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Alejandra Pultrone, poesía y psicoanálisis

Hopper



Alejandra Pultrone nació el 24 de marzo de 1964 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, República Argentina. Es Profesora en Letras por la Universidad de Morón. Desde 1997 y hasta 2009, de modo ininterrumpido, realizó estudios de psicoanálisis. De entre las antologías en las que ha sido incluida, destacamos “Animales distintos: Muestra de poetas argentinos, españoles y mexicanos nacidos en los sesentas” (Ediciones Arlequín, ciudad de México, 2008). Fue directora de “Stevenson” (1992-1997), librería especializada en poesía, y asistente de dirección de la revista-libro de literatura “Sr. Neón”, desde sus inicios (nº 1, julio 1992) hasta su edición final (nº 10, diciembre 1995). Co-dirigió el sello editorial de poesía “Libros del Empedrado” (1994-2004). En soporte papel publicó los poemarios “La cuerda del silencio” (1991) y “Hopper” (1995). Este último cuenta con segunda edición en formato caja-libro (2005). En formato caja-libro apareció en 1997 un tercero: “Ciudad demolida”, el cual tiene, lo mismo que “Hopper”, edición electrónica (por Nostromo Editores, en 2006 el primero de los citados, y en 2003 el segundo). Un cuarto poemario, “Restos de poda”, fue editado electrónicamente en 2004 por la revista española “Teína”.  



          1 — ¿Despuntar de recorridos desde la palabra y la escritura?

          AP — Mi primer encuentro con la literatura fue desde la voz de mis padres: mi madre fue la de la narración, quien me leía mis “cuentitos” españoles ilustrados por Juan Ferrándiz —esos que se vendían en los kioscos de diarios y revistas— y las historietas de La Pequeña Lulú. Mi padre fue la voz de la invención: me narraba historias donde todas las princesas llevaban mi nombre. El mío pertenece al de una princesa inglesa admirada por mi madre por su elegancia, inocente ideal para una niña criada entre hermano y primos varones. Un deseo que ella dio a luz junto conmigo, según instala la novela familiar, ya que iba a llamarme Nora. Mi educación y formación espiritual fue católica apostólica romana desde el inicio, a diferencia de la de mi hermano, quien recibió su educación primaria en la escuela pública y laica y sólo en la adolescencia prosiguió en una escuela católica.  Entonces mi infancia estuvo atravesada por hagiografías para niños y catequesis post Concilio Vaticano II, novelas de la colección Robin Hood, las de Luisa Alcott y Juana Spiry, historietas de Disney editadas en México, las revistas “Billiken” y “Anteojito”. Y las historias de vida de heroínas románticas como Santa Teresita de Lisieux y Bernardette Soubirous, “una mezcla milagrosa”, como dice el tango… Alrededor de los siete años mi prima mayor había encontrado un ejemplar de “La amada inmóvil” de Amado Nervo y quedé cautivada por esa aventura de amor trunco. De una antología de poemas de mi padre recuerdo también un poema tristísimo de Evaristo Carriego, “La silla que ya nadie ocupa”, referido a la orfandad materna. Apenas concluida mi primera clase de Castellano en primer año, me acerqué con la timidez que me caracteriza a la profesora para preguntarle dónde iba a poder, al finalizar el colegio secundario, estudiar lo que ella enseñaba. Me respondió con una sonrisa asombrada, enumerando posibilidades futuras: algo de un destino se selló allí. Comienzo a escribir poemas a los dieciséis.


          2 — Y llegamos a tu despedida del colegio secundario.

          AP — Sí, cuando la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires estaba desmantelada, en las postrimerías de la dictadura y retorno a la democracia. Gracias al entusiasmo de una prima política —quien fue una guía excepcional en la adolescencia y orientó mis lecturas— egresada y docente de la Universidad de Morón, accedo a una formación privilegiada para esos últimos años de censura y represión: algunos de mis profesores fueron Noemí Ulla, Susana Zanetti, Graciela Gliemmo, Celina Manzoni, Miguel Wiñazki, Susana Santos, Alba Correa Escandell, Alicia Parodi, Graciela Susana Puente. En 1985 Octavio Paz llega a nuestra ciudad y asisto a su lectura de poemas, la que me produjo un cambio radical en el modo de concebir la escritura poética.


          3 — El escritor valenciano Rubén A. Arribas, en 2002, te hizo un reportaje que se difundió en Internet: considerabas experimental a tu primer libro. ¿Qué —con qué— experimentabas?... Y algo más, un comentario: el texto que introduce en ese corpus se titula “El cuadro”. Lo que, si se quiere, “anticipa” a “Hopper”.

