En su Autobiografía precoz, el poeta ruso Evgeni Evtuchenko cuenta una historia fascinante. Acababa de publicar su primer libro de poemas y se encontraba en la librería de un amigo, en Moscú. De pronto entró al negocio un hombre apremiado, confundido, nervioso, diciéndole al librero que necesitaba que le recomendara un libro de poemas. Dado que el librero era amigo de Evtuchenko, y dado que Evtuchenko se encontraba ahí, tomó su libro y se lo extendió al sujeto. Este lo hojeó con rapidez, leyó algún que otro poema por la mitad, y se lo devolvió diciendo: “No me sirve: quiero un libro de poemas para regalarle a una mujer que se quiere matar”.
Cuenta Evtuchenko que aquellas palabras lo conmocionaron hasta tal punto que abandonó apesadumbrado la librería de su amigo y se puso a vagar por las calles, hasta que llegado al puente Andréyevski no aguantó más y tiró al río Moscova el adelanto que había recibido por el libro. Opino que un remate así no era necesario, o al menos no me resulta necesario para lo que trato de explicar. Creo que aunque ningún poeta lo manifieste abiertamente, en un lugar muy secreto aspira a que un poema suyo sea capaz de hacer que alguien que está a punto de matarse cambie de idea. Esta afirmación se basa en que es posible ver, y no sólo en Evtuchenko, esos intentos. Creo que todos los grandes poetas lo intentaron, pero no estoy seguro de que sean tantos los que lo hayan logrado. Enrique Molina tiene un poema, Alta marea, donde en cierto modo lo logra, si consideramos que el hecho de demostrarle a alguien la inevitabilidad de las separaciones amorosas, y por lo tanto que la fatalidad siempre fue inevitable, es un modo de devolverlo a la vida.
Robert Desnos lo hizo. Neruda no pudo. Pessoa lo hizo. Michaux también. Wislawa Szymborska... tal vez lo consiguió. Pero no son tantos de todos modos.
Es una aspiración altísima salvar una vida con un poema. Y no hablo de la tontería de Ian McEwan, que en su novela Sábado hace que un malviviente, en vez violar a la hija del protagonista, a lo mejor enternecido porque está embarazada, la obligue a leerle un poema. Pero la astuta muchacha, en vez de leerle un poema propio, le recita uno de Matthew Arnold, lo que conmueve hasta tal punto al agresor que desiste en su intento.
Hay un poema que ilustra claramente la intención y el éxito del que hablo. El poeta se llama Vasco Rossi, el poema se llama Sally. En realidad no es un poeta, sino un rockstar italiano, y el poema en cuestión es una canción que puede escucharse en YouTube. Hasta ahora nunca pensé seriamente en matarme, pero creo que si lo hiciera me recitaría a mí mismo Sally y cambiaría de idea.
Vasco Rossi les cantó mucho al amor, a los deseos y a los sentimientos de las mujeres, de sus expectativas y sus sueños. Ahora acaba de anunciar su decisión de casarse con la mujer con la que ha convivido los últimos 25 años, y lo hizo con poquísimas palabras: “No cambió nada mi idea a propósito del matrimonio, pero llegó el momento de darle a Laura los derechos que merece”.
Hace años que decidí rendirme a los pies de Vasco Rossi. Escribe una poesía usufructable. No es que crea que esa sea la condición de la poesía, todo lo contrario, pero es tranquilizador saber que sus poemas están ahí esperando el momento de actuar para decirme qué debo sentir, cómo debo proceder, y sobre todo en qué debo evitar pensar.
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