Mostrando las entradas para la consulta robin myers ordenadas por fecha. Ordenar por relevancia Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta robin myers ordenadas por fecha. Ordenar por relevancia Mostrar todas las entradas

Robin Myers



Voy al parque a buscar un poco de orden

Un hombre toca la flauta
de cara al estanque,
donde los gansos arrastran las patas y cagan,
y los perros desatan su pánico feliz
como colibríes gigantes
e ignoran sus propios nombres,

y las parejas se agarran entre sí
en un abrazo solemne, para aprender
a bailar, y una nena
salta la soga con un buzo
que dice PRIMER AMOR
y su mamá toma de a sorbos algo
de un termo mientras la mira.

Un chico gordo en un triciclo
va a parar a una cuneta
y se levanta sonriendo.

Me dan ganas de llorar, si tuviera
algún derecho a darle la bendición
a algo,

se la daría a él, a su cuneta,
a su mechón despeinado, a sus dientes nuevos,
a sus tres rueditas que giran;

a él, ridículo, endeble, a salvo.

I go to the park for some order. // A man plays the flute / toward the pond, / where the geese shufle and shit, / and the dogs panic happily / like giant hummingbirds / and ignore their own names, // and couples take hold of each other / in a grave embrace, learning / to dance, and a little girl / skips rope in a sweatshirt / that says FIRST LOVE, / and her mother sips something / from a thermos, watching.// A fat child on a tricycle / runs himself into a ditch, / and comes up grinning. // I want to weep; if I / had any right to bless / anything, // I would bless him, his ditch, / his cowlick, his new teeth, / his three wheels spinning, // silly, flimsy, safe 


De: "Tener", Audisea, 2017
Traducción: Ezequiel Zaidenwerg
Otros poemas de ROBIN MYERSaquí

Robin Myers: Después de Coahuila, Del Río, San Antonio, Chicago y Janesville, en Wisconsin

Robin Myers


Viendo una fotografía de mi abuela Estela, a quien nunca conocí



Después de Coahuila, Del Río, San Antonio, Chicago y Janesville, en Wisconsin,
de la revolución y sus fronteras de arena movediza y de su padre ansioso en pleno caos,
después de aquel trabajo largo y almidonado que tuvo él en la compañía Parker, leyendo
sin palabras, día tras día, el periódico con una de las manos detrás que se alargaba en busca del tazón
de chiles jalapeños, después de que nacieran uno tras otro la hermana y los hermanos,
algunos con nombres que en la lengua cambiaron de idioma y otros que hincharon
sus bordes ingleses como un mosquitero en el verano, después de los rebozos y las faldas
y los sombreros y los minúsculos violines que debieron tocarle a los vecinos, ninguno
de los cuales se parecía a ellos, cuando se presentaron,
después de la universidad, a la que ella marchó, sola y en contra de las órdenes —luego de que, como se dice
cuando las jovencitas hacen esas cosas, “huyera de su casa”—, después
de su amante egipcio y el horror de los padres de ambos, después de la guerra,
después de que mi abuelo, un filósofo alto, pelirrojo y gesticulador, fuese enviado
a una nave en mitad de un océano repleto de metal, y después de un feroz
brote de varicela que lo hubiera matado pero que en realidad lo rescató
de aquello que diezmara a los demás y en cuya compañía estaba, después de un
hermano muerto y luego otro, el que había querido morir, y antes que
sus hijos, tres de ellos —cuatro, contando al que vivió unos días
antes de que él naciera: Bruce—, mi padre era el segundo, antes de aquella casa en Denver
con jardín trasero, antes de aquellos perros cuyas caras ella tomaba entre sus manos
para lanzar insultos amorosamente en esa lengua que sus padres no hablaban ya
salvo entre ellos, antes del par de años en Lima, antes de que ella diera su permiso a los hijos
de ya no ir a esa estricta escuela católica donde les escocían las palmas de las manos,
antes de que mi padre y su hermano, en la más refulgente acción de triunfo
que puede concedernos una infancia, arrojaran al mar sus libros de texto desde un acantilado,
antes de la casa que ella y mi abuelo habían querido construir en un pueblo de Michoacán
con nombre de columpio —E-ron-ga-rí-cua-ro— y no lo hicieron nunca, antes
que a él se le parara el corazón, antes de aquellos años afligidos que mi padre pasó como asistente de hospital,
pedaleando de forma delirante bajo la nieve rumbo a sus talleres literarios al salir de su turno por las noches,
antes de la otra guerra, de las tres conscripciones de mi padre, salvado cada vez por ésta
u otra báscula, antes de que viese a mi mamá en un aeropuerto, antes de Nueva York
y los suburbios y de mí y de mi hermano y de todos los sitios donde hemos crecido,
antes de abrírsele México de nuevo, al fin, pero no como ella lo había imaginado,
recorriéndolo a solas, rentando una vieja casa en una ciudad con nubes bajas y oscuras escaleras
que subían y bajaban desde el lago —una ciudad más grande ahora, tumefacta
de tráfico a lo largo de sus calles raquíticas, una tierra arrasada en forma tal que la hubiese hecho trizas
de haber vivido como para saberlo—, antes de aquellas cartas que le escribió a mi padre
en sus dos lenguas y antes de haber estado yo al pie de la catedral de Xalapa,
desconociendo si ella había entrado alguna vez ahí —yo no—,
pero con la sospecha de que ella, al menos, había estado allí también, al pie,
mi abuela —de veintisiete, veintiocho años, quizá de treinta—
baila a solas en un vestido blanco, con los brazos ligeros y descalza,
con faldas que en torno a ella lo barrían todo en una ráfaga de gracia,
su rostro oscuro inclinado a la cámara pero sin ver hacia ella,
sonriendo un poco, como si se asombrara a sí misma en silencio,
como si ella supiera que tenía algo hermoso en su interior
y había vivido ahí todo ese tiempo,
y que había decidido,
en ese mismo instante
y con su ayuda,
hablar.



