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Diego Muzzio: Pensaba en mi padre

Otitis     



Cuando me perforaron los tímpanos 
a causa de una otitis crónica 
viví durante un tiempo debajo del mar; 
un submarinista extraviado 
de regreso al cielo. 
La gente me hablaba y yo no respondía. 
Las montañas parecían más azules. 
Al salir del trabajo
paraba el auto al borde de la ruta
y fumaba mirando las nubes.
No escuchaba el tráfico
ni los tractores horadando los campos.
Los árboles eran más verdes.
Pensaba en mi padre.
Nunca nadie había pensado en él
en aquel lugar tan lejos de su tumba.
Después volvía al auto, lo ponía en marcha
y regresaba al camino.
En el asiento trasero mi padre
hablaba durante todo el trayecto de vuelta,
pero yo no podía escucharlo.
Mis oídos estaban llenos de su muerte.


Poema: Otitis,
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Enlaces: Babab
Imagen en El paranoico esplendor



Diego Muzzio: Ante la brama de otoño los jóvenes ciervos luchan entre sí...


Ciervos


Deer, death is near…
Frederick Seidel


Ante la brama de otoño
los jóvenes ciervos luchan entre sí
pero los viejos machos son solitarios
como solitarios eran los místicos,
y mientras unos descienden de las montañas
a los bosques y valles para aparearse,
los otros se alejan a lugares elevados.
La poesía llega a veces con dificultad,
muy lentamente; con la misma lentitud
ascienden los viejos ciervos la montaña,
deteniéndose a menudo, inclinando
sus largos cuellos hacia la tierra
con tal humildad y sosiego que nadie
podría decir si rumian o rezan.


La brama de los ciervosOtros poemas de DIEGO MUZZIOaquí
Imagen: f Diego Muzzio, en la casa de Rimbaud, Charleville, Francia

Diego Muzzio: La penumbra desconcierta

Nox    



Si la oscuridad resbala sobre las ventanas 
y paralelo a mi mano persiste el fósil 
de una taza de café, es que llegó la noche. 
No puede extrañarme que llegue la noche. 
No debería extrañarme. La noche siempre llega.
En silencio, empujada por la espuma
de otras noches disueltas tras su espalda,
o quizás al despertar de una siesta prolongada.
Cuando los ojos se abren a la oscuridad,
la penumbra desconcierta.
Pero ahora habrá que levantarse, tender la cama,
cenar, permanecer despierto hasta el alba;
y pensar, bajo la luz de la lámpara, en lo que dejé atrás:
tardes en que el músculo del brazo
trazaba en el aire la arquitectura de la pesca,
forma única y falaz de eternidad posible.
El sol hundido en la nuca, anzuelos que parecían de oro.
Y después abandonar el muelle con un volcán
de hirvientes pejerreyes, aun sabiendo que,
tres días más tarde, los peces comenzarían a morir
muy lentamente. Aun sabiendo que una mañana
encontraría diez tajos plateados en el agua estancada.
Miro mis manos con el mismo asombro de siempre.
Nunca dejaron de asombrarme, mis manos,
ni tampoco el mudo puño que retiene
el orden momentáneo de mis venas, de mis huesos,
el orden de la luz en los ojos siempre abiertos
ante la inminente caída de la noche.



Otros poemas de DIEGO MUZZIO, aquí
Imagen en Editoriañ Entropía

Diego Muzzio: Esas son las últimas palabras que Robert Lowell

West 67 Street, poesía argentina


Ciertas observaciones en un jardín




He olvidado lo que alguna vez supe de los árboles
pero, si fuera pintor, podría pasar mi vida pintándolos,
aunque mis manos torpes apenas sirven para trazar
una y otra vez las negras líneas de ciertas palabras
o para recolectar cerezas dispersas sobre una tierra
al otro lado del océano. Adramandoni; ese es el nombre
que los ángeles confiaron a Swedenborg en sueños:
jardín del Edén; puedo imaginar al hombre y la mujer,
a la serpiente, pero no a Dios: ¿sería sólo una voz?
¿o aparecería imprevistamente entre las ramas como
el gato de Cheshire, sonriendo, desapareciendo luego,
dejando entre las hojas una fantasmal hilera de dientes
y algunas palabras confusas…?: un perro no está loco.
Regreso a las cerezas. Los árboles navegan en la luz,
pero al declinar la tarde yacen de nuevo inmóviles
como trampolines verticales. No hay niños riendo bajo las hojas.
O sólo hay uno: él carga su jardín portátil en la memoria
y, atravesando años de olvido, aparece fugazmente
para recordarme la importancia de cualquier jardín.




West 67th Street




Esas son las últimas palabras que Robert Lowell
pronunció en vida: la dirección de su segunda esposa,
en Nueva York, susurradas al chofer del taxi con
el cansancio de alguien que acaba de atravesar el océano
estudiando la anatomía de las nubes, comparando la veloz
metamorfosis del cielo con la corrupción. Delfines
lo acompañaron bajo el avión, reunidos en la alargada
sombra sobre el agua. Ellos lo sabían. ¿Lo sabía acaso él?
Sin embargo, esa era sólo la primera mitad del camino;
le restaba aún recorrer el resto. Un poema es un acontecimiento,
no la descripción de un acontecimiento, solía decir;
de modo que los árboles a ambos lados de la calle
y los autos que circulan como peces en un acuario,
la luz de un cuadro de Vermeer, los botiquines repletos de torazina,
la casa de piedra de su abuelo y las mansiones bostonianas bajo la nieve,
la celda que ocupó por negarse a matar, el Santo Padre afeitándose,
en una tibia mañana romana detrás de un spinnaker, el humo
de un cigarrillo flotando sobre un poema inconcluso, nada tienen
que hacer aquí. Debo comenzar otra vez, escribir de nuevo.
West 67th Street. Esas son las últimas palabras que Robert Lowell
pronunció en vida, tal vez. No podemos estar seguros;
tampoco es posible imaginar lo que un hombre ve
mientras el barquero lo conduce entre el incesante
movimiento del tráfico y esos inesperados derrumbes de la luz,
una nueva forma de corrupción, como la capacidad de corromper
que la poesía posee y que incluso en ese último instante lo sostiene.
A ambos lados del taxi, delfines lo escoltan en el aire.


DIEGO MUZZIO (1969, Buenos Aires, Argentina)
Imagen en Editorial Entropía



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