          AP — Experimentaba con el lenguaje poético, era la búsqueda incipiente de mi propia voz. Ese libro inicial está compuesto por poemas escritos con un fervor juvenil, es el testimonio de mis primeras lecturas y encuentro con poetas “capitales”: Alejandra Pizarnik, Silvia Plath, Miguel Hernández, Federico García Lorca y tantos otros. Por supuesto, los poetas del ámbito literario argentino de los ochenta. Conocí en el Centro Cultural General San Martín a Jorge Santiago Perednik [1952-2011], quien dictaba dos cursos que fueron muy importantes para mí, uno dedicado a Octavio Paz y otro a Héctor A. Murena. Así me acerqué a la revista literaria “Xul” que él dirigía. Yo estaba en mis primeros años de formación académica y portaba una posición de rebeldía, con cierto exceso de crítica a lo que veía como enciclopédico. Perednik me ofreció otro modo de cuestionar los textos, otra imagen de escritor. Le estaré siempre agradecida. 
          Está también el cruce no sólo con la pintura, sino con el rock nacional: hay poemas dedicados a Federico Moura, por ejemplo. Fui una joven que disfrutó mucho de la música de su tiempo. Mi hermano tenía una banda de rock en su adolescencia y los ensayos eran en nuestra casa, así que en mi infancia los sonidos del llamado “rock progresivo” sonaban diariamente, desde muy chica escuché a Almendra, Pappo, Arco Iris, Aquelarre… Con una compañera de facultad, hoy psicoanalista, María Laura Rodríguez Mormandi, realizamos un trabajo crítico de las letras de toda la discografía de Virus, la banda musical de Moura, que no llegamos a editar. En “La cuerda del silencio” hay un pasaje por ahí. Y claro, por la pintura, es cierto, hay una anticipación. “El cuadro” es mi primer intento de captura de la experiencia estética de contemplación de una pintura: Magritte y “La condición humana”. Fue un pintor que me acompañó en esos años. 
          Ya que hablamos de anticipación, en “La cuerda del silencio” también hay una referencia al psicoanálisis, un texto dedicado a mi primera analista. Son los dos grandes encuentros “fundacionales”: poesía y psicoanálisis.


          4 — Edward Hopper (1882-1967), en algún lugar dijo o escribió lo que vos instalás antecediendo tus textos a partir de su obra: “Mi deseo era pintar la luz del sol sobre una pared”. Alejandra Silvia Pultrone: ¿Cuál es tu deseo?...

          AP — ¡Qué pregunta difícil, Rolando! Si apuntás hacia el deseo de escribir, diría que contra viento y marea se sostenga, que pueda abrirse camino como siempre lo hizo, con más o menos esfuerzo, según las instancias de la vida. Hace poco pensaba que, si tuviese que ubicar una constante en mi existencia, sería la escritura. Y la lectura. Otros deseos fueron oscilaciones, estuvieron encendidos un tiempo y se apagaron. La escritura es una llama débil o fuerte, siempre encendida. 
          Escribo un diario desde los doce años, que fue transformándose; es una escritura- collage que alberga todos mis intereses, una miscelánea manuscrita atravesada de fotos, recortes, notas bibliográficas, poesía, pequeñas narraciones cotidianas. Hace un tiempo comencé la tarea de extracción de los poemas que se encuentran allí: son “los poemas escondidos en los cuadernos”. 


          5 — ¡Oh!, y tu época de artesana (en mi casa lucen algunos trabajos tuyos): en madera, en cerámica. Estudiaste dibujo y pintura artística. ¿Qué te fue pasando durante aquel lapso de aprendizaje primero y de labor después? No creo que hayas abandonado por completo. 

          AP — La artesanía me permitió atreverme a crear en un espacio desconocido. En mi familia, la artesana, la que pintaba era mi madre… Es una época que recuerdo con alegría y cariño; el taller de artesanías es, en general, un ámbito femenino, donde se crea y se cuenta; las mujeres volcamos allí bastante de la vida cotidiana, los afectos, los hijos, los nietos. Me reunió con historias muy distintas a la mía, aprendí, disfruté. Y pude compartir la actividad con mi madre: fue muy valioso desde ahí. El estudio de pintura artística lo sostuve durante unos años, invocando la frase arltiana, lo poco que realicé, fue con “prepotencia de trabajo”. No tengo con la pintura, lo que suele llamarse “mano”, don natural, todo lo que pude conseguir allí, fue desde el esfuerzo. Y a veces, un impedimento para seguir: tenía ideas, pero me faltaban recursos técnicos y eso me desalentaba un poco. Trabajé con óleo y acuarela. Me atraen especialmente los motivos marinos. En la actualidad no estoy pintando, pero sé que voy a retomar la actividad.


          6 — Y has tenido tu etapa como directora de “Stevenson”, el que además de ser un espacio bello de librería (y editorial, en el primer piso), lo fue de Ciclos de Poesía. Y hasta compartiste la responsabilidad de dirigir una colección donde, entre otros poetas, editaron a Santiago Bao, Carmen Bruna, Eduardo D’Anna, Patricia Coto, Alberto Luis Ponzo, María Barrientos y Alejandro Schmidt. ¿Qué rememoramos? Y sin olvidarnos de “Sr. Neón”.

