Jordi Doce sobre Evan S. Connell



Cuenta el poeta Eduardo Moga en una entrada de su bitácora (un texto que cabe leer como extensión o suplemento del prólogo que encabeza este libro) que llegó a Points for a Compass Rose [Puntos para una rosa de los vientos], del escritor Evan S. Connell (Kansas City, 1924-San Francisco, 2013), gracias a la recomendación de su hermano norteamericano Daniel C. Richardson, con cuya familia pasó un año como estudiante de intercambio a fines de la década de 1970. Y que al elogio le siguió el regalo de un ejemplar de la primera edición, publicada por Alfred A. Knopf en 1973. Un ejemplar que nuestro poeta describe así: «un libro grueso, de tapa dura; en la portada lucía una rosa de tallo muy alto, cuyos pétalos eran rostros humanos. Y al nombre del poeta que figuraba en ella lo seguía una indicación genealógica: “Jr.”». Y, en efecto, así es: si uno busca la edición original de este libro en Amazon, por ejemplo, verá esa misma rosa de alto tallo, con unos rostros humanos tapizando el anverso o parte visible de los pétalos. No es la única edición de este libro singular. Hay una segunda, de 2012, en el sello independiente Counterpoint, que lleva una cubierta más ortodoxa o previsible: la imagen de un pequeño velero deportivo que convive con la de una vieja carta marina y el dibujo de una rosa de los vientos…

Añado que cuando Moga me hizo entrega personalmente de un ejemplar de este libro, mi primera reacción fue confesar mi ignorancia. Nada sabía de su autor. Es más, ni siquiera su nombre me era familiar. Me precio de conocer con cierto detalle el panorama de la poesía norteamericana de la segunda mitad del siglo veinte, pero ni este libro ni Connell habían aparecido jamás en mis pesquisas. Lo confirmé luego al visitar algunas páginas web, como el portal de la Academy of American Poets, o Poetry Foundation, la página oficial de la legendaria revista Poetry. Pero que Connell, como explica Moga en su introducción, no parezca existir como poeta para muchos de sus colegas estadounidenses (sabemos bien que el mundo poético puede alimentar un espíritu gremial exclusivo y hasta excluyente) no significa ni mucho menos que sea un escritor desconocido. En realidad, Connell gozó de un discreto reconocimiento como poeta y divulgador histórico. El suyo parece un clásico ejemplo de escritor que puede ganarse mal que bien la vida gracias a la existencia de un mercado editorial saneado, eficiente y con aptitud para llegar a un amplio número de lectores; un profesional de la escritura que puede desarrollar su trabajo sin depender de la sanción de los críticos, digamos, oficiales o de los centros universitarios. De hecho, algunos de sus libros han sido traducidos y editados en España, siendo el primero la novela Doble luna de miel en 1977. Otras referencias incluyen los libros de divulgación Custer: la masacre del 7º de caballería: la Batalla de Little Bighorn y Una crónica de las Cruzadas, así como las novelas Mr. Bridge y Mrs. Bridge, que son sus obras más conocidas, las que le dieron cierta fama e incluso merecieron una adaptación cinematográfica a cargo del director James Ivory, con Paul Newman y Joanne Woodward en los papeles protagonistas. De hecho, la fecha de edición en España de estas novelas coincide grosso modo con la del estreno de la película. Es una pena que no dispongamos en España de uno de sus últimos trabajos: su biografía de Goya, que publicó en 2004, nada menos que a los ochenta años.

Por lo que uno ha podido averiguar, Connell fue lo que se llama en Estados Unidos un loner; un solitario que renunció voluntariamente a formar familia y a tener un trabajo estable para dedicarse plenamente a la escritura. Resulta plausible que su participación de muy joven en la segunda guerra mundial, en la que combatió como piloto, le dejara ligera o manejablemente traumatizado, y desde luego con una aversión vitalicia hacia cualquier forma de violencia o de poder indiscriminado; un trauma, por cierto, que la prolongación de la guerra de Vietnam, que comparece de manera acusada en este libro, parece haber revivido o agravado. Esto es algo que, como veremos, tiene su importancia a la hora de abordar críticamente Puntos para una rosa de los vientos. Las fotos que se conocen de él nos muestran a un hombre atractivo, de rostro curtido y afilado, y con una perilla que me hace pensar en el poeta Robert Creeley, del que fue contemporáneo.
Pero dejemos a un lado las consideraciones de orden biográfico y vayamos al libro, que es lo que importa. Este Puntos para una rosa de los vientos, publicado como ya se ha dicho en 1973, es el segundo poemario de Connell después de Notes from a Bottle Found on the Beach at Carmel [Notas de una botella encontrada en una playa de Carmel], de 1962. La referencia a Carmel, por cierto, nos lleva a recordar a aquel gran poeta que fue Robinson Jeffers, quien construyó con sus propias manos una torre frente al Pacífico que remeda la torre de Ballylee de Yeats, y cuya obra es sin duda uno de los modelos o antecedentes de este libro monumental (más de 650 páginas en la edición bilingüe del sello barcelonés Godall), cuyo grosor intimidante no impide que uno, al empezar a leer, se quede enganchado de inmediato, casi en suspenso, como el invitado a la boda al que se dirige, perentorio, el viejo marino de Coleridge. Connell es sobre todo un narrador, un gran contador de historias, y el comienzo tiene la fuerza y la naturalidad de quien está seguro de lo que cuenta:

