Duerme el fumigador decano, ha envejecido como envejecen algunos maestros de la costa oriental del Uruguay. Poco a poco la muerte se va cansando de darlo de alta.
Un estuario arrecia, la mente entra en olores. Antes de dormirse nos contó la historia de la laucha que encontró muerta en una lata de conserva.
Y ahora mientras duerme parece estar pensando en otra cosa, tan excluyente el gesto, tan levantadas las cejas. Duerme y respira al mismo tiempo debajo del sauce y en una habitación azotada por respiraciones adversas. Los mosquitos que se posan sobre su frente caen muertos, fulminados al instante.
–Pasado de gas, aclara el compañero,
está a punto de despertarse.
Se esconde un ángel dentro del botero y la nariz de ese ángel es lo único que asoma de su cara.
Nos va llevando por el canal lleno de sol y humo.
La nariz sigue alargándose a medida que el agua cunde alrededor nuestro y el bote se vuelve de más en más frágil en medio del canal de ceniza. Comparado a esta nariz, todo lo que surge a nuestro paso, y nosotros, es pura imitación.
El botero es el primer fresco de la tarde.
Mis compañeros se divierten, discuten, se empujan, desequilibran el bote, me doy vuelta hacia el sol del botero y abajo y, mientras, ya su remo se ha movido para espantar el agua que lo observa desde tantos lugares a la vez.
Dicen: “aquí poco se sabe de la duración de las cosas y las personas”.
Cerca de estos pastizales el cielo es exilio.
Cuando por fin encuentro la moneda y quiero pagarle el viaje ya es tarde, ya está cerrado su comercio con humanos, los ojos fijos en el agua, el agua oscura que lo observa.
Las cinco. Anda por el cielo, extraviada, una luz de ventana.
Otros trabajos que cumplir:
asegurarse del cierre hermético de las entradas de aire secundarias, disponer los encerados para tapiar las entradas de las bodegas,
terminar de cerrar con papel engomado los ojos de buey (apretar cuidadosamente una sola de las tres tuercas),
cerrar con papel de diario encolado las puertas de la Tebas de los oficiales,
dejar una entrada para los fumigadores y otra entreabierta al final del recorrido (comenzar siempre por inyectar el gas desde la parte superior del barco).
Por lo general se fumiga los domingos. El sol entra y sale fácilmente de las bodegas dejadas solas, los bares se llenan de marineros.
Alves, fumigador decano ¿ya abriste el libro donde se lee: eran cuatro y eran siete, los domingos acometían a los barcos en procura de ratas, una máscara los disimulaba ante el dios terrible de las ratas?
La hora en que la llovizna se pone tan tierna con la proa de las embarcaciones nórdicas, el cielo se está cubriendo de vértebras azules.
¿En qué quedó la máquina que proyectabas para iluminar los días oscuros?
¡dáctilo de tu sueño y paisaje sin álamo!
Alves, fumigador decano, ¿duermes esa nada, esa siesta que es la muerte?
ARNALDO CALVEYRA (1929, Mansilla, Provincia de Entre Ríos, Argentina / 2015, Paris, Francia)
De: "Diario del Fumigador de Guardia", Poesía reunida, Hidalgo editora, Buenos Aires, 2012 (2º edición en Argentina, 1º edición en España) 1951
Trabaja los sábados y domingos en un muelle de fumigación de la localidad de Ensenada, provincia de Buenos Aires. Esa experiencia, que se prolongará durante dos años, dará origen al libro "Diario del Fumigador de guardia".
"En Ensenada había un muelle de fumigación. Yo leí un aviso en un diario, me presenté y me tomaron. Por el contacto con el gas, no se podía trabajar más de dos horas. Ahí fui escribiendo el libro. La primera versión es de 1951, lo que hice después fue corregirlo. No se lo mostré a nadie. Hacia el 53, el libro quedó guardado, pero en el fondo de la casa había un arroyo y cuando vinieron los militares canalizaron el puente que pasaba delante de la casa y se inundó todo. Y el original quedo en ese baúl medio mojado, y hasta que lo encontré en 1983, en el curso de un viaje a Argentina; así que me lo llevé a París tras treinta años de olvido", señala Calveyra en la entrevista realizada por Pablo Gianera y Daniel Samoilovich, publicada en el "Diario de Poesía", N° 69, diciembre de 2004.