On Seeing a Photograph of My Grandmother, Estela, Whom I Never Met




After Coahuila, Del Rio, San Antonio, Chicago, and Janesville, Wisconsin,
after the revolution and its quicksand borders and her father smoldering in the shuffle,
after his long, starched-collar tenure at the Parker Pen Company, wordlessly
reading the newspaper every day, a hand drifting out behind it to feel for the bowl
of little peppers beside him, after the sister and brothers born in succession,
some with names that changed language on the tongue, some that swelled into
their English edges like a screen door in summer, after the skirts and scarves
and hats and tiny violins they were instructed to play for the neighbors, none
of whom looked very much like any of them, when they came to call,
after college, which she left for, alone and against orders —after, as people say
when young women do such things, she “ran away from home”— after
her Egyptian lover and the horror of both her parents and his, after the war,
after my grandfather, a tall, grinning, ruddy-haired philosopher, was sent
on a ship to the middle of an ocean teeming with metal, and after a ferocious
bout of chicken pox that could have killed him but actually plucked him out
of what slaughtered the others in whose company he’d gone, after one
dead brother and then another, the one who’d wanted to die, and before
her sons, three of them —four, counting the one who lived for just a few days
after he was born: Bruce— my father the second, before the house in Denver
with the garden in back, before the dogs whose faces she’d take in her hands
to lovingly insult in the language her parents had stopped speaking to everyone
but each other, before the two years in Lima, before she let her children
stop going to the steely Catholic school where their palms had smarted,
before my father and his brother flung, in the most resplendent gesture of triumph
a childhood could possibly grant, their textbooks off a cliff and into the sea,
before the house she and my grandfather had longed to build in the Michoacán town
with a name like a swing—Er-on-ga-rí-cua-ro—and never did, before his
stopped heart, before my father’s stricken years as a hospital orderly,
biking delirious in the snow to his writing workshops after the night shift,
before the other war, my father’s three drafts, each time reprieved by this
scale or that one, before he saw my mother in an airport, before New York
and the suburbs and me and my brother and everywhere that’s grown us up,
before Mexico opened itself to her again at last, but not as she’d imagined,
going it alone, renting an old house in a city with low clouds and dark stairs
clambering up and down from the lake —a larger city now, tumefied
with traffic along its skinny streets, land ravaged in ways that would have
pierced her had she lived to know— before the letters she’d write to my father
in her two tongues, and before I stood on the steps of the Xalapa cathedral,
not knowing whether she would have ever gone in —I have not—
but suspecting that she would, at least, have stood here too,
my grandmother —twenty-seven, twenty-eight, maybe thirty—
dances by herself in a white dress, soft-armed, barefoot,
her skirts sweeping up around her in the gust of her grace,
her dark face tilted toward the camera but not looking into it,
smiling a little, as if quietly astonishing herself,
as if she knew she had something beautiful inside her
that had lived there all along
and had decided,
right at that very moment,
with her help,
to speak.


Otros poemas de ROBIN MYERSaquí
Traducción: Hernán Bravo Varela 
Fuente: https://www.revistadelauniversidad.mx/
Imagen: Youtube

Robin Myers: Así son las palabras: aproximaciones.