          AP — “Stevenson” fue un proyecto ambicioso: especializada en poesía cuando comenzaban a instalarse en Buenos Aires las grandes cadenas, donde la librería dejaba de ser un espacio de encuentro y referencia y el librero, un lector avezado. Intentamos resistir, pero desde el punto de vista de la comercialización de los libros, era imposible competir: o nos resignábamos a vender otro tipo de material o cerrábamos, y bueno, tomamos la determinación de cerrarla. Aún hoy hay gente que la recuerda, con su luz de neón azul atravesando el frente negro, las paredes de ladrillo, los muebles rojos, el secreter que oficiaba de caja… Convivían lo nuevo y lo antiguo.
          “Poesía en Stevenson”, que presentábamos los sábados, ofreció un despliegue de voces, sin pertenencia a grupos o estilos, y eso me parece hoy una marca interesante. No siempre ocurre, a veces se invita a leer a los amigos, a los que simplemente nos gustan o se parecen a nosotros en el modo de escribir. No hicimos eso, apostamos a la diversidad. 
          Idéntico criterio sostuvimos con la editorial “Libros del Empedrado”: pluralismo. Fue una colección cuidada, en el sentido de no forzar publicaciones; se trataba de estar atentos a un reconocimiento: distinguir un poemario que pudiese ser incluido. Que haya títulos de Alberto Luis Ponzo y Carmen Bruna, entre tantos otros, me gratifica. Me preguntás qué rememoramos, y en ese plural nos incluimos porque vos fuiste parte de esa historia, publicaste en la editorial e integrabas la redacción de Neón, como la llamábamos. Años de amistad y poesía. Hace poco, en el programa de radio “Luna Enlozada” (de la Asociación de Poetas Argentinos), cuando me preguntaron qué extrañaba de aquella época, respondí que el primer contacto con cada “manuscrito”, la sorpresa de ese encuentro. Es una instancia inefable, saber que una está entre los primeros lectores de un libro. Lo hago extensivo a un poema, o cualquier texto que alguien escribe como literatura. Procuro manejarme con precaución y respeto cuando sucede. Sé por experiencia personal lo que significa convocar a otro para que nos lea. Lo excepcional de esa tarea que, sin embargo, se me presentaba cotidiana, hoy la evoco con nostalgia. Hay cosas que sólo es posible sopesarlas en su acertada dimensión, con el paso del tiempo.
          Realizamos tres “Antologías del Empedrado” durante los años 1996, 1997 y 1999, en las que se sumaron numerosos poetas y cuyas presentaciones disfrutamos en Stevenson, con música de jazz, y lecturas. Algunos de los escritores que participaron en ellas fueron Liliana Aguilar, Wenceslao Maldonado, Silvia Mazar, D.R. Mourelle, Anahí Lazzaroni, Diego Muzzio, Susana Szwarc, Rolando Revagliatti, Melina Brufman, Eduardo Mileo, Norma Mazzei, Carlos Paz, Daniela Bogado.
          “Sr. Neón” surgió del proyecto editorial del que formaba parte. Con su formato libro, ilustraciones, tapas color, dibujos de los niños de la familia y fundamentalmente, un humor, como suele decirse, irreverente. Allí sí, participábamos de un modo descontracturado, se comentaban libros, se publicaban poemas, cuentos y artículos, había espacio para difundir otras iniciativas literarias. Eran características unas viñetas enmarcadas donde se contaban anécdotas, situaciones a veces hilarantes que nos ocurrían, como recibir cartas dirigidas al Sr. Stevenson… Fue lo más lejano a una revista literaria convencional, por eso algunos lectores no sabían en qué lugar ubicarla, y hasta les resultaba incómoda. Nunca exenta de ironía, crítica y propuestas. Si uno se detiene en alguno de sus números, topa con la inquietud a los escritores sobre qué es escribir, en un intento de abrir el interrogante desde lo personal a lo colectivo, por ejemplo. O la propuesta concreta de canje de libros de poesía, donde se les instaba a los escritores a que trajeran cinco ejemplares de sus libros y se llevaran cinco de otros autores, en un claro intento de intercambio y circulación de ediciones en un ámbito propicio para su visibilidad. Neón fue acompañando el trabajo editorial y de la librería y de los escritores que participaban.


          7 — Es mientras ya “Stevenson”, en aquellos años de exterminador neoliberalismo, cerraba sus puertas, cuando comenzás tu formación en psicoanálisis. ¿Por qué andariveles, Alejandra?

          AP — A mediados de los ochenta comencé un análisis de orientación lacaniana, una experiencia que significó un giro copernicano para la joven mujer que yo era y que se extendió muchos años. Ya a fines de los noventa, por invitación de la que era mi analista, asistí a un seminario sobre el seminario “Aun” de Jacques Lacan, y a partir de allí se abrió una época fecunda de estudio en distintas instituciones, que duró más de una década y que propició nuevos modos de acercamiento a la poesía. 


          8 — Además de aspirar a que me cuentes porqué desestimaron la edición del ensayo sobre Virus, y retornando a “Hopper”, qué discernís respecto del vínculo entre palabra y poesía, entre poesía e imagen, e incluso instalándonos en “Ciudad demolida”, mirada tuya sobre una determinada ciudad, sobre la fantasmática de una incontenible demolición.

