltas
con su bandeja
y ellos me miran y estallan en risas.
Porque si yo no sé lo que es morir a manos
de un hombre,
Ellos lo saben, ellos muy bien lo saben.
Traducción: Bernardo Gómez
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