Para la poeta y traductora Robin Myers la contemplación representa una oportunidad de hacer contacto, “la traducción es sobre todo una lectura intimísima —una manera de habitar un texto y desde dentro estudiar cómo está hecho— y la escritura en todo momento se va alimentando de las lecturas”. De esas premisas parte el libro de poemas Amalgama / Conflations (Ediciones Antílope), en el que Myers revela “la maravilla de recordar la vertiginosa simultaneidad de nuestras vidas” y permite “atisbar toda la vulnerabilidad que ahí está”. Resulta una suma de experiencias vitales. El segundo volumen de la colección de poesía “Alberca vacía” es también el primer libro bilingüe de la casa editorial.1 En esta conversación, la autora ahonda en su proceso creativo.



Alejandro García Abreu: “Una vez, escuché caer un vaso, que se quebró / mientras el saxofonista sostenía una nota grave y dulce por tanto tiempo / que me quedé esperando que volviera a respirar / o que se le parara el corazón,” escribiste en “Las carreras”. ¿Cómo contrastas la imagen del músico que persevera con el brío que implica la literatura?



Robin Myers: Para mí, todo arte tiene que ver con estirar, alargar, descelerar, detenerse. Vivimos el brío cuando podemos quedarnos quietos, aunque sea por un instante, adentro de él. Tanto la música como la literatura son capaces de exponer y celebrar esa tensión: la música, posibilitada y limitada por el hecho de intentarlo sin palabras; la literatura, posibilitada y limitada por el hecho de intentarlo con ellas. A mí me parece que las experiencias de escribir y de leer tienen todo que ver con la repetición: con la oportunidad de corregir y cambiar mientras escribes, o la oportunidad de volver a leer algo que lees. Por otra parte, la música es todavía más fugaz por ser algo más corpóreo. El músico no sólo persevera, sino que su cuerpo genera algo ante lo cual él mismo, y en ese mismo momento, responde. Escuchar al saxofonista del poema mientras sostiene una sola nota más allá de lo que parece posible es gozar de esa suspensión, habitarla un rato; es sentir algo estirarse en el pecho propio; es compartir el alargamiento de un instante que, tarde o temprano, se tendrá que terminar.



AGA: La mirada atenta es una de las características de Amalgama. ¿De qué manera concibes el arte de la contemplación?



RM: Contemplar algo es una manera de involucrarse en él. Una manera pasiva, muchos dirán. Tal vez sí. Pero yo creo que la cuidadosa observación de lo que nos rodea, incluso lo que está más feo o doloroso o cruel o sinsentido de lo que nos rodea, representa siempre una oportunidad de hacer contacto. (Hacer contacto es lo único que quiero, en el fondo, al escribir.) También nos da la oportunidad de reconocer todas las realidades simultáneas que son verdaderas al mismo tiempo, aunque aparenten oponerse.



AGA: Un elemento constante es el agua.



RM: Es curioso: toda la vida he tenido relativamente poco contacto con el agua, me empiezo a fastidiar después de un par de días en la playa, soy vergonzosamente miedosa como nadadora, etcétera. Pero a pesar de eso, o a lo mejor en parte por ello, me parece fascinante el agua, la relación entre los humanos y el agua. ¿Cómo es que la vista del mar a veces nos puede hacer sentir la tranquilidad más honda y a veces un absoluto terror existencial? El océano, o incluso un río o un lago, parece ser hecho de una sola cosa, parece ser una sola cosa, pero es un universo, mundos entre mundos; es el espacio. Siempre me llama la atención lo que se siente en la atmósfera de un pueblo o ciudad a la orilla del mar o de algún lago grande —porque se siente algo, ¿no?—. El agua ahí ejerce un magnetismo muy particular. Y la ausencia o la lejanía o la privación del agua, también.



AGA: Cito versos de Amalgama: “Esto es alguien que toca a Brahms bajo las escaleras” y “un chelista solitario / munido de su arco hace que los armónicos / graves retumben por la cueva”. Y previamente mencioné al saxofonista. ¿Cómo relacionas la música con la poesía?



RM: Hay mucho que se puede decir sobre los recursos que comparten, como la dependencia vital del ritmo y de la textura sonora, o sobre el hecho de que la poesía empezó (y en muchos sentidos sigue siendo) una tradición oral. La verdad es que no confió tanto en mi propia capacidad de decir nada ni nuevo ni particularmente interesante al respecto. Siento que están relacionadas como un río y un lago están relacionados, pero no me importa cuál es cuál. Por otra parte, confieso que siento una reverencia hacia la música que casi ninguna otra cosa me provoca. Es raro. En el fondo estoy convencida de que es lo mejor que tenemos como seres humanos, la máxima expresión de lo que ha logrado nuestra absurda especie. El arte más generoso, más abierto hacia todo lo demás.



AGA: “Antelmo a su hija, Norma (1991-2009)” es un poema desolador. ¿Cuál es el vínculo entre pérdida y escritura?



