Esta noche he llorado por una soledad de treinta años. Nunca recé a ningún dios paraque cesara en su castigo. Es más, llegué a amar ese castigo. Esa soledad era mi
fortaleza. Dije "mi casa soy yo".
Ahora estoy desnudo, en el mayor desamparo. Deambulo, abro cuando hay cerrar,
guardo vasos vacíos en la heladera, la gata no me reconoce (creo que hay
momentos en que ladra), Nina Simone canta para vos. Y me pregunto quién soy,
cómo me llamo y dónde queda mi casa.
Me llaman todas las mañanas desde la cárcel.
No necesito despertador, porque el teléfono es sistemático y puntual. Siempre
preguntan lo mismo: si he planeado escapar y cuándo decido mudarme con ellos.
Como mis respuestas negativas también
son invariables, estoy seguro de que al día siguiente volverán a llamar. Aunque
no tengo necesidad de levantarme muy temprano en este paraje solitario donde
cultivo la única huerta y alimento animales que crío para mi sustento.
Lo que no se puede explicar no necesita
razones. Solo resiste la formulación poética, que no siempre se compone con
palabras. También los silencios, el vacío, dan cuenta del misterio.
Tengo una sola habilidad: saber cuál de
los olmos producirá peras.
Los imprevisibles cultivan el misterio
como garantía de una utópica invisibilidad. (El calamar navega en su tinta y
sueña con ser una raya que fulmina con su cola.) Olvidan o no saben que su aura se distingue a la luz de una sola
bujía.
Todos los mantras son laicos. Menos el
mío. Y el de la beba que llora en su cuna.
Hay que tener voluntad, decía mi madre.
No, mamá, le contestaba yo, hay que tener convicción. Y me mandaba a los maíces
del castigo.
Había aprendido todo de afuera mi
madre. No conocía el sabor de la pepita. Le habían hecho perderse lo mejor.
Cuando se hizo vieja contaba monedas de
ingenuidad, vivía perdida y sonriente. No podía olvidarse de los maíces del
castigo.
Una luz de otro mundo se esparció por la cocina.
Éramos cuatro sentados a la mesa, vestidos con ropas claras. Tal vez era
verano.
Los perros buscaban la sombra de los rincones.
La mujer nos habló con palabras precisas, compungidas.
Le tomé una mano queriendo confortarla y me asaltó el llanto.
La luz envolvente amortiguó la congoja.
Vendrán tiempos de agradecer, pensé.
Del libro inédito "Registros de hora prima"
Raúl Orlando Artola (1947, Las Flores, Provincia de Buenos
Aires; vive en Viedma, Río Negro, desde 1975).