Alejandra Pultrone nació el 24 de marzo de 1964 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, República Argentina. Es Profesora en Letras por la Universidad de Morón. Desde 1997 y hasta 2009, de modo ininterrumpido, realizó estudios de psicoanálisis. De entre las antologías en las que ha sido incluida, destacamos “Animales distintos: Muestra de poetas argentinos, españoles y mexicanos nacidos en los sesentas” (Ediciones Arlequín, ciudad de México, 2008). Fue directora de “Stevenson” (1992-1997), librería especializada en poesía, y asistente de dirección de la revista-libro de literatura “Sr. Neón”, desde sus inicios (nº 1, julio 1992) hasta su edición final (nº 10, diciembre 1995). Co-dirigió el sello editorial de poesía “Libros del Empedrado” (1994-2004). En soporte papel publicó los poemarios “La cuerda del silencio” (1991) y “Hopper” (1995). Este último cuenta con segunda edición en formato caja-libro (2005). En formato caja-libro apareció en 1997 un tercero: “Ciudad demolida”, el cual tiene, lo mismo que “Hopper”, edición electrónica (por Nostromo Editores, en 2006 el primero de los citados, y en 2003 el segundo). Un cuarto poemario, “Restos de poda”, fue editado electrónicamente en 2004 por la revista española “Teína”.
1 — ¿Despuntar de recorridos desde la palabra y la escritura?
AP — Mi primer encuentro con la literatura fue desde la voz de mis padres: mi madre fue la de la narración, quien me leía mis “cuentitos” españoles ilustrados por Juan Ferrándiz —esos que se vendían en los kioscos de diarios y revistas— y las historietas de La Pequeña Lulú. Mi padre fue la voz de la invención: me narraba historias donde todas las princesas llevaban mi nombre. El mío pertenece al de una princesa inglesa admirada por mi madre por su elegancia, inocente ideal para una niña criada entre hermano y primos varones. Un deseo que ella dio a luz junto conmigo, según instala la novela familiar, ya que iba a llamarme Nora. Mi educación y formación espiritual fue católica apostólica romana desde el inicio, a diferencia de la de mi hermano, quien recibió su educación primaria en la escuela pública y laica y sólo en la adolescencia prosiguió en una escuela católica. Entonces mi infancia estuvo atravesada por hagiografías para niños y catequesis post Concilio Vaticano II, novelas de la colección Robin Hood, las de Luisa Alcott y Juana Spiry, historietas de Disney editadas en México, las revistas “Billiken” y “Anteojito”. Y las historias de vida de heroínas románticas como Santa Teresita de Lisieux y Bernardette Soubirous, “una mezcla milagrosa”, como dice el tango… Alrededor de los siete años mi prima mayor había encontrado un ejemplar de “La amada inmóvil” de Amado Nervo y quedé cautivada por esa aventura de amor trunco. De una antología de poemas de mi padre recuerdo también un poema tristísimo de Evaristo Carriego, “La silla que ya nadie ocupa”, referido a la orfandad materna. Apenas concluida mi primera clase de Castellano en primer año, me acerqué con la timidez que me caracteriza a la profesora para preguntarle dónde iba a poder, al finalizar el colegio secundario, estudiar lo que ella enseñaba. Me respondió con una sonrisa asombrada, enumerando posibilidades futuras: algo de un destino se selló allí. Comienzo a escribir poemas a los dieciséis.
2 — Y llegamos a tu despedida del colegio secundario.
AP — Sí, cuando la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires estaba desmantelada, en las postrimerías de la dictadura y retorno a la democracia. Gracias al entusiasmo de una prima política —quien fue una guía excepcional en la adolescencia y orientó mis lecturas— egresada y docente de la Universidad de Morón, accedo a una formación privilegiada para esos últimos años de censura y represión: algunos de mis profesores fueron Noemí Ulla, Susana Zanetti, Graciela Gliemmo, Celina Manzoni, Miguel Wiñazki, Susana Santos, Alba Correa Escandell, Alicia Parodi, Graciela Susana Puente. En 1985 Octavio Paz llega a nuestra ciudad y asisto a su lectura de poemas, la que me produjo un cambio radical en el modo de concebir la escritura poética.
