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Raúl González Tuñón

Escrito sobre una mesa de Montparnasse 




Una tarde por el ancho rumor de Montparnasse
por ese aire de provincia tan confianzudo y claro
–cada ventana paga su pedazo de sol con una canción,
anduve bebiendo el buen vino rojo y alegre como una canción,
rojo y alegre como una revolución.

Y entonces, pensé: ¿qué haré ahora de mi vida?
Tengo dos amigos, un saxofonista y un vendedor de globos.

Ellos me han dicho: viene el invierno y eso es terrible.
Los gatos se calientan al sol pero un hombre necesita
de la buena lumbre, de la buena carne y de la mujer
siquiera dos veces a la semana.

Algunas mujeres me han detenido en Montmartre
pero me piden cigarrillos y cien francos
y yo solo puedo darles ágiles besos casi inéditos
y hablarles de mi país sin que ellas me comprendan
y decirles que Blanca Luz está en Méjico
sin que ellas me pregunten quién es Blanca Luz.

Una noche bajo la vieja luna de París degollada en los techos
–la luna que alumbra a los enamorados y a los cobardes–
yo vi cómo en un alto balcón
se amaban un muchacho y una muchacha.

Vengo de Buenos Aires, digo a mis amigos desconocidos,
de Buenos Aires que es tres veces más grande que París
y tres veces más pequeña.
Y aunque mi sombrero y mi corbata y mi espíritu canalla
sean productos perfectamente europeos
soy triste y cordial como un legítimo argentino.
Diría: soy un pobre muchacho abandonado aquí
como una valija rotulada en todas las aduanas del mundo
y quisiera irme al Turkestán porque Turkestán es una bonita palabra
y mi amigo Michel Berboff nació en Turkestán.

Pero si yo pudiera llevar a la práctica algo que hace días reflexiono:
¡Ponerme a gritar sobre la Torre Eiffel con afilados gritos
para que venga una mujer y me ame!

¿Conocen ustedes el Neuquén?
Allí hay cabañas de troncos de árboles
y pulperías en donde venden conejillos y libros de Maurice Dekobra.

¿Y Tucumán? En Tucumán solo puede buscarse
la noche en los ojos de sus
mujeres y las guitarras de sonoras y floridas parecen patios.

¿Y Mendoza? En Mendoza los niños saben cantar
porque han nacido al borde de las acequias.

¿Y La Rioja? Yo anduve por ahí adolescente y barbudo como un gitano
y gané una elección con cincuenta pesos y una vaca,
absorto, como Buster Keaton.

¿Y Santa Fe? En Santa Fe viví treinta días en un convento
con ocho frailes franciscanos que iban doblándose hacia el suelo.
Los duendes venían hasta mi cuarto trayéndome briznas de sol
y por la noche se ocultaban en las hornacinas
para hacerles señas a los perros sin dueño y a los viajeros extraviados.

Nosotros tenemos además estaciones abandonadas, pozos de petróleo
y escuelas rurales, como en los cuentos de Bret Harte.

Pero lo que no tenemos es la alegría verdaderamente constante,
la risa verdaderamente pura,
el corazón verdaderamente libre.

Y no se hable de mi corazón.
Yo quisiera
anunciar la función de los circos
dando puñetazos a las estrellas rojas.

Yo quisiera escupir los vidrios de un expreso de lujo
para que rabien los millonarios.

Yo quisiera interrumpir todas las comunicaciones telefónicas
para ver si encuentro una palabra, una sola palabra para mí
y abrir toda la correspondencia del mundo por ver si alguien
una sola persona tiene un recuerdo, un solo recuerdo para mí.

Yo quisiera explotar una bomba, derrocar un gobierno,
hacer una revolución con mis manos amigas del
cristal, de la luz, de la caricia
–destruir todas la tiendas de los burgueses
y todas la academias del mundo–
y hacerme un cinturón bravío de rutas
inverosímiles como Alain Gerbault

para que venga Blanca Luz y me ame.

De. "Antología poética", La calle del agujero en la media (1930), Editorial Losada, 1974

Raúl González Tuñón



Clínica de muñecas


                                                                  (Villa Crespo)

                                          "Yo estaba frente al Edificio Nacional
                                           cuando empezó el tiroteo" (Paralelo 48).
                                                                                  Dos Passos



Tenía en su cara los colores
de la silvestre rosa rosa irlandesa,
y unos ojos verdes redondos
y bucles de oro la magnífica muñeca
y una cintura de ukelele
y un perfume tan penetrante de alhelí,
cuando fue
muerta entre el berrinche
en el bochinche que hubo allí,
la señorita Rumble Bumble Jumble Jinjiboo Jay O'Shea.

