EL 28 de julio de un año sin gloria
nací a la extrañeza,
y al bienestar de los rincones familiares,
discontinuo y sin sueño
como el que no espera visitas.
Nunca necesité afanes para diluirme,
ni testigos para la emancipación al menudeo;
sin transacciones ni pretextos
he rechazado el clima de esas horas inevitables
vana escoria de una imagen desenfocada.
Condenado a negarme,
ya firmar pactos de inactividad con maniquíes
sibilinos,
he llegado a este mundo
como un puente tendido a la contradicción
o al nihilismo de los galeotes.
Guiado por vilanos,
desatrancando puertas cerradas al hastío de los
transportes,
he desdeñado los mejores auspicios
y las frambuesas anexionadas por un devaneo
de otoño.
Al paso del tiempo,
apenas me doy cuenta del declive de la virtud,
de la degradación paulatina de las tormentas de
verano
de las torres oblicuas
que se tambalean
en el error de las actitudes imprevisibles.
A veces prolongo las palabras con que juego
sin gran convicción
y vagamente sigo la porfía
de una nueva forma de vislumbre.
Sálvese el que pueda
en el cataclismo de la tristeza
o en las consolas donde naufragan los deseos
imbricados en lo irreal
aunque sin provecho de nadie.
Poco se sabe
de los predestinados a la irreflexión
y mucho menos
de los que comparten su miseria en el
aburrimiento.
Más de trescientos años queman mi orgullo,
mis gestos de pana marchita
o cordobán raído, ahíto de polvo,
sobre la prudencia anónima
que cede a la vanagloria de la luz.
Elegía
Lo que hubo en ti de roca, sangre y sigilo,
fue del último viento estéril,
de la última nevada transitable, a los ojos
ya las banderas abatidas, solas.
¿Por qué nuevos caminos vas
acumulando noche, noche para siempre?
En qué colinas toma rumbo a los cielos
tu fluir de testigo delgado, actitud del alba?
Aquellas aguas grises,
aquel tardío florecer de las tierras aradas,
tu paso del otro lado de las lícitas aves,
eran los simulacros de amor para el otoño.
Todo fue inútil, inútil como una bocina
entre las losas del mundo y las cabelleras
cansadas,
y ahora que un fusil me apunta a los ojos
y sobre mi cabeza caen árboles tronchados,
te necesito: háblame muy cerca del pie,
muy cerca, sube lentamente en pudor de
neblina
hasta mi voz petrificada de emigrante celeste.
Vanidades, humaredas, glorias humanas,
no son tan inmóviles como yo mismo,
como mis vagonetas cargadas de recuerdos
que pasan sobre tus moldes terrenos,
sobre los senderos que hollaste
y que conducen a ti,
tan lejana de los viejos modos y de los días.
(Solitude, optional april)
BASILIO FERNÁNDEZ (Valverdín, León, 1909-Gijón, 1987) es un caso singular de poeta secreto en la literatura española del siglo xx. Publicó, a finales de los años veinte, cuatro poemas en revistas de vanguardia: tres en Carmen, dirigida por Gerardo Diego, a la sazón profesor suyo en el Instituto Jovellanos de Gijón, y uno en Meseta, promovida en Valladolid por Francisco Pino. Luego Ezra Pound incluyó su poema “Hombre erguido”, junto con otros de Luis Cernuda y Juan Larrea, en un dossier de poesía española, publicado en 1933 en el suplemento literario del periódico Il Mare, que dirigía en Rapallo. Estas cinco piezas participan de la estética creacionista en la que Basilio y su compañero de estudios Luis Álvarez Piñer se formaron, bajo el magisterio de Gerardo Diego y, por su mediación, de Juan Larrea –“larreístas”, se calificaron en alguna ocasión–, aunque “Hombre erguido” –escrito más tarde y perteneciente a Solitude, optional april, el único intento coherente de Basilio de reunir sus poemas en un libro–, sugiera ya una depuración de los mecanismos expresivos y preocupaciones que desbordaban el perecedero cauce de las imágenes múltiples. Tras publicar estos cinco textos, Basilio enmudeció literariamente. Y lo hizo del todo: ni siquiera se permitió merodear por los arrabales del circo literario: cenáculos, ateneos, colecciones provinciales. Sólo se carteó con Gerardo Diego, su maestro de siempre, y con Gonzalo Torrente Ballester, del que se había hecho amigo en la Universidad de Oviedo, en cuya facultad de Derecho demostraron idéntico desinterés por el Derecho. Basilio se dedicó toda su vida a regentar un almacén familiar de vino y coloniales en Gijón, “un negocio más bien humilde y de ámbito local, hasta tétrico”, en el que Basilio se desempeñaba con una “bata azul de dril, vigilando las compras”, como ha recordado José Solís. Lo que no significa que no escribiera: durante casi sesenta años, aunque con grandes periodos de inactividad, Basilio