Basil Bunting | El poeta ocasional

Basil Bunting

Una vida extraordinaria



Bunting en Persia, por Christopher Domínguez Michael


Es bien conocido el fragmento del libro sexto de las Confesiones, de San Agustín, en que el de Hipona descubre, sorprendido, a San Ambrosio leyendo en voz baja. Entonces era inusual hacerlo: “Cuando leía, sin pronunciar palabra ni mover la lengua, pasaba sus ojos por las páginas, y su inteligencia en el sentido. Todo el mundo podía entrar a verle, ni era su costumbre avisar, de forma que, cuando yo entraba a menudo a verle, le hallaba leyendo en silencio, pues nunca leía en voz alta”.

El  inglés Basil Bunting (1900–1985), fue, entre los poetas del siglo XX, el anti–Ambrosio. Este amante de la  recitación consideraba que mucha de la incomprensión pública  en torno a la poesía moderna consistía en que antes de ser leída en silencio, debía serlo en voz alta. Aunque amigo muy cercano de Ezra Pound, rechazó el imaginismo lo mismo que a aquel Mallarmé respondiéndole al pintor Degas que la poesía se hacía con palabras y no con ideas. Bunting fue otra cosa: el más sincero defensor de la comunión primigenia entre esas “dos hermanas nacidas de la danza primitiva”, a saber, la poesía y la música. Quiso que la suya –escasa– fuese leída como se escucha a Scarlatti pues sólo la forma sonata le placía al poeta. Es natural que no sea tan fácil, para el lego, seguirlo en esa pretensión, sobre todo a través de sus dos grandes poemas autobiográficos, “Villon” (1925) y “Briggflatts” (1965). Su competente traductor al español es Aurelio Major.

Este curioso cosmopolita, según apunta su biógrafo Richard Burton (uno más de los terrícolas así llamados) en A Strong Songs Tows Us. The Life of Basil Bunting (2013), fue al mismo tiempo uno de los modernistas (en el sentido anglosajón) más audaces y un empecinado poeta regional arraigado en su Northumbria. A esa contraposición se suma otra. Durante su juventud, la vida de Bunting fue la del aventurero mientras durante la segunda mitad de su vida prefirió el reposo. Nunca fue del gusto de la gente de Bloomsbury ni de Auden y sus amigos de izquierda quienes lo hallaban, a Basil, un tanto campesino.

No es casual que Bunting haya elegido al poeta francés Villon (1431–1463) como álter ego pues ambos fueron pendencieros, borrachos y víctimas de la ley. El inglés, formado en una familia cuáquera de inclinaciones fabianas (ese hospitalario y un tanto sonso socialismo británico), fue objetor de conciencia durante la Gran Guerra lo cual convirtió en prisionero político durante los meses anteriores al armisticio de 1918. A diferencia de otros, entre ellos no pocos cuáqueros, Bunting ni siquiera aceptó servir a su Majestad en alguna oficina como no–combatiente, lo cual le valió a él y al resto de los 16, 500 objetores, ser víctimas del escarnio de la sociedad inglesa, envalentonada por supuestos científicos que asociaban sin duda alguna a la objeción de conciencia con la homosexualidad.

Durante la primera postguerra, Bunting se inscribió a la London School of Economics, de la cual desertó sin licenciarse aunque conservó, con Pound, un gran interés por la economía durante toda su vida aunque condenó la deriva fascista de su maestro, quien nunca le perdonó del todo esa falta de solidaridad. Fue el tío Ez quien lo “descubrió” poniéndolo en contacto con la efímera aunque decisiva trasatlantic review (así, en minúsculas) y bajo el dominio de Ford Maddox Ford, escritor y mecenas. Se quejaba Basil, durante sus borracheras, de lo que él llamaba el rigor de la fordmaddoxization.

Con la Segunda Guerra, Bunting se reinventó y el antiguo objetor de conciencia se convirtió en jefe de una escuadra de Spitfirers de la RAF, transferido en 1942 hasta Medio Oriente, según le informó eufórico al poeta neoyorkino Louis Zukofsky (1904–1978), su gran amigo. Cruzando con sus aviones de combate la frontera entre Iraq e Irán, Bunting se enamoró de la antigua Persia y de su poesía clásica, que tradujo, asombrado de que el farsi clásico fuera tan distinto de la lengua vernácula indispensable para comunicarse con los iraníes, que le parecieron los más civilizados entre todos los hombres (“Son una extraña mezcla de licencia y mesura; tienen la dignidad de los árabes del desierto sin su histeria”). No toda la guerra la pasó en esa zona. En la Navidad de 1943 fue requerido en Malta como miembro del War Room del general Eisenhower, quien se aprestaba a invadir la Italia mussoliniana desde Sicilia.