RM: Me daría gusto no creer esto, y tal vez algún día lo logre, pero por lo general me parece más fácil escribir de cosas que ya no están. Si uno pierde algo, lo que va aprendiendo, midiendo, pesando, es la forma que tiene ahora ese algo —no la forma que antes tenía, porque eso inmediatamente se modifica en la memoria—. Hay más claridad en observar el efecto de la pérdida en uno que definir exactamente lo que se perdió, aunque la primera muchas veces esclarece la segunda: nos ayuda a ver otros matices de lo “tenido”, aspectos que, por costumbre o por culpa o por nostalgia preventiva o por cualquier otro motivo, no habíamos podido vislumbrar en el momento. Y es difícil hablarlo de manera que no me suene cliché, pues toda escritura es inevitablemente una suerte de aproximación, una traducción tentativa de lo que aspiras transmitir a lo que terminas diciendo. Así son las palabras: aproximaciones. Ni modo. Se podría decir, entonces, que ahí existe siempre una pérdida, un haber-perdido-algo-antes-de-empezar. Pero me empieza a parecer divertido justamente eso, ¿sabes? Me hace recordar que siempre hay más, y que partimos precisamente de esa tensión entre lo que anhelamos hacer y lo que tememos perder.



AGA: En el poema “Amalgama” hay un cuestionamiento: “Todos dicen que el mundo ya está roto, / pero ¿no está más bien / entero pero siempre al borde de romperse?”. ¿Qué significado le das al concepto de ruptura?



RM: La ruptura, o más bien la amenaza de la ruptura, es el caos incipiente, el sufrimiento latente, la fragilidad incesante que define el mundo en que vivimos y nuestro modo de habitarlo. Es el asombro, entre admiración y horror, ante la multiplicidad inabarcable que nos rodea. El otro día me tocó estar en Metro Tacubaya a hora pico, y mientras todos nos arrastrábamos los pies, un río rebosante de gente avanzando por el pasillo, todos tan apretados que hubiera sido físicamente imposible cambiar de sentido o salir de la fila si a uno le diera infarto —ni hablar de acelerar el paso—, lo empecé a pensar: ¡qué frágil es todo esto!, qué fácil sería que algo terrible pasara en este momento, que alguien se desmayara o que un niño se separara de su mamá o que alguien se asustara y así les asustara a los demás, y ¡pum!, caos; y, por otra parte, más allá de ese tipo de paranoias, qué increíble que en este momento, en esta gran improbabilidad de urbe, seamos no solamente tantas personas sino tantas vidastodas juntas, cada una con sus dichas y sus dolores, sus rencores y sus resignaciones; qué increíble también que al final vivamos dando y recibiendo una confianza tan honda y tan básica que muchas veces ni lo pensamos ni expresamos, un reflejo: el hecho de que, simplemente, estamos caminando todos juntos por un pasillo bajo la tierra, juntos, yendo hacia el mismo lado, rumbo a casa. Ahí está la médula para mí: la maravilla de recordar la vertiginosa simultaneidad de nuestras vidas y atisbar toda la vulnerabilidad que ahí está, todas las cosas que se podrían quebrarse o derramarse en un instante y sin embargo no lo hacen.



AGA: “El retorno” encierra la insinuación de un regreso. ¿Anhelas el retorno de algo o alguien cuando escribes?



RM: Antes, o al menos antes más que ahora, escribía en parte desde un deseo feroz de no olvidar. De sentir que si recordaba algo, iba a poder comprenderlo, y si lo comprendía, pues de algún modo iba a poder “tenerlo”, retenerlo: sería “mío” de verdad. Ya no creo ni que eso es posible ni tan deseable ni tan relevante como antes. Pero sí: más que anhelar el retorno de algo o alguien, anhelaba simplemente poder mantener un contacto consciente, deliberado, con lo que recordaba, aunque no volviera.



AGA: Y en “Elegía” se lee: “Obtenida, entregada, perdida, tú, la vida perdida, / sigues perdida, sigues durmiendo, tibia todavía / contra mis vértebras y me tocas aún / todos las zonas que todavía no alcanzo”.



RM: Hace unos años tuve lo más parecido a una revelación de lo que me ha tocado, por más ridículo que suene llamarle así. (Como muchas pseudo-revelaciones, sucedió en un momento totalmente banal, en una fiesta en la que no quería estar, mientras veía a la gente esperar con forzada paciencia para poner rolas en YouTube.) En fin, empecé a entender que no iba a salir de mis duelos ni “superándolos” ni tratando de dominarlos con la memoria, sino que tenía que permitirme olvidar incluso aquellas cosas que más me importaban. Intuí que, al supuestamente olvidarlas, más bien se iban a ir disolviendo en mí, diluyéndose en la sangre. Y así me a iban a seguir nutriendo, informando. Había algo enormemente liberador en eso. Escribí “Elegía” anticipando un poco esa idea, pero sin sentir confianza todavía en su consuelo.