Permíteme empezar esta historia, como todos los mitos verdaderos,
con la afirmación de que nunca he conocido a mis padres.
Y, a continuación, permíteme que me describa.

La convicción narrativa es una cuestión de tono de voz, de aplomo, de soltura, y Connell resulta de lo más convincente desde los primeros versos. Sigo en esta primera página del poema: «Escucha. He decidido irme de viaje. […] Cuento con volver/ menos ignorante, y estás invitado a acompañarme./ ¿Qué dices, pues? Ven conmigo. Viajemos juntos». Y los lectores asentimos a esta invitación de tono entre homérico y eliotiano («Let us go, then, you and I…») y nos vemos embarcados en un viaje fascinante, casi vertiginoso, de la mano de un narrador mudable, aficionado al transformismo, que cambia de personalidad, pero rara vez de tono o de punto de vista, para ofrecernos un vasto panorama de la historia de la humanidad, un diorama opulento, lleno de incitaciones y lecciones. Moga habla en su introducción, quizá más propiamente, de panóptico, y algo hay de eso, como si cada pasaje o fragmento significativo fuera una variación de los demás, y todos apuntaran a un centro invisible o no del todo manifiesto.

Me gustaría aclarar en este punto que cuando el narrador dice que «Cuento con volver/ menos ignorante» está siendo ligeramente insincero. Escrito cuando su autor andaba por la parte alta de los cuarenta, la vastedad de sus conocimientos e informes, así como el carácter esotérico o al menos lateral y hasta extravagante de muchos de ellos, resultan abrumadores; también, sobra decirlo, muy estimulantes. El libro es una mina de datos, de personajes, de sucesos históricos y míticos, de anécdotas, de citas… Toda una cornucopia tomada de libros incontables —el narrador, hacia el final, da la cifra, misteriosamente precisa, de 64.138 títulos leídos— sobre los temas más diversos, aunque todos, o la mayoría, tienen que ver con el pasado de la humanidad, con la historia —no sólo europea u occidental— y con el modo en que esa historia se ofrece a nuestros ojos y nuestra consciencia como una interminable sucesión de errores, fracasos, desastres, padecimiento y también hallazgos, sorpresas, revelaciones: venturas y desventuras en una misma trenza indivisible. Este largo y colosal poema se lee en buena parte como un libro de divulgación, y creo que no es una herejía o una simplificación grosera referirse a este componente didáctico o ilustrativo. Quizá sea mejor decir enciclopédico, porque hay en él una evidente ambición de totalidad, de decirlo todo, de abarcar o encerrar, iluminándola al mismo tiempo, la historia entera de los hombres. En ese sentido, Puntos para una rosa de los vientos se inscribe en una tradición muy estadounidense, que se remonta al menos a Whitman y que tiene en los Cantos de Pound su modelo más emblemático. Pero a la que pertenecen también libros mucho menos conocidos como Holocausto de Charles Reznikoff y Letter to an imaginary friend [Carta a un amigo imaginario], del gran Thomas McGrath, largo poema en cuatro libros que relata y retrata las luchas sociales de Estados Unidos durante los años terribles de la Depresión.

Con todo, hay diferencias: mientras que Reznikoff plasma la terrible factualidad del Holocaustro con precisión quirúrgica, dejando las inferencias emocionales al lector, y en McGrath actúa una conciencia de clase que busca la reivindicación y puesta en valor de una cultura proletaria norteamericana no tocada aún por el demonio del consumismo (y el empeño utópico, pero necesario, de crear una historia alternativa de su país), la mirada de Connell es a la vez más universal y más escéptica, más profundamente descreída. Y este descreimiento convive, de manera que no deja de resulta extraña o paradójica, con una fascinación inagotable por la infinita variedad del universo humano.