          AP — Fue un ensayo de juventud, teníamos veinticinco años. El proyecto no fue desestimado, surgieron otros y como suele decirse, se durmió. Llegó a leerlo uno de los integrantes de Virus, pero ciertas circunstancias (viajes, trabajo) nos fueron alejando de la posibilidad de una edición. Es cierto, actualmente hay muchas propuestas electrónicas, pero el libro pertenece a otro momento, quizás con una revisión adecuada, hoy podría encontrar su lugar. 
          “Hopper” fue para mí el ingreso a un nuevo estilo de aprehender lo poético. Hasta ese momento, la imagen no había tenido tanta presencia en mis poemas. Yo iba de la palabra a la poesía, hacía esa torsión del lenguaje, por decirlo de un modo “a lo Lacan”. En muchos de mis primeros poemas resuenan otras voces: las de la infancia, las de las mujeres de mi familia, una memoria evocada casi con melancolía. Hay, inicialmente, un yo lírico muy apalabrado. El encuentro con la obra pictórica de Hopper fue abrir la palabra a lo que la mirada recogía, entonces la búsqueda fue totalmente diferente. Transformar en palabra poética esa conmoción de la mirada. Me encontré con el cuadro “Nighthawks” en un bar de la ciudad de Mar del Plata, donde pasé los veranos por más de cuarenta años… Fue como suele decirse, un amor a primera vista. Esos personajes, al borde de la noche, noctámbulos de una ciudad dormida, acodados en la barra de un bar… A partir de esa primera visión, lo que vino después, fue seguir mirando sus pinturas y escribir. Es un poemario diseñado, con un criterio de “doble” traducción: por un lado, entre los títulos originales en inglés, y su versión en español y por otro, de la pintura al poema. Como decía en esa entrevista de Rubén Arribas que mencionás, es un libro que redunda todo el tiempo. Resultaron muy interesantes los comentarios de aquellos que lo leyeron y me los transmitieron: en general, provocó ir hacia el encuentro de las pinturas, es decir, propició una reunión. También me sentí identificada con la estética despojada de la paleta de Hopper. Siempre se dice que sus cuadros representan la soledad urbana. Ciudades pujantes que, sin embargo, albergan almas solitarias. Él era un hombre metódico que también veraneaba siempre en un mismo lugar —Cape Cod—, escenario de muchas de sus pinturas. Su obra es de una gran intensidad poética. Necesité hacer ese pasaje, traer esas imágenes a este lugar del lenguaje. Claro, que mirar es también una operación de la lengua. Recuerdo cuando estuvo en cartel en Buenos Aires la obra teatral “Red” de John Logan. Recrea desde la ficción el encuentro del artista plástico Mark Rothko con su joven asistente. Transcurre en su estudio. Una de sus mejores escenas es cuando ambos gritan simultáneamente en el medio de una discusión qué es el rojo para cada uno. Podríamos decir que son sólo palabras: el amanecer, la sangre que brota de las venas, Papá Noel, ¡Satanás! Una tras otra, arrojadas para obtener la esencia de un color. 
          A mí me conmueve que, para algunas pocas personas, Hopper primero fue el nombre de un libro, que hayan ido desde el poema a la pintura, en ese planteo inverso de encuentro poético que va de la letra al pincel, por decirlo de algún modo.
          En “Ciudad demolida” el trabajo fue distinto: es un poemario concebido a partir de viejas fotos. La imagen es un punto de partida de cada poema, pero —como bien decís— se interpone lo fantasmático, te diría que ocupa el centro. Cuando me encontré con esas fotografías, también en un verano marplatense, lo que me impresionó fue que en la ciudad en la que yo habitualmente comenzaba cada año de mi vida desde la infancia, había otra, escondida desde la oscuridad que toda demolición impone. Lo más impactante es que fue esplendorosa —arquitectónicamente hablando— y arrasada para dar paso a una construcción desordenada. Y, sin embargo, persiste. Hay rastros, en las calles, objetos diseminados en los museos. Su historia alberga muchos datos curiosos, por ejemplo, la araña del comedor del majestuoso Hotel Bristol, sigue alumbrando en la Catedral de la ciudad. La que amó Alfonsina Storni. Existe una hermosa foto suya conservada donde se la puede ver caminando por la vieja rambla de madera. Entonces, la imagen aquí fue un acercamiento para poder desplegar poéticamente algunos fragmentos de esas escenas perdidas. Ese fue mi objetivo estético.


          9 — ¿Nos quedan por allí unos “Restos de poda”? Y tal vez otros poemarios. 

          AP — Sí… “Restos de poda” es un poemario introspectivo, un regreso a la intimidad de la letra: la pura evocación desde la palabra poética de una memoria ligada a las emociones. Trabajé con esos recuerdos de infancia que tienen una insistencia en mi historia. Tuve una niñez rodeada de mujeres y el libro intenta dar permanencia a algunas de sus voces. 
          “Seca palabra” es otra colección: reúne dos series de poemas muy diferentes: una, con una impronta también más intimista, femenina. La otra surgida, nuevamente, a partir de una pintura: “La Dama de Shalott” de John William Waterhouse y su entrecruzamiento con el poema de Alfred Tennyson.
          En la actualidad estoy trabajando un poemario surgido como desprendimiento del diario que escribí durante los dos años posteriores a la muerte de mi padre. Poemas, prosa poética que oscila entre la elegía y el duelo. Su título es “Aflicción”.


          10 — Acaso fue en 2012 cuando me sorprendiste obsequiándome por mi cumpleaños, un magnífico volumen de 570 páginas: “Cartas a los Jonquières” de Julio Cortázar (esto es: cartas de Julio Cortázar al poeta y pintor Eduardo Jonquières y a su esposa María, entre 1950 y 1983). Fue después de devorármelo que te lo presté. ¿Qué te pareció? ¿Qué libros confesionales, testimoniales, recomendarías a nuestros lectores?

          AP — Como bien sabés, me gusta muchísimo el género epistolar. Las cartas de Cortázar a sus amigos los Jonquières me resultaron un muestrario muy valioso, especialmente de los primeros años en París, el aporte de esos detalles cotidianos que un amigo le acerca a otro que está lejos y que sostienen el lazo a pesar de la distancia. Hablás de “devorártelo”: así es, este “Cortázar epistolar” resulta también un narrador extraordinario. 
          Otro libro del género que recomendaría y que me llegó directo de tu biblioteca, es “Aquí y ahora”, la correspondencia que mantuvieron mi siempre ponderado Paul Auster y J. M. Coetzee: es un intercambio distinto porque son las cartas de dos escritores afamados y profesionales que deciden escribirse después de haberse conocido personalmente. 
          Y otra correspondencia que disfruté fue la que mantuvieron Victoria Ocampo y el escritor y monje trapense Thomas Merton, titulada “Fragmentos de un regalo”, que también contiene sus artículos y reseñas publicados en la revista “Sur”. Una amistad de la que nada sabía. Admiro profundamente a Victoria Ocampo desde mi adolescencia, y hace unos años comencé una lectura de los escritos de T. Merton que se extendió mucho tiempo. Descubrir que eran amigos y que había un testimonio de esa amistad me dio una gran alegría.
          Ahora estoy leyendo la correspondencia de Alejandra Pizarnik. 