AGA: En un par de poemas —“Las carreras” y “Puesto de control de Belén”— se atisba la muerte. ¿Cuál es el origen de la aproximación?



RM: Yo todavía no logro abordar el tema de la muerte de manera que no sea atisbarla simplemente. Hace poco me preguntaste por la mirada atenta; aquí diría que respecto a la muerte tengo todavía la mirada distraída, nerviosa. Que se siente su presencia por todos lados, sí: la muerte violenta y no violenta, la muerte abrupta y como la simple culminación del paso del tiempo, la enfermedad, el accidente, el suicidio, la guerra. Busco registrar cada vez más su presencia, aunque sea fragmentariamente, y aunque sea con algo de distancia. Sospecho que seguiré con esa distancia hasta que ya no pueda. Lo que sí, pensándolo bien, es que me siento mucho más aterrizada abordando el concepto de la muerte de las cosas: no me refiero a los objetos, sino a otros elementos de la vida, ciertas etapas, ciertas experiencias, ciertas relaciones, ciertas esperanzas o urgencias o convicciones que viven su vida en nosotros y luego se mueren. Las pérdidas, otra vez, que marcan nuestro paso en el mundo y hacen que el mundo nos marque.



AGA: Jerusalén y Belén son dos alusiones en Amalgama. Viviste un tiempo en Palestina. ¿Qué te condujo a referirte a las dos ciudades?



RM: Son los dos lugares donde viví durante el año y cacho que estuve en Palestina, justo después de terminar la carrera universitaria. Ambos me impactaron mucho, cada uno a su manera. Belén tiene la escala de pueblo, pequeño, de ritmo más mesurado; Jerusalén, una ciudad grande, fragmentaria, intensísima, es otra cosa; los dos lugares, con una distancia minimísima entre ellos, están separados ahora por la barrera que construyó Israel, entonces la mayoría de la gente que vive en Belén no puede ir a Jerusalén, y los demás tienen que pasar por un opresivo sistema de permisos, controles militares, interrogaciones, etc. Para mí, mucho del impacto ciertamente tenía que con ver la arrasadora realidad política, omnipresente y espesa en el aire —una realidad que definía la vida cotidiana de mis amigos y vecinos palestinos—. Pero otra parte era simplemente el hecho de ir asimilando todo eso al mismo tiempo que iba practicando las primeras pequeñas intimidades de la vida adulta. Vivir en pareja, comprar jitomates en el mercado, aprender a decir “jitomates” en otro idioma, cosas así. Estaba todo revuelto. Siempre está todo revuelto, pues. Era abrumador, doloroso, exhilarante. Tanto Belén como Jerusalén tienen todo que ver con eso para mí.



AGA: Los poemas fueron escritos en diversas etapas. Amalgama contiene varios de los poemas incluidos en Lo demás —tu primer libro, traducido por Ezequiel Zaidenwerg y publicado en España por Kriller71 y en Argentina por Zindo & Gafuri— y otros que escribiste recientemente. ¿Cómo fue el proceso de selección de los poemas que integran Amalgama y qué determinó la estructura?



RM: Llevo ya varios años trabajando en un manuscrito de poemas en inglés, que sigue inédito en ese idioma, y que está dividido en tres secciones distintas, la segunda de las cuales está construida de los poemas relacionados con Palestina. Dos de los traductores de Amalgama, Ezequiel Zaidenwerg (a partir del 2009) y José Luis Rico (unos años después), me ayudaron de manera indispensable en varios momentos para tallerear los poemas y darle una estructura más sólida al libro entero. En paralelo a esas conversaciones continuas, ambos terminaron traduciendo poemas del libro. Más tarde, otros amigos traductores —Óscar de Pablo, Jesús Carmona-Robles e Isabel Zapata— también tradujeron otros poemas por su cuenta, cosa que sigo sintiendo como un gran regalo. En fin, ya en conversación con Isabel y los demás editores de Antílope, decidimos trabajar con los poemas que ya estaban traducidos: es decir, para que Amalgama contuviera varios de los poemas de mi manuscrito original además de algunos otros, más nuevos, que en ese libro no aparecen. Luego buscamos darle una estructura más aerodinámica, digamos, por la extensión relativamente más corta de Amalgama; de ahí la decisión que los poemas aparecieran de corrido, sin dividirlos en secciones. Nunca se movieron ni el primer poema, “Lo demás”, ni el último, “Luz”. Por lo demás, experimentamos unas veces con el orden para que los poemas largos y más narrativamente pesados estuvieran distribuidos de modo más equilibrado a lo largo del libro. Como bien dices, ya salió en España y en Argentina una versión bilingüe de ese manuscrito original que tengo en inglés. Pero como tanto el libro que llegó a ser Lo demás como Amalgama vienen, de alguna forma u otra, de ese manuscrito, y como los procesos editoriales fueron más o menos simultáneos, la verdad es que veo Amalgama como mi primer libro también.