3 — El escritor valenciano Rubén A. Arribas, en 2002, te hizo un reportaje que se difundió en Internet: considerabas experimental a tu primer libro. ¿Qué —con qué— experimentabas?... Y algo más, un comentario: el texto que introduce en ese corpus se titula “El cuadro”. Lo que, si se quiere, “anticipa” a “Hopper”.
AP — Experimentaba con el lenguaje poético, era la búsqueda incipiente de mi propia voz. Ese libro inicial está compuesto por poemas escritos con un fervor juvenil, es el testimonio de mis primeras lecturas y encuentro con poetas “capitales”: Alejandra Pizarnik, Silvia Plath, Miguel Hernández, Federico García Lorca y tantos otros. Por supuesto, los poetas del ámbito literario argentino de los ochenta. Conocí en el Centro Cultural General San Martín a Jorge Santiago Perednik [1952-2011], quien dictaba dos cursos que fueron muy importantes para mí, uno dedicado a Octavio Paz y otro a Héctor A. Murena. Así me acerqué a la revista literaria “Xul” que él dirigía. Yo estaba en mis primeros años de formación académica y portaba una posición de rebeldía, con cierto exceso de crítica a lo que veía como enciclopédico. Perednik me ofreció otro modo de cuestionar los textos, otra imagen de escritor. Le estaré siempre agradecida.
Está también el cruce no sólo con la pintura, sino con el rock nacional: hay poemas dedicados a Federico Moura, por ejemplo. Fui una joven que disfrutó mucho de la música de su tiempo. Mi hermano tenía una banda de rock en su adolescencia y los ensayos eran en nuestra casa, así que en mi infancia los sonidos del llamado “rock progresivo” sonaban diariamente, desde muy chica escuché a Almendra, Pappo, Arco Iris, Aquelarre… Con una compañera de facultad, hoy psicoanalista, María Laura Rodríguez Mormandi, realizamos un trabajo crítico de las letras de toda la discografía de Virus, la banda musical de Moura, que no llegamos a editar. En “La cuerda del silencio” hay un pasaje por ahí. Y claro, por la pintura, es cierto, hay una anticipación. “El cuadro” es mi primer intento de captura de la experiencia estética de contemplación de una pintura: Magritte y “La condición humana”. Fue un pintor que me acompañó en esos años.
Ya que hablamos de anticipación, en “La cuerda del silencio” también hay una referencia al psicoanálisis, un texto dedicado a mi primera analista. Son los dos grandes encuentros “fundacionales”: poesía y psicoanálisis.
4 — Edward Hopper (1882-1967), en algún lugar dijo o escribió lo que vos instalás antecediendo tus textos a partir de su obra: “Mi deseo era pintar la luz del sol sobre una pared”. Alejandra Silvia Pultrone: ¿Cuál es tu deseo?...
AP — ¡Qué pregunta difícil, Rolando! Si apuntás hacia el deseo de escribir, diría que contra viento y marea se sostenga, que pueda abrirse camino como siempre lo hizo, con más o menos esfuerzo, según las instancias de la vida. Hace poco pensaba que, si tuviese que ubicar una constante en mi existencia, sería la escritura. Y la lectura. Otros deseos fueron oscilaciones, estuvieron encendidos un tiempo y se apagaron. La escritura es una llama débil o fuerte, siempre encendida.
Escribo un diario desde los doce años, que fue transformándose; es una escritura- collage que alberga todos mis intereses, una miscelánea manuscrita atravesada de fotos, recortes, notas bibliográficas, poesía, pequeñas narraciones cotidianas. Hace un tiempo comencé la tarea de extracción de los poemas que se encuentran allí: son “los poemas escondidos en los cuadernos”.
5 — ¡Oh!, y tu época de artesana (en mi casa lucen algunos trabajos tuyos): en madera, en cerámica. Estudiaste dibujo y pintura artística. ¿Qué te fue pasando durante aquel lapso de aprendizaje primero y de labor después? No creo que hayas abandonado por completo.
AP — La artesanía me permitió atreverme a crear en un espacio desconocido. En mi familia, la artesana, la que pintaba era mi madre… Es una época que recuerdo con alegría y cariño; el taller de artesanías es, en general, un ámbito femenino, donde se crea y se cuenta; las mujeres volcamos allí bastante de la vida cotidiana, los afectos, los hijos, los nietos. Me reunió con historias muy distintas a la mía, aprendí, disfruté. Y pude compartir la actividad con mi madre: fue muy valioso desde ahí. El estudio de pintura artística lo sostuve durante unos años, invocando la frase arltiana, lo poco que realicé, fue con “prepotencia de trabajo”. No tengo con la pintura, lo que suele llamarse “mano”, don natural, todo lo que pude conseguir allí, fue desde el esfuerzo. Y a veces, un impedimento para seguir: tenía ideas, pero me faltaban recursos técnicos y eso me desalentaba un poco. Trabajé con óleo y acuarela. Me atraen especialmente los motivos marinos. En la actualidad no estoy pintando, pero sé que voy a retomar la actividad.