          11 — Imagino que pocos deben saber que alguna vez, Adolfo Bioy Casares, expresó en una charla pública en Uruguay: “Finalizo las correcciones cuando no encuentro algo que me hace tropezar o que me da un sobresalto en la página que he escrito. Cuando ya no hay rimas, cuando no me sale toda en octosílabos o endecasílabos. Cuando las palabras que terminan con ese no son seguidas de otra que tiene ese. La ese es una serpiente en el jardín del poeta. (…) Bueno, cuando las cacofonías no están demasiado presentes, cuando he dicho lo que tenía que decir. (…) Hay que leer buenos escritores y tratar de no leer malos escritores. Cuando uno lee un mal escritor piensa que puede escribir igual que ese mal escritor. Cuando uno lee un buen escritor uno ve —equivocadamente— que puede escribir igual, y eso estimula.” En tu caso, finalizás las correcciones cuando… Y lo que quieras añadir respecto de los buenos y los malos escritores.

          AP — Coincido plenamente con lo expresado por Adolfo Bioy Casares: una corrección termina cuando se llega a cierta extenuación de la lectura. Cuando ya no se advierten obstáculos. Pero la mirada cambia, y a veces, basta con volver a leer un texto después de un tiempo más o menos prolongado para encontrarlos de nuevo. Corregir es leer en estado de alerta. J. L. Borges consideraba la publicación como un freno a esa “lectura del tropiezo”, por llamarla de algún modo.
          El buen escritor es ante todo un buen lector, el que puede hacer uso de una competencia de lectura (al modo de Umberto Eco) que le permita un trabajo sin ingenuidades con respecto a su obra. No hay camino allanado para el que escribe bien.  
Para mí, el mal escritor es el escritor ingenuo. El enamorado de sus propias palabras, el que sucumbe a ellas como al canto de las sirenas: el que “no se amarra”.


Alejandra Pultrone selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:


Infancia




La historieta que se mira y no se lee
harina, agua: el alimento de los juegos
la plaza se levanta
adentro
el sol sobre los cuentos españoles
las mujercitas se casan con los ocho primos
el pez naranja se diluye en una imagen
voces
que recorren silencios infantiles
avanza, corre el sueño como un gato. 


                      (de “La cuerda del silencio”)



Nigthhawks




con un solo golpe de neón
se bebieron la ciudad entera

un hombre una mujer un hombre

newyorkers
y los añicos del vaso 
junto a los sueños


                                       (de “Hopper”) 



Bañistas de 1904




Los niños marineros
revisten la playa
donde no hay piel
para zozobrar

la imagen de este rostro
invadido
por la infancia
no cede

juegos de arena
encuentros del azar

vuelvo por un par
de ojos
un aviso de retorno
que asegure


pero las olas se desatan
borrando


                                 (de “Ciudad demolida”)



Carmen




Murió en 1929
a los veintinueve
la enfermedad 
de las chicas de Flores
la consumió
dar vueltas 
a la plaza
rechazar 
al único pretendiente


                                     (de “Restos de poda”)




                        Voló la telaraña y flotó lejos;
                                 El espejo se rajó de parte a parte,
                                 —la maldición ha caído sobre mí— exclamó
                                 la dama de Shalott.

                                                            Alfred Tennyson


La dama
es dragón

una advertencia
en lirio y terciopelo

espejo rojo
estandarte empañado
de lado a lado

cuando 
la mirada
desvía
su rumbo
cierto
preciso

su destino
sin barca
ni orillas
dibujadas


                        (de “Seca palabra”)



De este paño
no he de cortar

tampoco
rodará la lágrima
confundida con el río

de este paño
el cofre

un tesoro
libre de sospechas

brillo silente
peregrino
de una travesía inconclusa


                           (de “Seca palabra”)


Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Alejandra Pultrone y Rolando Revagliatti.




ALEJANDRA PULTRONE (1964, Buenos Aires, Argentina)


Diego Muzzio: Pensaba en mi padre

Otitis     



Cuando me perforaron los tímpanos 
a causa de una otitis crónica 
viví durante un tiempo debajo del mar; 
un submarinista extraviado 
de regreso al cielo. 
La gente me hablaba y yo no respondía. 
Las montañas parecían más azules. 
Al salir del trabajo
paraba el auto al borde de la ruta
y fumaba mirando las nubes.
No escuchaba el tráfico
ni los tractores horadando los campos.
Los árboles eran más verdes.
Pensaba en mi padre.
Nunca nadie había pensado en él
en aquel lugar tan lejos de su tumba.
Después volvía al auto, lo ponía en marcha
y regresaba al camino.
En el asiento trasero mi padre
hablaba durante todo el trayecto de vuelta,
pero yo no podía escucharlo.
Mis oídos estaban llenos de su muerte.