AGA: Pienso en tu labor como traductora y en tu propia poesía. Recuerdo lo que el historiador rumano Alejandro Cioranescu afirmó sobre la traducción y la escritura: “el traductor debe ser, antes que todo, escritor nato”. Las dos vías confluyen en tu trabajo. ¿De qué manera convergen la escritura y la traducción?



RM: Se nutren entre sí, sin duda. La traducción es sobre todo una lectura intimísima —una manera de habitar un texto y desde dentro estudiar cómo está hecho— y la escritura en todo momento se va alimentando de las lecturas. De los registros, lenguajes, contextos que nos enseñan otras obras escritas en otros lados y en otros tiempos. Yo casi nunca he sentido que empiece a imitar directamente a un escritor que yo esté traduciendo, pero sí sé que al escribir empiezo a hacer uso de ciertos recursos que he ejercido al traducir. Por ejemplo, si estoy traduciendo un poema medido, es decir, con una métrica específica, luego me doy cuenta de que mis propios versos se agarran de ese ritmo y tengo que esforzarme para romper el hábito (“¡No más endecasílabos!”), si es que lo quiero romper. De una manera más amorfa, desde hace poco me empieza a pasar algo muy extraño. Estoy escribiendo una serie de poemas en voz de una especie de personaje, un anciano que nunca se nombra en un lugar que tampoco se nombra, y al escribir en esta “voz” a veces me siento… como si estuviera traduciendo. Como si algo se doblara en medio. No es para hacerle sonar más místico de lo que es. Pero sí me pregunto si me pasaría eso si yo no ejerciera la traducción como oficio: si no me hubiera acostumbrado a la sensación de hablar con una voz que es mía y no es mía al mismo tiempo.



AGA: En el texto “Bailar a lo largo de la línea amarilla” afirmaste que el primer poeta con el que sentiste una conexión al traducirlo fue Federico García Lorca, luego Gonzalo Rojas. Cuando llegaste a Luis Cernuda ya te estabas obsesionando. Y habías empezado a sospechar que respetar algún patrón formal, estructural, te podía resultar liberador en lugar de asfixiante. Concluyes con una pregunta: “(¿Y a poco no toda comunicación escrita —toda comunicación, diría yo— es un baile torpe con otro cuerpo que nunca alcanzaremos a abrazar?)”. ¿Cómo es la ejecución de ese “baile torpe”?



RM: Primero que nada, pues bailo mal; hay que decirlo. Pero cuando sabes que bailas mal y sin embargo intentas hacerlo de vez en cuando, lo que haces para compensar es escuchar la música con mucha atención antes de salir a la pista, es observar los pies y los cuerpos y los gestos de los otros que ya están bailando, es responder lo que te pueda decir el cuerpo de ese otro que te invita a acompañarlo y que te acompaña en el intento. La comunicación es eso para mí. Escuchar, sobre todo. Al otro y a ti mismo. Y luego intentar responder con toda la honestidad que te sea posible. (Y con algo de dignidad, si se puede. Pero también saber reírte si te tropiezas.)



AGA: En la conversación que sostuviste con Tedi López Mills titulada “Movimiento de traslación” afirmaste que querías habitar el inglés y el español. Y querías entender lo que pasaba en la traducción para hacer que se sintiera tan distinto habitar cada uno por separado. Recuerdo que la casa significa el ser interior, según Gaston Bachelard. Bajo esa premisa, ¿cuáles son las diferencias entre las formas de habitar ambos idiomas?