Finalizando la guerra, Bunting volvió a Bagdad y a Teherán, capital de una nación que se había declarado neutral, sabedor su Sha de que en el momento preciso, de extenderse el conflicto, Persia podía cotizarse muy alto, apetecida por Hitler como la supuesta patria de los arios. En Teherán y en Isafahán, se dedicó Bunting no sólo a la traducción sino a otro de sus exitosos oficios, el espionaje al servicio del M16. Se casó con una iraní (Sima, una kurdo–armenia, para ser exactos) y desempleado tras la guerra, deambuló por Italia e Inglaterra hasta que pudo colocarse como corresponsal en Irán de The Times. Pero el gusto le duró poco. Mohammad Mossadeq, el Lázaro Cárdenas de Irán, expulsó del país a todos los corresponsales extranjeros antes de expropiar el petróleo en 1951. El primer ministro nacionalista fue derrocado por un golpe de Estado organizado por la CIA y murió en 1967 confinado en su villa. Bunting, antiguo cuáquero y socialista de salón, nunca le perdonó a Mossadeq la expulsión de aquel paraíso donde tradujo a los poetas persas de los primeros siglos del milenio pasado, como Rudaki, Manuchehri, Saadi, Hafiz, Shirazi y Ubay Zakan.

Es razonable imaginarse al viejo y pobretón Basil recitando en Northumbria a Hafiz en el tono de “No te aflijas si el viaje es amargo y la meta incierta” y esperando la respuesta del joven Basil, quien en agrio recuerdo del autocompasivo Villon, se considerara “sucio e inmaduro”: un salmón que ha perdido su estación en el río.  No ignoraba Basil Bunting que así como los compositores no son los mejores intérpretes de sus obras, no  por necesidad han de ser los poetas quienes mejor leen sus versos.


¿Un presagio?




El mismo año, súbito cambio de capital, establecida aquí, en Kyoto, durante siglos.

Nada obligaba al cambio ni era tarea fácil
pero rezongar era ya demasiado.
Nos mudamos, los que tenían empleo o buscaban uno o se aferraban al resto
a prisa y presurosos se impacientaban por ser los primeros.
Las cumbreras sobre cuartos vacíos; desmantelados: flotan río abajo.
La tierra volvió a ser un páramo.
Visité el lugar nuevo: estrecho y más accidentado,
acantilados y marismas, costas ensordecedoras, fuertes vientos perpetuos;
el palacio era una cabaña de troncos arrojada en las colinas (aunque el conjunto no deslucía).
No había terreno llano para las casas, muchos lotes baldíos, una ruina la antigua capital, la nueva un campamento,
y los pensamientos como nubes mudables, deshechos con
un soplo:
los labriegos gimen por las tierras perdidas, los recién llegados sorprendidos por los precios.
Nadie de uniforme: las multitudes
parecían reclutas con licencia.
Hubo murmuraciones. El tiempo las determinó.
En invierno se revocó el decreto, volvimos a Kyoto;
pero las casas ya no estaban y nadie tenía medios para reconstruirlas.
He oído de una época en que los reyes bajo los techos de corteza miraban las chimeneas.
Cuando el humo era escaso, bajaban los impuestos.



Portent?




The same year thunderbolted change of capital, fixed here, Kyoto, for ages.

Nothing compelled the change nor was it an easy matter
but the grumbling was disproportionate. We moved, those with jobs
or wanting jobs or hangers on of the rest, in haste haste fretting to be the first. Rooftrees overhanging empty rooms; dismounted: floating down the river. The soil returned to heath.
I visited the new site: narrow and too uneven,
cliffs and marshes, deafening shores, perpetual strong winds; the palace a logcabin dumped amongst the hills
(yet not altogether inelegant).
There was no flat place for houses, many vacant lots, the former capital wrecked, the new a camp,
and thoughts like clouds changing, frayed by a breath: peasants bewailing Iost land, newcomers aghast at prices. No one in uniform: the crowds
resembled demobilized conscripts.
There were murmurs. Time defined them. In the winter the decree was rescinded, we returned to Kyoto;
but the houses were gone and none could afford to rebuild them.
I have heard of a time when kings beneath bark rooves watched chimneys.
When smoke was scarce, taxes were remitted.

BASIL BUNTING (1900, Scottwoods-on-Tyne / 1985, Hexham, Inglaterra) 
Traducción: Aurelio Mayor
Fuente: Fondo Hugo Gola
Enlaces: Buenos Aires Poetry | El dorso de las cosas
Imagen: Adaptación The New Yorker

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