Poema: Otitis,
Otros poemas de DIEGO MUZZIOaquí
Enlaces: Babab
Imagen en El paranoico esplendor



Mi relación con Dios: entre la devoción y la duda.





Por Diego Muzzio




Unas semanas antes de tomar la primera comunión, mi padre se desmayó en la ducha. Aneurisma cerebral. Lo internaron. Estuvo hospitalizado una semana. Una de esas noches, recé. No para que se salvara: recé para que se hiciera la voluntad de Dios. Si su voluntad era que mi padre viviera, mucho mejor. Pero lo que yo quería era una resolución a tanta incertidumbre. La angustia me aplastaba el pecho y yo quería volver a respirar. A la mañana siguiente, Dios había expresado su voluntad: mi padre estaba muerto.




Yo tenía diez años; comulgué por primera vez viendo la imagen del ataúd de mi padre, que no podía borrar de mi cabeza. El mundo, de pronto, se había vuelto pura intemperie.




Mi familia era católica como suelen serlo la mayoría de las familias de clase media, es decir, de la boca para afuera. Mis padres no eran practicantes. Sin embargo me bautizaron y, más tarde, me mandaron a hacer la primera comunión. Era una tradición, una obligación social.Solo que yo me tomé las cosas en serio. La muerte de mi padre profundizó la fe que ya sentía y, a los diez años, creía con la convicción y la pureza propias de la infancia.






Hasta empezar el secundario, fui católico. Tomé la confirmación, iba a misa, me confesaba, comulgaba. Cinco años en un colegio religioso pulverizaron totalmente mi catolicismo. Las autoridades y profesores responsables de nuestra educación religiosa parecían ensañarse especialmente con las enseñanzas de Jesús. En esas aulas se seguía una doctrina ciega, fascista, muy alejada del amor y de la misericordia cristiana. El cura, que también era el director, aprovechaba la confesión para sonsacar a los alumnos información sobre quién se copiaba en los exámenes. Si alguien se atrevía a discutir los axiomas religiosos que alguna profesora intentaba meternos a la fuerza en la cabeza, era inmediatamente tildado de imbécil o expulsado del aula. Pero, además de eso y seguramente lo más importante, a esa altura yo ya conocía todas las atrocidades cometidas por la Iglesia a lo largo de la historia.



Resultado: en cinco años me transformé en un acérrimo enemigo de esa Iglesia de la que había formado parte. Ingresé a ese colegio siendo un católico convencido y egresé dispuesto a ridiculizar a cualquiera que dejara en el aire el más leve tufillo de incienso.

Desde los catorce o quince años escribía poesía, pero debe haber sido a los veinticinco que leí por primera vez al poeta norteamericano T. S. EliotLos hombres huecos y La tierra baldía me deslumbraron, pero Miércoles de ceniza me abrió todo un nuevo campo de lectura. Por esas páginas luminosas andaban dando vueltas el Antiguo y el Nuevo Testamento, la liturgia de la misa, Dante, temas centrales de mi formación como creyente; y, aunque hacía ya varios años que pensaba haberme sacado de encima la pesada mochila religiosa que cargaba desde la infancia, la lectura de Eliot me sacudió como ningún otro autor volvió a hacerlo, antes o después. No solo me proyectó de nuevo al interior de ese mundo que yo creía haber dejado atrás, sino que me autorizó a replantearme el tema de la fe.






En esa época, trabajaba como cadete en una agencia de turismo, en el centro, y pasaba el día caminando y leyendo. Si tenía que hacer la cola del banco o en alguna compañía aérea –de hecho mi trabajo consistía básicamente en hacer filas– sacaba un libro del bolsillo y me ponía a leer. Cuanto más larga la cola, más tiempo de lectura. Pero lo mejor que me podía pasar en la semana era tener que llevar un pasaje a algunos de nuestros clientes en Flores o en Pompeya. Eso significaba que tenía aproximadamente cincuenta minutos de viaje en colectivo de ida y cincuenta de vuelta: más de una hora y media para leer sin interrupciones.




Gracias a T. S. Eliot empecé a interesarme en los místicos, teólogos y escritores religiosos. En esos viajes en colectivo, en esas largas filas frente a la ventanilla de algún banco –los bolsillos cargados de cheques y dinero en efectivo–, leía a San Juan de la Cruz, a San Agustín, al Maestro Eckhart, a Pascal, a Merton, a Bloy. Cuando me tocaba el turno y levantaba los ojos del libro que estuviese leyendo y avanzaba hacia la ventanilla para cobrar un cheque o depositar una suma de dinero, sentía una especie de golpe, una ducha helada de realidad. El mundo en el que había estado sumergido hasta ese momento, las ideas y sentimientos que me habían tenido absorto eran tan distintas de mi rutina laboral que, de pronto, al emerger, me sentía agobiado, exhausto por el peso tenebroso e inútil de lo cotidiano.




A veces, en el camino de regreso a la oficina, pasaba por la puerta de una iglesia. Nunca había estado tentado de volver a entrar en una. Sin embargo, de un tiempo a esta parte –seguramente a causa de ese abismo que se abría cuando cerraba cualquiera de mis libros y volvía a la “realidad” o al presente, como se quiera–, me sorprendía con un pie en el umbral, aunque siempre lograba rechazar la tentación y rápidamente daba media vuelta y volvía a internarme entre la muchedumbre. Hasta que, un día, atravesé la puerta y me senté en uno de los bancos del fondo, y allí me quedé un rato, en la penumbra, lejos del ajetreo de la calle.




