El Hierro*
Por la persiana entreabierta
se filtra la luz.
En ese imperfecto claroscuro
aparece, da vueltas y desaparece
el polen lento del polvo.
Entonces, recordé aquel cielo coronado
por nubes amarillentas.
Se extendía cambiante sobre el santuario
de aves marinas,
las escabrosas paredes de los acantilados
caían a pico y en el fondo
una espuma nerviosa y viva las cubría.
El mar perseveraba en su intento
por disolver la roca,
pero fracasaba una y otra vez.
Nada hubiera podido.
Abrazados en lo alto del mirador
nosotros observábamos la belleza.
La fuerza del viento obligaba a los pájaros
a planear:
algunos ascendían, otros bajaban
aunque todos ellos irrumpían contra las corrientes,
los ecos de sus graznidos tallaban sobre las rocas
las formas instantáneas de los vuelos.
Habíamos llegado a El Hierro
desde hacía una semana
y ya sabíamos todo sobre la isla,
y sus habitantes.
Rápidamente reconocimos
en nuestras caminatas por la ciudad
los pequeños negocios,
las casas blancas, amarillas, rojas,
los bazares con objetos turísticos
y también los frascos oscuros de los elixires
repletos de una energía sexual que
–según los comentarios de la dueña del hotel-
nos excedería.
-Porque en su esencia contienen
borbotones de lava, nos explicó sigilosa-.
La mujer te había adoptado.
Reconoció en el color de tu mirada
su raza celta,
los rituales secretos que te hicieron llegar
hasta allí.
Yo simplemente te amé una y otra vez
bajo la luz calcinante de esas noches.
Sin quererlo, nos convertimos en parte de la isla.
Bebimos juntos el vino de una felicidad
que imaginamos invulnerable.
Durante esos días fuimos espejos
donde nunca se reflejó la soledad.
Pero sí el futuro.
Una mañana despertaste sin recordar
la noche,
ni las estrellas que nombramos al azar
jugando con nuestra ignorancia
sobre galaxias y constelaciones.
Durante todo ese día
fingimos que nada había pasado.
Pero ambos supimos que en el hierro
de esa tierra
se había forjado tu primer olvido.
Ahora veo el placard
con los cajones abiertos vacíos de tu ropa,
las sábanas de la cama revueltas
desplazadas
y siento toda la ausencia
de tu cuerpo a mi lado.
Te pienso en tu jaula
rebelándote contra el constante martilleo
de la resignación
aferrada al grito entre los barrotes
buscándome
en los confusos revoloteos
de aquellas aves siempre sobre el precipicio.
Poema del libro inédito Después de Reikjavik
*El Hierro, isla en el Océano Atlántico perteneciente a las Canarias.