Basta con abrir este libro al azar, por cualquier página, y ver cómo operan siempre ahí dos planos discursivos: uno, el que conforman esos ejemplos incesantes tomados de la historia, de los mitos, de los anales de la industria o del comercio, del arte, del pensamiento, de la literatura o la música, etcétera; y uno segundo, de carácter sentencioso o aforístico, que mezcla una profunda voluntad reflexiva con cierta retranca popular, como de sabio de taberna; hay todavía un tercero, una especie de comentario continuo en subtítulos —lo que los angloparlantes llaman running commentary— que tiene carácter metapoético, es decir, que nos aclara el porqué de ciertas transiciones o quiebros argumentales. Lo que unifica estas distintas voces es el tono, la modulación peculiar con que el narrador, que es muchos narradores, nos lleva de la mano desde el primer al último verso, con un aplomo casi imperturbable que nos tranquiliza y nos da seguridad.

No hay casi imágenes, o las que hay están tomadas de lo real, son estampas o ilustraciones de hechos acaecidos en el pasado. No hay metáforas. El libro, como explica su traductor, se sitúa en la estela objetivista de Reznikoff o de un George Oppen. Lo maravilloso, aquí, surge de la textura misma de la vida: de acoger de manera indiscriminada, pero a la vez con orden y concierto —un orden y un concierto que se van desvelando conforme avanzamos en la lectura—, la riqueza inagotable del mundo. Es asombrosa la variedad de datos, de historias y anécdotas que maneja al autor. Asombrosa, apabullante y, a la larga, iluminadora. Hallamos un ejemplo típico en la página 193 de esta edición, donde el narrador revisa con su habitual locuacidad el mito platónico de la Atlántida:

[…] Según Platón, la Atlántida se encuentra frente al puerto de Cádiz,
pero mi vecino, que es biólogo marino, discrepa.
Él y otros científicos sondearon el lecho oceánico que lo rodea
y midieron un estrato de arcilla pelágica roja, compuesto
principalmente por plancton fósil. Tenía un espesor de 11.000 pies.
Esto significa que deben de haber transcurrido unos 500 millones de años
desde la última vez que el lecho del Atlántico frente a Cádiz
estuvo expuesto a la luz del sol, ya que dicho sedimento se deposita
a una velocidad de 3/10 de pulgada cada 1.000 años. Quién sabe, pues,
cuál sería el emplazamiento de la Atlántida.

Las islas Canarias representan las Hespérides,
en opinión de la mayoría de los expertos, y el pico más alto
de Tenerife encarna al gigante Atlas. Las manzanas doradas
de Hércules, han decidido, son fáciles de encontrar:
coge el fruto dorado del Arbutus canariensis,
nuestro conocido madroño.

Los antropólogos han identificado el vellocino de oro
con lana de ovejas sumergida en el río por nativos de Fasis,
que periódicamente las cepillas en busca de partículas de oro
adheridas a las pieles. Mirabile dictu! […]

Y así avanza el relato, infatigable, echando mano de Plino, la leyenda de Thule, referencias al rey galés Madoc y un largo etcétera. Al cabo, la cosmovisión que emerge de estas páginas es impermeable a los prejuicios ideológicos, a toda voluntad sistematizadora, a los espejismos del optimismo —antropológico o no— y a los consuelos de la religión y demás lenitivos espirituales. Pero no es desoladora, porque se muestra en todo momento enamorada de los pliegues y texturas del mundo y de las posibilidades que ofrece para vivir con más intensidad, para hacer de la vida algo intrínsecamente valioso e interesante. No hay trascendencia, pues. La vida es esto que se nos ha dado sin que lo pidamos y nuestro deber es hacer de ella algo valioso, en línea con algunas ideas del pensamiento oriental que se pusieron justamente de moda en California a finales de los años sesenta…, aunque nadie más lejano que Connell del ideario hippie o de la poesía beat. La claridad de su mirar no admite más distorsión que la vecindad entre datos solo en apariencia incongruentes.

