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Mario Sampaolesi


La bañista



Un poco de espuma cubre las huellas de una bañista que, sola al atardecer, pasea.
Ella ve cómo se hunde en el mar el esplendor de otro cuerpo; su opacidad también yace bajo el agua.
Cuando emerja, la sombra habrá sido desprendida por el oleaje: a partir de ese instante formará parte del Océano.
Fuera ya de su realidad será arrastrada por las mareas, contaminada por el plancton,
atravesada por cardúmenes plateados.

Las olas agonizan contra la plana extensión de la playa.
Tal vez, arrojen el sentido oculto del cielo y recojan en la transitoria veleidad de su fuga, la posibilidad del arrepentimiento.

Quedan caparazones, objetos de plástico, la certeza de afligir a otros un dolor, aguas
vivas, el óxido de una caricia, restos de vacaciones sobre la arena.


Olas, caparazones, poesía argentinaMARIO SAMPAOLESI (Buenos Aires, Argentina,  1955)
De: Revista Eñe

Mario Sampaolesi: Poemas inéditos

 Dieciséis de junio    




Esa tarde yo caminaba por la plaza Garibaldi. 
Tomaba fotos de los monumentos, 
de los edificios, de las personas que paseaban. 
Bebía el vino árido y rosado de la Provence. 
Eran las formas 
con las que mi dolor elegía 
celebrar mi cumpleaños.
Lejos de Buenos Aires, perdido en Niza.
Solo
con la compañía de tu fantasma
los dos inmersos en la bulliciosa luz.
Veloces pasaban los pájaros.
Dejaban sobre la levedad del aire los rastros
de sus vuelos
para luego desaparecer entre el follaje de los árboles
como el parpadeo de tus ojos en lo oscuro.
Imaginé lo feliz que te sentirías
si hubieras estado a mi lado
vos también absorbida por las sombras
de las flores rojas.
Los vínculos de tu cuerpo con el mío aún vibraban
aunque nuestras raíces hubiesen sido hachadas
por una fiereza que jamás intuimos.
Cuando día tras día tus hijos
comían tu carne bajo la incertidumbre asfixiante
de tu soledad
mis enterradas pesadillas reaparecían.
La afilada navaja cayó sobre tu cuello
como decapitación.
La cancerbera de turno te daba de comer
en la boca
y vos masticabas de tu alimento el suplicio
de las formas que se desprendían confusas
de tu memoria.
Cuando finalmente supe
que no habría clemencia posible
en mí no sobrevivió ningún residuo de perdón
y la muerte se acercó a la velocidad vertiginosa
de las corrientes marinas bajo la superficie del agua.
Sobre la plaza corrían las sombras grises
de las nubes.
Yo observé con minuciosidad sus desplazamientos,
pero no pude descifrar el presagio.
Recordé las pequeñas huellas triangulares
que cada amanecer dejan las gaviotas sobre la arena
y el viento suave que las borra,
y el oleaje que las cubre.



Niza



Era uno de esos días donde los restos de las sombras
se evaporaban bajo el sol.
Los bañistas y algunos veleros blancos
flotaban sobre el mar azul.
Una gaviota se hundió en busca de presas
como se hunde un día de tormenta.
Me recordó mi soledad.
Las palmeras -mecidas por el viento-
revelaron sin saberlo por qué ya nada de vos
quedaba en mí.
Cerca de la orilla, algunas piedras resplandecían
cuando las alcanzaban las olas.
Otras, algo alejadas, redondas, grises,
se agrietaban desteñidas
por el ardiente sol.
Me pregunté si las piedras no serían la materialización
de nuestros deseos jamás cumplidos.
Como la gaviota
yo también me arrojé a la transparencia.
Aunque no perseguía presas.
Sólo nadé hacia un punto imaginario
anterior a los veleros blancos.
Nadé a través de la ondulación
azul del agua.
Me dejé abrumar por su frescura, por la espuma.
Floté en esa suavidad fuera del tiempo.
Sin pensar, miré las nubes,
los dibujos instantáneos de una bandada de estorninos
y la línea blanca -recta en el cielo- del vuelo de un avión.
Después me sumergí.
Reconocí algas, peces.
Toqué la arena del fondo.
No busqué lo perdido.




































poetas argentinos, Niza
Otros poemas de MARIO SAMPAOLESI

Mario Sampaolesi: En ese imperfecto claroscuro

El Hierro*    




Por la persiana entreabierta 
se filtra la luz. 
En ese imperfecto claroscuro 
aparece, da vueltas y desaparece 
el polen lento del polvo. 
Entonces, recordé aquel cielo coronado 
por nubes amarillentas. 
Se extendía cambiante sobre el santuario 
de aves marinas,
las escabrosas paredes de los acantilados
caían a pico y en el fondo
una espuma nerviosa y viva las cubría.
El mar perseveraba en su intento
por disolver la roca,
pero fracasaba una y otra vez.
Nada hubiera podido.
Abrazados en lo alto del mirador
nosotros observábamos la belleza.
La fuerza del viento obligaba a los pájaros
a planear:
algunos ascendían, otros bajaban
aunque todos ellos irrumpían contra las corrientes,
los ecos de sus graznidos tallaban sobre las rocas
las formas instantáneas de los vuelos.
Habíamos llegado a El Hierro
desde hacía una semana
y ya sabíamos todo sobre la isla,
y sus habitantes.
Rápidamente reconocimos
en nuestras caminatas por la ciudad
los pequeños negocios,
las casas blancas, amarillas, rojas,
los bazares con objetos turísticos
y también los frascos oscuros de los elixires
repletos de una energía sexual que
–según los comentarios de la dueña del hotel-
nos excedería.
-Porque en su esencia contienen
borbotones de lava, nos explicó sigilosa-.
La mujer te había adoptado.
Reconoció en el color de tu mirada
su raza celta,
los rituales secretos que te hicieron llegar
hasta allí.
Yo simplemente te amé una y otra vez
bajo la luz calcinante de esas noches.
Sin quererlo, nos convertimos en parte de la isla.
Bebimos juntos el vino de una felicidad
que imaginamos invulnerable.
Durante esos días fuimos espejos
donde nunca se reflejó la soledad.
Pero sí el futuro.
Una mañana despertaste sin recordar
la noche,
ni las estrellas que nombramos al azar
jugando con nuestra ignorancia
sobre galaxias y constelaciones.
Durante todo ese día
fingimos que nada había pasado.
Pero ambos supimos que en el hierro
de esa tierra
se había forjado tu primer olvido.
Ahora veo el placard
con los cajones abiertos vacíos de tu ropa,
las sábanas de la cama revueltas
desplazadas
y siento toda la ausencia
de tu cuerpo a mi lado.
Te pienso en tu jaula
rebelándote contra el constante martilleo
de la resignación
aferrada al grito entre los barrotes
buscándome
en los confusos revoloteos
de aquellas aves siempre sobre el precipicio.



El Hierro, poema inédito, poesía contemporánea argentina
Otro poema de MARIO SAMPAOLESI
Poema del libro inédito Después de Reikjavik

*El Hierro, isla en el Océano Atlántico perteneciente a las Canarias.

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