A partir de entonces, entrar un rato a la iglesia se volvió una costumbre. Mientras estaba allí no rezaba, no pensaba en nada en especial. Sólo me quedaba unos minutos y volvía a trabajar.




Poco a poco, gracias a esas lecturas, empecé a darme cuenta de que podía creer en Dios sin adherir a la Iglesia Católica y sin sentirme irremediablemente estúpido. Esto, que para muchos tal vez parezca una obviedad, no lo es tanto cuando se ha formado parte de la Institución. Por otra parte, si hombres tan inteligentes como los físicos Max Planck –quien afirmaba, al igual que los místicos judíos, que la materia no existe–, Albert Einstein o Blaise Pascal, habían creído en Dios: ¿por qué yo no podía creer a mi modo? ¿Por qué no podía reconciliarme con mi fe, aunque no volviera a confesarme, a comulgar o a ir a misa nunca más?




Los Pensamientos de Blaise Pascal (1623-1662) era uno de los libros que más leía. Con apenas veinticuatro años, Pascal era ya un renombrado matemático. Para ayudar a su padre, Comisario Real y jefe de recaudación de impuestos de Normandía, Blaise inventó la «rueda de Pascal» o Pascalina, considerada como una de las primeras calculadoras. Su conversión súbita y definitiva, una noche del año 1654, a raíz de un accidente en el que pudo haber perdido la vida, me interpelaba constantemente. Pascal escribió enseguida su experiencia y, durante el resto de su existencia, llevó abrochado aquel “memorial” en el interior de su jubón. No sabemos exactamente en qué consistió esta visión, pero sí que duró un par de horas. El escrito comienza con la palabra FUEGO, en grandes letras mayúsculas, y en el mismo se repiten las palabras “certidumbre, sentimiento, gozo, paz”.




También leía mucho a León Bloy, sobre todo su libro La sangre del pobre. La sangre del pobre es el dinero, afirmaba el francés, y desarrollaba la idea de que hay una maldad inherente en la riqueza, ya que el que tiene mucho es porque se lo está quitando a muchos otros. Ahí veía yo la utilidad de ese fuego, escrito con mayúsculas, en el memorial de Pascal, aunque para él fuera otra cosa. En mi concepción cristiana, el dinero era el mal absoluto, el verdadero enemigo de Cristo.Jesús había abominado de los ricos y echado a los mercaderes del Templo. “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre en el Reino de los Cielos”, había dicho Jesús, según el evangelista Mateo. Había que quemar el dinero, abolirlo. El egoísmo, la codicia, el ansia de enriquecerse, era para mí la peor aberración y el motivo de la mayor parte de los males del mundo (sigo pensando lo mismo, aunque hoy puedo vivirlo de otra manera). En aquel momento, sin embargo, mi trabajo me obligaba a estar a diario en contacto con dinero. No me pertenecía, pero lo transportaba, debía cuidarlo y ponerlo a buen recaudo para que su dueño, con mi aceptación tácita, continuara perpetuando un sistema injusto e inhumano. En esos desplazamientos constantes entre el banco y la iglesia en la que me recluía durante algunos minutos al día, pensaba en lo contradictorio, lo paradójico que era el hombre, yo el primero: cuanto más abstracto era aquello que adoraba –ya se llamara Dios o Dinero–, más monumentales eran los edificios que levantaba para simbolizarlo.

Muchas veces pensé en deshacerme de la plata que llevaba encima, dársela a alguien que de verdad la necesitara. Como ese dinero no me pertenecía, como no podía quemarlo, empecé a deshacerme del mío. Lo regalaba, lo perdía, me lo sacaba de encima. Mi sueldo ya era escaso pero, cuando adopté dicho comportamiento, no llegaba ni a la mitad del mes. Comía poco, no compraba nada que no fuera indispensable. Al mismo tiempo, volví a rezar. Como había sucedido con la enfermedad de mi padre, no rezaba para pedir nada en especial. Yo sabía que no se reza para pedir, sino sólo para agradecer. Así que oraba. No lo hacía de manera automática, no era la mera repetición de ciertas frases en determinado orden. Oraba consciente de lo que hacía, pensando en el sentido y en la profundidad de cada palabra.




Mis actividades básicas se resumían a caminar, leer, escribir poesía y orar.




Ahora tengo que explicar lo más difícil. Al cabo de unos meses de esta vida, empecé a sentir un cambio. Era una sensación física, un estado de alegría profunda. Alegría, esa es la única palabra que puedo invocar, aunque era algo más que eso, también era una especie de paz que me asaltaba en cierto momentos del día, momentos siempre breves pero muy intensos.




Un día, ese estado me sorprendió caminando por una calle del microcentro. Esta vez fue más fuerte que otras. De pronto, dejé de escuchar el ruido alrededor, todo adoptó otra velocidad, y sentí una fuerza que me agarraba de la nuca y me tiraba hacia arriba, suave, literalmente; duró apenas segundos. Después, abruptamente, terminó.




Durante un tiempo, seguí leyendo a los místicos, pero luego la poesía me llevó hacia otros lugares, otros autores. Sin embargo, nunca pude olvidar esos meses. No volví a experimentar nada igual. Nunca supe qué nombre darle a esa fuerza que, durante unos segundos, me levantó del piso.

Tal vez era la mano de mi padre.



Fuente: http://www.clarin.com/sociedad/Mundos-intimos-relacion-Dios-devocion_0_1597040404.html#




Diego Muzzio: Ante la brama de otoño los jóvenes ciervos luchan entre sí...