RM: La distinción tiene mucho que ver con una cuestión de densidad y expansión. Por una parte, el español está esparcido de esos verbos maravillosos, compactos, que se despliegan en un instante y expresan cosas que se tomarían una frase entera en inglés: desvelarse, por ejemplo. Encebollar. Pero luego están esas frases verbales que son directas e indirectas al mismo tiempo, con flechitas de intención que se doblan en el aire, mezclando acto con actor con acción: Se me cayó la pluma. ¿Qué onda con eso? El español es literalmente más reflexivo de lo que el inglés es capaz. Al hablarlo, todavía siento que me doy más vueltas, rodeo y rodeo, recurro a más cláusulas, mis chistes tienen menos filo. ¿Será eso por cómo percibo yo la “casa” del español? ¿O será simplemente la manifestación de unas compensaciones tonales, un efecto secundario de vivir en un segundo idioma, uno en el que me siento muy cómoda pero nunca igual? Quién sabe. Ambas cosas, supongo. Siento que el inglés tiene una textura más volátil, más puntiaguda, con una plasticidad que amo cada vez más, aunque no pueda amar mucho de lo que el idioma haya llegado a representar o los intereses que haya ayudado a servir en el mundo. Silt. Plaintive. Needling.En inglés me siento un poco más directa, un poco más sarcástica. (Otra vez: ¿es el idioma que me genera ese efecto? ¿O es por haberlo hablado primero y siempre?) Lo que sí siento como una gran diferencia al habitarlos es el tema del acento. Mi español, aunque sea todavía y tal vez para siempre con una inflexión gringa, es un español chilango. Pero ya no sé si mi inglés remite a alguna zona en particular. En el gabacho me han preguntado de dónde soy.



AGA: ¿Colaboraste directamente con los cinco traductores al español de los poemas incluidos en Amalgama?



RM: Estuve en contacto directo con todos, con algunos durante un tiempo largo de colaboración y comunicación y con otros de manera más puntual. Digo “colaborar” simplemente en el sentido de que había una conversación, porque cada traductor hizo por su parte lo que implica toda la labor de la traducción en sí, y yo llegué hasta final como una lectora que comenta unas cosas y ya. En todos los casos, los traductores trabajaban en una primera versión, me la enseñaron, la platicamos, y ellos luego le hicieron ajustes para armar una versión final. Me siento inmensamente agradecida con cada uno de los cinco, todos escritores que admiro y traductores de lujo y también personas que quiero mucho como personas.



AGA: Tú también has traducido a tus traductores. Se han adentrado mutuamente en sus textos. ¿Cómo puntualizas esa reciprocidad?



RM: De hecho, he traducido a sólo dos de los cinco traductores representados en Amalgama (a Ezequiel y a José Luis). Admiro mucho a los otros tres y me encantaría traducirlos a ellos también. En el caso de Ezequiel y de José Luis, yo he vivido esa reciprocidad como una gran conversación, como una manifestación tangible y continuo de respeto y de curiosidad.



AGA: ¿Quiénes son tus autores predilectos?



RM: En inglés, para hablar nada más de poetas, vuelvo una y otra vez a Emily Dickinson, Wallace Stevens, Derek Walcott, Robert Creeley, George Oppen, Louise Glück, Galway Kinnell, Robert Hass. Estoy últimamente muy clavada con Jericho Brown, un poeta muy joven, y con Stephen Dunn, no tan joven pero de descubrimiento reciente para mí. En español, dos que me vuelan la cabeza desde que los empecé a leer son Vallejo y Viel Temperley. Más recientemente he estado fascinada también con el trabajo del poeta peruano Rafael Espinosa.



AGA: ¿Cómo es tu proceso creativo?



RM: Lento. Lo que muchas veces ha sido un fuente de inseguridad para mí —el hecho de escribir lento y poco y de haber publicado realmente muy poco— es algo que cada vez más siento la necesidad de afirmar. No porque sea la manera adecuada de hacer las cosas, sino porque tal vez sea mi manera de hacerlas, al menos por ahora. Por lo general, empiezo fijándome en una frase o una imagen, algo que se me queda en la cabeza como un cacho de canción, y ando por la vida pensándola, volteándola, dejándola ser y cambiar, durante días, semanas, hasta más. Para el momento en que me sienta lista para sentarme a escribir algo, típicamente me sale el borrador de un tirón. Escribo esa primera versión a mano y luego la transcribo en la computadora. De ahí le voy modificando, agregando cosas y quitando otras, y todo eso también prefiero hacer a mano, al menos al principio, copiando el poema una vez tras otra. Me gusta sentir esa lentitud; me gusta tener que irme yo más lento para ir sintiendo cómo el poema mismo vaya cambiando. Últimamente me gusta pegarlos en la pared para ver cómo se interactúen entre sí y con el espacio, para poder leerlos y cambiarles cosas con toda espontaneidad, y para convivir con ellos. Verlos todos los días, como cualquier otra cosa.


Entrevista de Alejandro García Abreu, ensayista y editor.
Fuente: https://cultura.nexos.com.mx/?p=11866

Robin Myers


Exceso




Hay un mercado acá que vende todo:

delineador, papayas, rosarios, carne cruda,
plantas en sus macetas junto a otras
retorcidas en ramos.
No sé muy bien cómo lo toleramos.
Hace ya varios años, vi una puesta de sol que duró horas;
o eso me pareció:
el resto de mi cuerpo acompañó a mis ojos
a mirar desde el techo
como si hubiera sido la primera
vez. Más tarde, en camión por las montañas, todos
los que subían en cierta parada
trataban con apremio de venderte algo, casi siempre cebollas.
Ayer me desperté con una angustia
clavada al corazón igual que una mordida sobre un hombro,
y a la mañana fui al mercado
y compré una canasta para el pan.
Me parece que esto es lo que busca la memoria:
no en sí la permanencia,
sino una relevancia
permanente.
Lo dispar todo junto
y luego una canasta para el pan.