6 — Y has tenido tu etapa como directora de “Stevenson”, el que además de ser un espacio bello de librería (y editorial, en el primer piso), lo fue de Ciclos de Poesía. Y hasta compartiste la responsabilidad de dirigir una colección donde, entre otros poetas, editaron a Santiago Bao, Carmen Bruna, Eduardo D’Anna, Patricia Coto, Alberto Luis Ponzo, María Barrientos y Alejandro Schmidt. ¿Qué rememoramos? Y sin olvidarnos de “Sr. Neón”.
AP — “Stevenson” fue un proyecto ambicioso: especializada en poesía cuando comenzaban a instalarse en Buenos Aires las grandes cadenas, donde la librería dejaba de ser un espacio de encuentro y referencia y el librero, un lector avezado. Intentamos resistir, pero desde el punto de vista de la comercialización de los libros, era imposible competir: o nos resignábamos a vender otro tipo de material o cerrábamos, y bueno, tomamos la determinación de cerrarla. Aún hoy hay gente que la recuerda, con su luz de neón azul atravesando el frente negro, las paredes de ladrillo, los muebles rojos, el secreter que oficiaba de caja… Convivían lo nuevo y lo antiguo.
“Poesía en Stevenson”, que presentábamos los sábados, ofreció un despliegue de voces, sin pertenencia a grupos o estilos, y eso me parece hoy una marca interesante. No siempre ocurre, a veces se invita a leer a los amigos, a los que simplemente nos gustan o se parecen a nosotros en el modo de escribir. No hicimos eso, apostamos a la diversidad.
Idéntico criterio sostuvimos con la editorial “Libros del Empedrado”: pluralismo. Fue una colección cuidada, en el sentido de no forzar publicaciones; se trataba de estar atentos a un reconocimiento: distinguir un poemario que pudiese ser incluido. Que haya títulos de Alberto Luis Ponzo y Carmen Bruna, entre tantos otros, me gratifica. Me preguntás qué rememoramos, y en ese plural nos incluimos porque vos fuiste parte de esa historia, publicaste en la editorial e integrabas la redacción de Neón, como la llamábamos. Años de amistad y poesía. Hace poco, en el programa de radio “Luna Enlozada” (de la Asociación de Poetas Argentinos), cuando me preguntaron qué extrañaba de aquella época, respondí que el primer contacto con cada “manuscrito”, la sorpresa de ese encuentro. Es una instancia inefable, saber que una está entre los primeros lectores de un libro. Lo hago extensivo a un poema, o cualquier texto que alguien escribe como literatura. Procuro manejarme con precaución y respeto cuando sucede. Sé por experiencia personal lo que significa convocar a otro para que nos lea. Lo excepcional de esa tarea que, sin embargo, se me presentaba cotidiana, hoy la evoco con nostalgia. Hay cosas que sólo es posible sopesarlas en su acertada dimensión, con el paso del tiempo.
Realizamos tres “Antologías del Empedrado” durante los años 1996, 1997 y 1999, en las que se sumaron numerosos poetas y cuyas presentaciones disfrutamos en Stevenson, con música de jazz, y lecturas. Algunos de los escritores que participaron en ellas fueron Liliana Aguilar, Wenceslao Maldonado, Silvia Mazar, D.R. Mourelle, Anahí Lazzaroni, Diego Muzzio, Susana Szwarc, Rolando Revagliatti, Melina Brufman, Eduardo Mileo, Norma Mazzei, Carlos Paz, Daniela Bogado.