Este libro, en fin, es un viaje. Y el viajero que lo narra es muchos viajeros, un narrador que muta cada cierto tiempo y que nos permite visitar de primera mano una infinidad de puntos en el espacio-tiempo de la historia. Como dice Moga, «la voz que nos habla en estos versos […] nos pertenece a todos: reyes y campesinos, teólogos y soldados, verdugos y alquimistas, astrónomos y navegantes, herejes y papas, muchos con nombre y apellidos, otros anónimos». El resultado, añade, es una «obra coral, sostenida por una muchedumbre de gargantas e idiomas». Al carácter monumental del resultado le corresponde el hercúleo trabajo de traducción que ha realizado nuestro poeta a lo largo de muchos años, y que debemos celebrar y elogiar como se merece. El idioma literario de la traducción es preciso, cuidadoso y flexible. Basta comparar el texto original con la traducción para ver que Moga opta en todo momento por aquella ordenación o estructuración sintáctica que resulta más clara, pertinente y elegante en español. Por no hablar de la riqueza léxica o de referencias del original que, sospecho, le habrán obligado a fatigar diccionarios, enciclopedias y páginas web. La claridad es una cortesía de la inteligencia, y tanto Connell como su traductor al español son un dechado de estas cualidades. Pero le cabe a este último el mérito de editar en español este magnífico libro, que, como tantos otros hitos de ese continente inagotable que es la poesía norteamericana contemporánea, amplía sobradamente los cauces y la definición de lo que solemos entender por lírica.

[Versión revisada y ampliada del texto de presentación del libro en la librería Enclave de Madrid, 14 de febrero de 2020]


Fragmento inicial


Permíteme empezar esta historia, como todos los mitos verdaderos,
con la afirmación de que nunca he conocido a mis padres.
Y, a continuación, permíteme que me describa. Mis facciones,
excepto cuando me siento animado, expresan indolencia y desidia.
Suelo mantener abierta la boca, de labios húmedos y sensuales,
porque tengo problemas para respirar por la nariz.
Los ojillos, marrones, miran hacia adentro. Como puedes suponer,
me paso los días solo, por no hablar de las noches.
¿Sabes quién soy?

Puede que un profesor de teatro clásico me criticara
por dirigirme a ti con tanta confianza, y quizá señalase que
el poeta ha de fingir que habla consigo mismo
o con otro. Pero estoy harto de trucos manidos.

Escucha. He decidido irme de viaje. Me voy a Padua
como Nicolás Copérnico, para estudiar la cosmografía de Aquellini;
como Andrés Vesalio, para visitar a los maestros de la anatomía;
como Alberto Durero a Florencia. Cuento con volver
menos ignorante, y estás invitado a acompañarme.
¿Qué dices, pues? Ven conmigo. Viajemos juntos.
Dios, nuestro soberano, tiene el deber de proteger a Sus vasallos;
pero, con o sin Él, iremos de aquí para allá
por caminos polvorientos y elegiremos el conocimiento
como punto de partida. Mezclando hechos y tradiciones,
interpretando la experiencia según su propósito moral,
adoptaremos el método de nuestros predecesores medievales.
Pero no lo olvides: los que peregrinan
rara vez se convierten en santos. ¿Entiendes?

Mira. Mi tío está diseñando una catedral,
aunque no se la haya encargado ninguna iglesia.
Cuando le preguntan quién pagará los materiales,
no responde, porque, bajo su punto de vista,
el mundo visible no es sino reflejo
de un incomprensible orden espiritual.
¿Está claro?

Lo diré de otra forma. Cito al gobernador de Bitinia,
Plinio el Joven, cuando le escribe, incómodo, a Trajano
para pedirle consejo sobre cómo negociar con los cristianos.
Nunca he participado en interrogatorios…
Así empieza, y el resto de la carta da cuenta
de su angustia y su perplejidad. Trajano responde
mayestáticamente que los cristianos deben ser castigados,
aunque no cree que hayan de ser perseguidos,
lo cual significa que no los considera una amenaza.
Cuántas cosas no ven los emperadores.

Clement Attlee fue el primer ministro británico
que convino con el presidente Truman
en aniquilar Hiroshima. Sin embargo, 16 años después
Attlee escribió: En aquel entonces, no sabíamos nada en absoluto
de los efectos genéticos de una explosión atómica.
Yo no tenía ni idea de la lluvia radioactivani de nada de lo demás…
Pero H. J. Muller había ganado el Premio Nobel en 1927
por sus estudios sobre los efectos genéticos de la radiación.
¿No será que nos gobierna una camarilla de individuos tan informados
como los pastores de Palestina?

Los biólogos que descubrieron estroncio radioactivo en las quemaduras
de los animales expuestos a las pruebas nucleares de Nevada
entendieron muy bien que el estroncio emprende una siniestra búsqueda
del hueso; pero su investigación era secreta,
clasificada bajo el nombre en clave de «Operación Sol Radiante»
y las unidades de estroncio se identificaban con la denominación «unidades
[de sol radiante».
¿Comprendes ahora de lo que quiero decir?

Mira. Los residuos radioactivos duran
miles de años. Mucha de esa basura
—nadie sabe cuánta— está enterrada en zonas
llamadas granjas. Quizá a ti no te importa que te engañen,
pero yo lo lamento amargamente. El odio me alimenta.