Ciervos


Deer, death is near…
Frederick Seidel


Ante la brama de otoño
los jóvenes ciervos luchan entre sí
pero los viejos machos son solitarios
como solitarios eran los místicos,
y mientras unos descienden de las montañas
a los bosques y valles para aparearse,
los otros se alejan a lugares elevados.
La poesía llega a veces con dificultad,
muy lentamente; con la misma lentitud
ascienden los viejos ciervos la montaña,
deteniéndose a menudo, inclinando
sus largos cuellos hacia la tierra
con tal humildad y sosiego que nadie
podría decir si rumian o rezan.


La brama de los ciervosOtros poemas de DIEGO MUZZIOaquí
Imagen: f Diego Muzzio, en la casa de Rimbaud, Charleville, Francia

Diego Muzzio: La penumbra desconcierta

Nox    



Si la oscuridad resbala sobre las ventanas 
y paralelo a mi mano persiste el fósil 
de una taza de café, es que llegó la noche. 
No puede extrañarme que llegue la noche. 
No debería extrañarme. La noche siempre llega.
En silencio, empujada por la espuma
de otras noches disueltas tras su espalda,
o quizás al despertar de una siesta prolongada.
Cuando los ojos se abren a la oscuridad,
la penumbra desconcierta.
Pero ahora habrá que levantarse, tender la cama,
cenar, permanecer despierto hasta el alba;
y pensar, bajo la luz de la lámpara, en lo que dejé atrás:
tardes en que el músculo del brazo
trazaba en el aire la arquitectura de la pesca,
forma única y falaz de eternidad posible.
El sol hundido en la nuca, anzuelos que parecían de oro.
Y después abandonar el muelle con un volcán
de hirvientes pejerreyes, aun sabiendo que,
tres días más tarde, los peces comenzarían a morir
muy lentamente. Aun sabiendo que una mañana
encontraría diez tajos plateados en el agua estancada.
Miro mis manos con el mismo asombro de siempre.
Nunca dejaron de asombrarme, mis manos,
ni tampoco el mudo puño que retiene
el orden momentáneo de mis venas, de mis huesos,
el orden de la luz en los ojos siempre abiertos
ante la inminente caída de la noche.



Otros poemas de DIEGO MUZZIO, aquí
Imagen en Editoriañ Entropía

Diego Muzzio: Esas son las últimas palabras que Robert Lowell

West 67 Street, poesía argentina


Ciertas observaciones en un jardín




He olvidado lo que alguna vez supe de los árboles
pero, si fuera pintor, podría pasar mi vida pintándolos,
aunque mis manos torpes apenas sirven para trazar
una y otra vez las negras líneas de ciertas palabras
o para recolectar cerezas dispersas sobre una tierra
al otro lado del océano. Adramandoni; ese es el nombre
que los ángeles confiaron a Swedenborg en sueños:
jardín del Edén; puedo imaginar al hombre y la mujer,
a la serpiente, pero no a Dios: ¿sería sólo una voz?
¿o aparecería imprevistamente entre las ramas como
el gato de Cheshire, sonriendo, desapareciendo luego,
dejando entre las hojas una fantasmal hilera de dientes
y algunas palabras confusas…?: un perro no está loco.
Regreso a las cerezas. Los árboles navegan en la luz,
pero al declinar la tarde yacen de nuevo inmóviles
como trampolines verticales. No hay niños riendo bajo las hojas.
O sólo hay uno: él carga su jardín portátil en la memoria
y, atravesando años de olvido, aparece fugazmente
para recordarme la importancia de cualquier jardín.




West 67th Street




Esas son las últimas palabras que Robert Lowell
pronunció en vida: la dirección de su segunda esposa,
en Nueva York, susurradas al chofer del taxi con
el cansancio de alguien que acaba de atravesar el océano
estudiando la anatomía de las nubes, comparando la veloz
metamorfosis del cielo con la corrupción. Delfines
lo acompañaron bajo el avión, reunidos en la alargada
sombra sobre el agua. Ellos lo sabían. ¿Lo sabía acaso él?
Sin embargo, esa era sólo la primera mitad del camino;
le restaba aún recorrer el resto. Un poema es un acontecimiento,
no la descripción de un acontecimiento, solía decir;
de modo que los árboles a ambos lados de la calle
y los autos que circulan como peces en un acuario,
la luz de un cuadro de Vermeer, los botiquines repletos de torazina,
la casa de piedra de su abuelo y las mansiones bostonianas bajo la nieve,
la celda que ocupó por negarse a matar, el Santo Padre afeitándose,
en una tibia mañana romana detrás de un spinnaker, el humo
de un cigarrillo flotando sobre un poema inconcluso, nada tienen
que hacer aquí. Debo comenzar otra vez, escribir de nuevo.
West 67th Street. Esas son las últimas palabras que Robert Lowell
pronunció en vida, tal vez. No podemos estar seguros;
tampoco es posible imaginar lo que un hombre ve
mientras el barquero lo conduce entre el incesante
movimiento del tráfico y esos inesperados derrumbes de la luz,
una nueva forma de corrupción, como la capacidad de corromper
que la poesía posee y que incluso en ese último instante lo sostiene.
A ambos lados del taxi, delfines lo escoltan en el aire.


DIEGO MUZZIO (1969, Buenos Aires, Argentina)
Imagen en Editorial Entropía



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