“Sr. Neón” surgió del proyecto editorial del que formaba parte. Con su formato libro, ilustraciones, tapas color, dibujos de los niños de la familia y fundamentalmente, un humor, como suele decirse, irreverente. Allí sí, participábamos de un modo descontracturado, se comentaban libros, se publicaban poemas, cuentos y artículos, había espacio para difundir otras iniciativas literarias. Eran características unas viñetas enmarcadas donde se contaban anécdotas, situaciones a veces hilarantes que nos ocurrían, como recibir cartas dirigidas al Sr. Stevenson… Fue lo más lejano a una revista literaria convencional, por eso algunos lectores no sabían en qué lugar ubicarla, y hasta les resultaba incómoda. Nunca exenta de ironía, crítica y propuestas. Si uno se detiene en alguno de sus números, topa con la inquietud a los escritores sobre qué es escribir, en un intento de abrir el interrogante desde lo personal a lo colectivo, por ejemplo. O la propuesta concreta de canje de libros de poesía, donde se les instaba a los escritores a que trajeran cinco ejemplares de sus libros y se llevaran cinco de otros autores, en un claro intento de intercambio y circulación de ediciones en un ámbito propicio para su visibilidad. Neón fue acompañando el trabajo editorial y de la librería y de los escritores que participaban.
7 — Es mientras ya “Stevenson”, en aquellos años de exterminador neoliberalismo, cerraba sus puertas, cuando comenzás tu formación en psicoanálisis. ¿Por qué andariveles, Alejandra?
AP — A mediados de los ochenta comencé un análisis de orientación lacaniana, una experiencia que significó un giro copernicano para la joven mujer que yo era y que se extendió muchos años. Ya a fines de los noventa, por invitación de la que era mi analista, asistí a un seminario sobre el seminario “Aun” de Jacques Lacan, y a partir de allí se abrió una época fecunda de estudio en distintas instituciones, que duró más de una década y que propició nuevos modos de acercamiento a la poesía.
8 — Además de aspirar a que me cuentes porqué desestimaron la edición del ensayo sobre Virus, y retornando a “Hopper”, qué discernís respecto del vínculo entre palabra y poesía, entre poesía e imagen, e incluso instalándonos en “Ciudad demolida”, mirada tuya sobre una determinada ciudad, sobre la fantasmática de una incontenible demolición.
AP — Fue un ensayo de juventud, teníamos veinticinco años. El proyecto no fue desestimado, surgieron otros y como suele decirse, se durmió. Llegó a leerlo uno de los integrantes de Virus, pero ciertas circunstancias (viajes, trabajo) nos fueron alejando de la posibilidad de una edición. Es cierto, actualmente hay muchas propuestas electrónicas, pero el libro pertenece a otro momento, quizás con una revisión adecuada, hoy podría encontrar su lugar.
“Hopper” fue para mí el ingreso a un nuevo estilo de aprehender lo poético. Hasta ese momento, la imagen no había tenido tanta presencia en mis poemas. Yo iba de la palabra a la poesía, hacía esa torsión del lenguaje, por decirlo de un modo “a lo Lacan”. En muchos de mis primeros poemas resuenan otras voces: las de la infancia, las de las mujeres de mi familia, una memoria evocada casi con melancolía. Hay, inicialmente, un yo lírico muy apalabrado. El encuentro con la obra pictórica de Hopper fue abrir la palabra a lo que la mirada recogía, entonces la búsqueda fue totalmente diferente. Transformar en palabra poética esa conmoción de la mirada. Me encontré con el cuadro “Nighthawks” en un bar de la ciudad de Mar del Plata, donde pasé los veranos por más de cuarenta años… Fue como suele decirse, un amor a primera vista. Esos personajes, al borde de la noche, noctámbulos de una ciudad dormida, acodados en la barra de un bar… A partir de esa primera visión, lo que vino después, fue seguir mirando sus pinturas y escribir. Es un poemario diseñado, con un criterio de “doble” traducción: por un lado, entre los títulos originales en inglés, y su versión en español y por otro, de la pintura al poema. Como decía en esa entrevista de Rubén Arribas que mencionás, es un libro que redunda todo el tiempo. Resultaron muy interesantes los comentarios de aquellos que lo leyeron y me los transmitieron: en general, provocó ir hacia el encuentro de las pinturas, es decir, propició una reunión. También me sentí identificada con la estética despojada de la paleta de Hopper. Siempre se dice que sus cuadros representan la soledad urbana. Ciudades pujantes que, sin embargo, albergan almas solitarias. Él era un hombre metódico que también veraneaba siempre en un mismo lugar —Cape Cod—, escenario de muchas de sus pinturas. Su obra es de una gran intensidad poética. Necesité hacer ese pasaje, traer esas imágenes a este lugar del lenguaje. Claro, que mirar es también una operación de la lengua. Recuerdo cuando estuvo en cartel en Buenos Aires la obra teatral “Red” de John Logan. Recrea desde la ficción el encuentro del artista plástico Mark Rothko con su joven asistente. Transcurre en su estudio. Una de sus mejores escenas es cuando ambos gritan simultáneamente en el medio de una discusión qué es el rojo para cada uno. Podríamos decir que son sólo palabras: el amanecer, la sangre que brota de las venas, Papá Noel, ¡Satanás! Una tras otra, arrojadas para obtener la esencia de un color.
