Dieciséis de junio
Esa tarde yo caminaba por la plaza Garibaldi.
Tomaba fotos de los monumentos,
de los edificios, de las personas que paseaban.
Bebía el vino árido y rosado de la Provence.
Eran las formas
con las que mi dolor elegía
celebrar mi cumpleaños.
Lejos de Buenos Aires, perdido en Niza.
Solo
con la compañía de tu fantasma
los dos inmersos en la bulliciosa luz.
Veloces pasaban los pájaros.
Dejaban sobre la levedad del aire los rastros
de sus vuelos
para luego desaparecer entre el follaje de los árboles
como el parpadeo de tus ojos en lo oscuro.
Imaginé lo feliz que te sentirías
si hubieras estado a mi lado
vos también absorbida por las sombras
de las flores rojas.
Los vínculos de tu cuerpo con el mío aún vibraban
aunque nuestras raíces hubiesen sido hachadas
por una fiereza que jamás intuimos.
Cuando día tras día tus hijos
comían tu carne bajo la incertidumbre asfixiante
de tu soledad
mis enterradas pesadillas reaparecían.
La afilada navaja cayó sobre tu cuello
como decapitación.
La cancerbera de turno te daba de comer
en la boca
y vos masticabas de tu alimento el suplicio
de las formas que se desprendían confusas
de tu memoria.
Cuando finalmente supe
que no habría clemencia posible
en mí no sobrevivió ningún residuo de perdón
y la muerte se acercó a la velocidad vertiginosa
de las corrientes marinas bajo la superficie del agua.
Sobre la plaza corrían las sombras grises
de las nubes.
Yo observé con minuciosidad sus desplazamientos,
pero no pude descifrar el presagio.
Recordé las pequeñas huellas triangulares
que cada amanecer dejan las gaviotas sobre la arena
y el viento suave que las borra,
y el oleaje que las cubre.
Niza
Era uno de esos días donde los restos de las sombras
se evaporaban bajo el sol.
Los bañistas y algunos veleros blancos
flotaban sobre el mar azul.
Una gaviota se hundió en busca de presas
como se hunde un día de tormenta.
Me recordó mi soledad.
Las palmeras -mecidas por el viento-
revelaron sin saberlo por qué ya nada de vos
quedaba en mí.
Cerca de la orilla, algunas piedras resplandecían
cuando las alcanzaban las olas.
Otras, algo alejadas, redondas, grises,
se agrietaban desteñidas
por el ardiente sol.
Me pregunté si las piedras no serían la materialización
de nuestros deseos jamás cumplidos.
Como la gaviota
yo también me arrojé a la transparencia.
Aunque no perseguía presas.
Sólo nadé hacia un punto imaginario
anterior a los veleros blancos.
Nadé a través de la ondulación
azul del agua.
Me dejé abrumar por su frescura, por la espuma.
Floté en esa suavidad fuera del tiempo.
Sin pensar, miré las nubes,
los dibujos instantáneos de una bandada de estorninos
y la línea blanca -recta en el cielo- del vuelo de un avión.
Después me sumergí.
Reconocí algas, peces.
Toqué la arena del fondo.
No busqué lo perdido.
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