Caballeros, nos han inform…

Echan sapos por la boca;
les asoman serpientes por la nariz.

Frost tiene razón: condenados a carreras rotas,
hemos de soportar ser incompletos. Aunque
la desobediencia nos abre alguna alternativa. Tú eliges.

Esta leyenda, inscrita con letras de oro en la torre
de la puerta verde de Kaliningrado, puede guiarte:
Vultus fortunæ variatur imagine lunæ:
Crescit, decrescit, constans persistere nescit.
Significa que el rostro de la fortuna cambia,
y que no sabe permanecer constante.

En las ruinas del pasado se deposita un polvo fino, amigo mío;
nadie conoce el porvenir.

Mi madre solía decirme que tenía un extraño
aire de ensueño, que me volvía indiferente al futuro.
Tenía razón, por supuesto. Pero, como escribió Virgilio,
cada uno se siente atraído por su propio placer.

Mi hermano, con la afabilidad natural del genio,
permite graciosamente que los niños se le suban a la espalda
y que los tontos se aprovechen de su inteligencia. Yo,
menos dotado, no soporto ni lo uno ni lo otro. Como Sócrates,
mi hermano lleva las discusiones hasta sus últimas consecuencias.
Hermoso, iluminado por la sabiduría y la bondad,
me recuerda al hijo de Odín, Balder —al que se consideraba
un ser perfecto—, por su reticencia
a concluir nada. O al músico Ives,
que dedicó años a una intrincada sinfonía
que no pensaba acabar. Trahit sua quemque…

Probablemente te des cuenta de que las ideas se mezclan,
igual que las galaxias se atraviesan unas a otras,
y de que los hombres perspicaces conciben analogías osadas,
como una marea celestial. Te pondré un ejemplo.
Escucha. Nadie niega que la araña teja su tela
con el veneno de su ser ni que el buen vino se escancie
en vasos feos.

Aquí va otro. Los etíopes son sarracenos negros;
a Gengis Kan lo mató un trueno.

Un enjambre de abejas vigila el Danubio; en Damasco,
las cabezas ensangrentadas de los cristianos se apilan
en la plaza del mercado: hay más que sandías.
Lo cual me recuerda al feroz Ricardo Corazón de León,
que partió una barra de hierro por la mitad
para demostrarle a Saladino lo afilado de su espada.
Entonces el musulmán probó lo tajante de la suya
lanzando un cojín al aire y cortándolo con la cimitarra
sin hacer el menor ruido. Era previsible, desde luego,
porque los astrónomos árabes ya calculaban
la precesión equinoccial y el ángulo de los eclipses
cuando los europeos aún creían en un cielo
ornado por cabras, toros, cangrejos y peces.

Mi hijo opina que me obsesionan litigios olvidados.
He intentado explicarle que el amor por la Antigüedad,
en sí mismo, no es la razón, ni tampoco el engreimiento,
ni un sentimiento de condescendencia, sino el deseo
de desentrañar el comportamiento del Hombre —cómo ha llegado
a ser lo que es— y de seguir su arduo descenso,
por espesuras innumerables, hasta el presente.
Me gustaría que volviéramos a descubrirnos en nuestro primer gozo
y nuestro primer dolor, en nuestro asombro y nuestro afán creativo,
en nuestro éxito y nuestro más absoluto fracaso, y en todo lo demás.
No creo que me hayas entendido. Tanto peor.
Quizá me alcance o quizá no.
No esperaré a nadie.

[…]


Traducción: Eduardo Moga
Fuente: El Cuaderno. Cuaderno digital de cultura

"Esta obra constituye, desde su título, un viaje por la historia y el conocimiento humanos; sobre todo, por la estupidez y la crueldad del hombre. Pero este viaje —señalado a lo largo del libro por diferentes coordenadas geográficas— no es lineal, sino circular; ni individual, sino plural, más aún, multitudinario; ni exterior solamente, sino también interior.
Puntos para una rosa de los vientos no es un poemario convencional. Su lirismo no emana de la dicción exaltada ni de la síntesis introspectiva, sino de la desnudez de los hechos. Connell se sitúa, pues, en la estela objetivista de Charles Reznikoff y George Oppen. Los datos que aporta, así como las crueldades y sevicias de la historia con las que ilustra su irónica y desquiciada meditación, destilan, en ascética sucesión, una pureza metálica y una perturbadora capacidad de suscitar asociaciones y ecos que multiplican su sentido, como incumbe a la mejor poesía."
EDUARDO MOGA (fragmento del prólogo) "Puntos para una rosa de los vientos", Godasll Edicions, 2020 
Imagen: Sausalito People

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