A mí me conmueve que, para algunas pocas personas, Hopper primero fue el nombre de un libro, que hayan ido desde el poema a la pintura, en ese planteo inverso de encuentro poético que va de la letra al pincel, por decirlo de algún modo.
En “Ciudad demolida” el trabajo fue distinto: es un poemario concebido a partir de viejas fotos. La imagen es un punto de partida de cada poema, pero —como bien decís— se interpone lo fantasmático, te diría que ocupa el centro. Cuando me encontré con esas fotografías, también en un verano marplatense, lo que me impresionó fue que en la ciudad en la que yo habitualmente comenzaba cada año de mi vida desde la infancia, había otra, escondida desde la oscuridad que toda demolición impone. Lo más impactante es que fue esplendorosa —arquitectónicamente hablando— y arrasada para dar paso a una construcción desordenada. Y, sin embargo, persiste. Hay rastros, en las calles, objetos diseminados en los museos. Su historia alberga muchos datos curiosos, por ejemplo, la araña del comedor del majestuoso Hotel Bristol, sigue alumbrando en la Catedral de la ciudad. La que amó Alfonsina Storni. Existe una hermosa foto suya conservada donde se la puede ver caminando por la vieja rambla de madera. Entonces, la imagen aquí fue un acercamiento para poder desplegar poéticamente algunos fragmentos de esas escenas perdidas. Ese fue mi objetivo estético.
9 — ¿Nos quedan por allí unos “Restos de poda”? Y tal vez otros poemarios.
AP — Sí… “Restos de poda” es un poemario introspectivo, un regreso a la intimidad de la letra: la pura evocación desde la palabra poética de una memoria ligada a las emociones. Trabajé con esos recuerdos de infancia que tienen una insistencia en mi historia. Tuve una niñez rodeada de mujeres y el libro intenta dar permanencia a algunas de sus voces.
“Seca palabra” es otra colección: reúne dos series de poemas muy diferentes: una, con una impronta también más intimista, femenina. La otra surgida, nuevamente, a partir de una pintura: “La Dama de Shalott” de John William Waterhouse y su entrecruzamiento con el poema de Alfred Tennyson.
En la actualidad estoy trabajando un poemario surgido como desprendimiento del diario que escribí durante los dos años posteriores a la muerte de mi padre. Poemas, prosa poética que oscila entre la elegía y el duelo. Su título es “Aflicción”.
10 — Acaso fue en 2012 cuando me sorprendiste obsequiándome por mi cumpleaños, un magnífico volumen de 570 páginas: “Cartas a los Jonquières” de Julio Cortázar (esto es: cartas de Julio Cortázar al poeta y pintor Eduardo Jonquières y a su esposa María, entre 1950 y 1983). Fue después de devorármelo que te lo presté. ¿Qué te pareció? ¿Qué libros confesionales, testimoniales, recomendarías a nuestros lectores?
AP — Como bien sabés, me gusta muchísimo el género epistolar. Las cartas de Cortázar a sus amigos los Jonquières me resultaron un muestrario muy valioso, especialmente de los primeros años en París, el aporte de esos detalles cotidianos que un amigo le acerca a otro que está lejos y que sostienen el lazo a pesar de la distancia. Hablás de “devorártelo”: así es, este “Cortázar epistolar” resulta también un narrador extraordinario.
Otro libro del género que recomendaría y que me llegó directo de tu biblioteca, es “Aquí y ahora”, la correspondencia que mantuvieron mi siempre ponderado Paul Auster y J. M. Coetzee: es un intercambio distinto porque son las cartas de dos escritores afamados y profesionales que deciden escribirse después de haberse conocido personalmente.
