Mujer en Pisa
No siempre estabas sola conmigo. A menudo veías
largas fiestas marchitándose en los canales,
fluyendo bajo los puentes, perseguidas por el tiempo
entre racimos, en lánguidos prados y la luz
de la tarde horadando las aguas
y los aros del río.
Y a veces no supimos quién de los dos era el ausente:
con frecuencia mirabas los límpidos torneos
librándose en las vías bajo soles invernales,
entre verandas, flores brumosas y el hielo
de las murallas arrollando los trofeos
en luces infernales.
Mujer de otra manera —lo más semejante a la vida—
cálida en imperceptibles pasiones,
velada por un vapor de lágrimas ideales,
en el viento, en los últimos puentes surgías
por los portales al fuego de las estrellas,
detrás de amarillentos vidrios.
A lo largo del río
Quien sale ve inesperados signos,
manchas de nieve en los montes. El frío
de
es cruel con las flores,
empeora a débiles y enfermos
y más de uno, perdida la esperanza,
tirita bajo cuellos y bufandas.
No será culpa mía si te encuentro.
Sigo el curso de este rápido río
insinuado entre barracas y túmulos.
Sitios donde el vagabundo, flautista
o lanzador de cuchillos, atiza
el fuego, acerca a las manos
dormita; el viejo desata al perro
junto a la orilla y ve la corriente;
un hombre, de pie sobre la gabarra, hurga
el fondo con la pértiga durante
horas y horas, hasta que en las barracas
colocan los quinqués sobre la mesa.
Es el paisaje humano
que por falta de amor
parece desunido y extraño.
Cuántos rodeos los tuyos, solitaria.
Es más claro que nunca, el sufrimiento
penetra en el ajeno sufrimiento
o acaso es vano
—no como río helado, como fuego
comunicante, sólo quisiera...
Amor difícil de ofrecer,
difícil de recibir. Se conturba
al atreverse, siente el frío de la sierpe
mas torna insatisfecho al no atreverse,
apremia en todas las edades de la vida.
El río corre, desata sus rápidos,
arde la espera, la familia se reúne
para la cena, se comparte el alimento.
Truena. Medio llovizna. Crece la hierba.
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