Exceso
"Robin Myers (Nueva York, 1987) reside actualmente en la ciudad de México, donde trabaja como traductora freelance y escribe poesía. Sus poemas se han publicado en Letras Libres, Revista Metrópolis, Ventizca, y F Cultura Escrita. Ha traducido a diversos escritores del español al inglés; entre ellos se encuentran los poetas Antonio Gamoneda, Mirta Rosenberg, Eduardo Espina, Alejandro Albarrán, Alejandro Tarrab, Ezequiel Zaidenwerg, Daniel Saldaña y Alejandro Crotto, y los narradores Verónica Gerber, Israel Centeno, Álvaro Bisama e Iris García Cuevas."

Robin Myers

Robin Myers



El retorno




Ésta es la calle donde
naciste. Ésta es la llave que se te cayó en la nieve,
y éste es el abrigo que te pusiste para ir a buscarla.
Éste es el cielo visto desde la ventanilla del avión, la mañana que te fuiste
del país. Éste es el lugar del que pensabas que jamás te irías.
Éste es el sándwich que comiste en la escalinata de una iglesia,
las migas que les diste a las palomas. Ésta es la funda de la almohada
que todavía tiene pelos tuyos. Esto es el verano.
Éste es el continente que cruzaste,
la carta que pusiste a lavar con la ropa por error,
el cuchillo con el que te cortaste picando una cebolla.
Ésta es la maravilla de poder reconocer a un amigo por su tos
en el cuarto de al lado. Esto, aunque estás durmiendo, es un ratón
debajo de las tablas de madera del piso, y ésta es la luz que las recubre,
y éstas son las sombras que salpican la columna vertebral
de alguien que está acostado boca abajo.
Esto es casi lo que querías decir.
Esto es alguien que toca una pieza de Brahms en el piso de abajo,
el vaso de agua que tiembla sobre el piano, el agua derramada.
Esto es enojo, ésta es una clase de manejo, un año de tu vida; la parada
del colectivo, la sábana, la ola de calor; éstos son los
fuegos artificiales que mirabas a lo lejos,
que en silencio brotaban como flores en los montes oscuros.
Ésta es la forma en que mirás a la gente en el tren
y después la extrañás. Ésta es la fe, como un nudo en la soga
que estás trepando, y éstos son tus dedos, ardidos y despellejados
alrededor de ella. Esto no es una excusa. Esto es el mar, adentro
de un caracol. Esto es el mar.
Esto es, según parece, a lo que hemos llegado.
Ésta sos vos, si decidís volver.
Ésta sos vos si nunca regresás.



La metafísica de Pedro el heladero



Según lo veo yo, el cielo es otro
mundo, nada más,
y yo no soy de ahí.
Vi un programa en la tele acerca de los peces de las profundidades,
que viven tan profundo que casi no son peces, sino apenas
pinchos y lamparitas que relumbran en un lugar extraño.
Nosotros no podemos bajar tanto, excepto en una máquina.
De intentar respirar, nos ahogaría el agua,
y nos aplastaría la oscuridad. Mientras que aquellos peces
se la pasan nadando por ahí, con sus luces de giro y sus dientitos,
comiendo lo que sea que ellos comen,
todas nuestras palabras y los planes que hacemos no nos sirven de nada;
y todas esas sombras y las cosas que brillan,
junto con la comida invisible de los peces,
tienen bastante más sentido que nosotros.
¿Por qué sería diferente el cielo?
Otro país por el que para entrar tenemos que morir,
y donde ya no importan la tierra ni la sangre ni los huesos,
y hay que aprender a parecerse al aire
después de caminar por tantos años.
Cuando a la noche prendo una vela al costado de mi cama,
eso es lo más que llego a parecerme
a los peces de las profundidades.
Se me voló el sombrero un día de viento;
quizá eso se parezca un poquito a volar
o a tener un espíritu o a ser uno. Jamás volví a encontrarlo.
Quizá llegue a algún lado antes que yo,
quizá me quede donde estoy sin él.

ROBIN MYERS (1987, New York, Estado Unidos de Norteamérica)
Traducción: Ezequiel Zaidenwerg
Imagen: www.poetryinternational.blog.org 

Designed by OddThemes | Distributed by Blogger Template Redesigned by PRD