siguió componiendo poemas, que guardaba meticulosamente en un cajón; 130, para ser exactos. Estos poemas fueron descubiertos, a su fallecimiento, por su sobrino Emiliano Fernández, que los dio a conocer en 1991, y que es el responsable de las dos antologías de su obra publicadas hasta ahora: Antología poética, en 2007, y esta Antología (1927-1987). Basilio obtuvo el Premio Nacional de Poesía en 1992, el primero que se concedía a título póstumo, gracias al empeño de un esforzado grupo de lectores, entre los que se contaba Antonio Gamoneda. Se publicaron entonces apresuradas noticias y reseñas detestables, pero, poco a poco, el calor de su hallazgo se atenuó en un tibio rumor y acabó convirtiéndose en un ignaro silencio. Basilio Fernández constituye, junto con Álvarez Piñer, como ha señalado Juan Manuel Díaz de Guereñu, la segunda generación del creacionismo español, la generación fracasada que habría podido impulsar, de forma natural, aquellas sonorosas veleidades ultraístas. Este mismo fracaso llena de sombras existenciales el deambular juguetón del lenguaje basiliano, que, sin abandonar la fe vanguardista, ya no sólo cascabelea, sino que golpea con furia. Ésta es la clave de su poesía: la conjunción del funambulismo ultraísta, siempre en busca de lo rítmico, de lo inesperado –“crear un poema como la naturaleza hace un árbol”, escribió Huidobro–, y la conciencia irrestañable de la pérdida, o de lo nunca poseído: la certeza de que todo se desvanece. Tengo para mí que el origen de este malestar se sitúa en la traición de Basilio a su destino de poeta, a cambio de la holgura económica y el bienestar social, como sospecha Torrente Ballester. El novelista se había encontrado por casualidad con Basilio a su regreso de Italia: como consigna en el epílogo de Poemas (1927-1987), “había terminado su licenciatura, estudiaba en Italia, vestía muy bien y parecía otro. A mi pregunta sobre su poesía, me respondió despectivamente. Y no volvimos a vernos hasta mucho tiempo después”. En Filomeno, a mi pesar, publicada en 1988, Torrente describe un encuentro similar entre el protagonista y Benito, su antiguo compañero de estudios y primeras armas literarias –trasunto probable de Basilio–, a quien halla “muy bien trajeado y algo más grueso. Ya no fumaba. Tenía novia formal, estudiaba Derecho con ahínco con vistas a unas oposiciones, y parecía olvidado de la poesía”; y añade: “Benito había hallado la felicidad correcta y permitida a costa de su libertad, y quién sabe si a la renuncia de su destino; una felicidad y una libertad relativas […] que yo no llegué a envidiarle”. La poesía de Basilio aparece, en efecto, saturada de motivos que reflejan el sufrimiento por lo que podía haber sido y no ha sido: el amor frustrado, la libertad perdida, el vuelo libérrimo del ser por los cielos de la fantasía y la plenitud. Frente a ello, denuncia una vida plagada de grisura y sinsentido, el fluir anodino de las cosas, la creciente palidez de los recuerdos, la oxidación de todo. Y utiliza abundantes recursos de la retórica clásica, inspirados en la lectura atenta de los autores de los siglos de oro españoles –con Garcilaso y Jorge Manrique a la cabeza–, junto con asociaciones irracionales, propias de la poesía contemporánea –en especial, de los surrealistas. “Sólo se ama/ lo que se pudre a nuestro lado”, escribe Basilio en “Los remedos empalidecidos”. Y luego: “Todo parece equivocado/ en una sucesión de ecos y lágrimas/ cuando evocamos el rostro furtivo de viejos personajes/ ya sin perfil en la lejanía de los siglos/ disfrazados de lluvia/ o de ausencia traspapelada entre incertidumbres”.
La edición de la antología no aporta novedades reseñables sobre la vida y obra de Basilio, salvo la agrupación en un solo conjunto de los poemas escritos a partir de 1982 que, en recopilaciones anteriores, habían aparecido separados: Las ocasiones convocadas y Raudos contornos donde el silencio persevera. Emiliano Fernández adjunta unas útiles “Notas a los poemas”, aunque no corrige algunas de las muchas erratas que afean las sucesivas ediciones de la poesía de su tío, e insiste en desdeñar sus composiciones más tempranas, propiamente creacionistas –tanto las publicadas como las que permanecen inéditas en el archivo personal de Gerardo Diego–, de las que sólo incluye tres en Antología (1927-1987). Lo cual no es óbice para que este nuevo compendio de su poesía revele al extraordinario poeta que es Basilio Fernández, aunque siga escondido.
Fuente: Letras Libres