Y otra correspondencia que disfruté fue la que mantuvieron Victoria Ocampo y el escritor y monje trapense Thomas Merton, titulada “Fragmentos de un regalo”, que también contiene sus artículos y reseñas publicados en la revista “Sur”. Una amistad de la que nada sabía. Admiro profundamente a Victoria Ocampo desde mi adolescencia, y hace unos años comencé una lectura de los escritos de T. Merton que se extendió mucho tiempo. Descubrir que eran amigos y que había un testimonio de esa amistad me dio una gran alegría.
Ahora estoy leyendo la correspondencia de Alejandra Pizarnik.
11 — Imagino que pocos deben saber que alguna vez, Adolfo Bioy Casares, expresó en una charla pública en Uruguay: “Finalizo las correcciones cuando no encuentro algo que me hace tropezar o que me da un sobresalto en la página que he escrito. Cuando ya no hay rimas, cuando no me sale toda en octosílabos o endecasílabos. Cuando las palabras que terminan con ese no son seguidas de otra que tiene ese. La ese es una serpiente en el jardín del poeta. (…) Bueno, cuando las cacofonías no están demasiado presentes, cuando he dicho lo que tenía que decir. (…) Hay que leer buenos escritores y tratar de no leer malos escritores. Cuando uno lee un mal escritor piensa que puede escribir igual que ese mal escritor. Cuando uno lee un buen escritor uno ve —equivocadamente— que puede escribir igual, y eso estimula.” En tu caso, finalizás las correcciones cuando… Y lo que quieras añadir respecto de los buenos y los malos escritores.
AP — Coincido plenamente con lo expresado por Adolfo Bioy Casares: una corrección termina cuando se llega a cierta extenuación de la lectura. Cuando ya no se advierten obstáculos. Pero la mirada cambia, y a veces, basta con volver a leer un texto después de un tiempo más o menos prolongado para encontrarlos de nuevo. Corregir es leer en estado de alerta. J. L. Borges consideraba la publicación como un freno a esa “lectura del tropiezo”, por llamarla de algún modo.
El buen escritor es ante todo un buen lector, el que puede hacer uso de una competencia de lectura (al modo de Umberto Eco) que le permita un trabajo sin ingenuidades con respecto a su obra. No hay camino allanado para el que escribe bien.
Para mí, el mal escritor es el escritor ingenuo. El enamorado de sus propias palabras, el que sucumbe a ellas como al canto de las sirenas: el que “no se amarra”.
Alejandra Pultrone selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:
Infancia
La historieta que se mira y no se lee
harina, agua: el alimento de los juegos
la plaza se levanta
adentro
el sol sobre los cuentos españoles
las mujercitas se casan con los ocho primos
el pez naranja se diluye en una imagen
voces
que recorren silencios infantiles
avanza, corre el sueño como un gato.
(de “La cuerda del silencio”)
Nigthhawks
con un solo golpe de neón
se bebieron la ciudad entera
un hombre una mujer un hombre
newyorkers
y los añicos del vaso
junto a los sueños
(de “Hopper”)
Bañistas de 1904
Los niños marineros
revisten la playa
donde no hay piel
para zozobrar
la imagen de este rostro
invadido
por la infancia
no cede
juegos de arena
encuentros del azar
vuelvo por un par
de ojos
un aviso de retorno
que asegure
pero las olas se desatan
borrando
(de “Ciudad demolida”)
Carmen
Murió en 1929
a los veintinueve
la enfermedad
de las chicas de Flores
la consumió
dar vueltas
a la plaza
rechazar
al único pretendiente
(de “Restos de poda”)
Voló la telaraña y flotó lejos;
El espejo se rajó de parte a parte,
—la maldición ha caído sobre mí— exclamó
la dama de Shalott.
Alfred Tennyson
La dama
es dragón
una advertencia
en lirio y terciopelo
espejo rojo
estandarte empañado
de lado a lado
cuando
la mirada
desvía
su rumbo
cierto
preciso
su destino
sin barca
ni orillas
dibujadas
(de “Seca palabra”)
De este paño
no he de cortar
tampoco
rodará la lágrima
confundida con el río
de este paño
el cofre
un tesoro
libre de sospechas
brillo silente
peregrino
de una travesía inconclusa
(de “Seca palabra”)
Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Alejandra Pultrone y Rolando Revagliatti.
ALEJANDRA PULTRONE (1964, Buenos Aires, Argentina)