Ah, yo la hubiera paseado
bajo la Cruz del Sur en la Ribera
y yo le hubiera regalado
una fragata dentro de una azul botella
y un gran reloj que al dar la hora
toca una linda, una adorable musiquita
y una ventana con un puerto y un submarino en la pecera
y un trencito de chocolate que recorre un raro país,
a la pequeña Rumble Bumble Jumble Jinjiboo Jay O'Shea.

Ahora está la Bella Durmiente con las mejillas color cera
y ya no tiene los colores
de la silvestre rosa rosa irlandesa.
Ahora está blanca la yacente
adolescente en su cajita
y sobre ella la tristeza lanza su breve
transparente lluvia sutil
y el viento joven gime gime gime en la vidriera
porque está muerta en la cajita
la señorita  Rumble Bumble Jumble Jinjiboo Jay O'Shea.

¡Doctor Angélico! Estoy viendo
cómo trabaja en la trastienda el Viejo Gris
con instrumentos delicados
como los sueños del vagabundo y el poeta.
Cuando termine le daremos vino viejo y gefultefisch
y la antigua llave del barrio
y el secreto del gallito de la veleta
y una garita de confite donde se agite
un guerrillero de carmín
por salvar a la Señorita, por salvar a la Señorita,
por salvar a la Señorita, por salvar a la Señorita
Rumble Bumble Jumble Jinjiboo Jay O'Shea.



RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN
 (1905 / 1974, Buenos Aires, Argentina)

De. "A la sombra de los barrios amados", 1957

Raúl González Tuñón

Raúl González TuñónPoema en la muerte de una librería de lance y un librero

                           ("La Incógnita" - Sarmiento al 1400)


El se borró primero. "La incógnita" increíble
se deshizo tras él. Su desplomada magia
desparramó un olor de olores diferentes,
a humedades recónditas de patio clausurado,
a azotea que oteaba la luna de otros techos,
las vecinas ventanas grises del Instituo Otorrinolaringológico;
el letrero llovido del viejo cine;  plantas
que solamente crecen en los balcones tristes.
Un olor a subsuelo de sastre pobre.
A casa que habitaron largamente
la soledad y la madera.
Un olor a almacén de ultramarinos.
A bodegón que invaden los ratones y el tedio.
A ese polvo que cubre en los desvanes
las cosas olvidadas, y en el otoño.
Y era como una selva de papel pensativo,
con horizonte de cartón pintado.
O era un buque de carga silenciosa,
preso en los arrecifes de ladrillo.
(Los libros como viajes, como apilados sueños.
                                   Tanto fervor reunido...)
Pasión amontonada, máscaras del desvelo,
campana de la niebla, laberinto,
intrincado país de rara atmósfera,
espesa, grave, lenta,
y el librero salido de un relato de Dickens,
y desde el fondo un tufo
de frías viandas y de ásperos vinos.
O era como restos que trajo una marca
subterránea, insistente, madre de las vigilias.
O una trastienda honda, un agujero
gigante, en el que alguien, por siglos, fue dejando
rollos cifrados de antiguas pianolas,
amarillos infolios, gárgolas desvaídas,
excitantes quimeras, desusados grimorios,
contrabando de lámparas prohibidas.

O como catedral de los ritos bibliómanos,
del librero de viejo que convoca
zaquizamiés y chamarileros,
puestos descoloridos de muelles y recovas,
mercado de las pulgas, compraventas,
                               cabeceras del rastro...
Y era una puerta estrecha y un corredor sombrío
y un mostrador sin nadie, al socaire del muro
de papel; escaleras de libros hasta el techo
y en un ángulo, el dueño, impasible, mirando,
con párpados pesados de recuerdo, poblándose
de voces, gestos, rostros de gente que vinieron,
y se llevaron libros, todos, todos los libros,
el gorrión, los tranvías, el verano.
Pero aquella montaña de papel no cedía;
como en la pesadilla del delirio, aumentaba.
Y lo veo acordándose de gentes que pasaron,
se marchaban, volvían, y un día no volvieron.
Novión, Emilio Becher, Luis Góngora, Taborda,
Pacheco, Issac Morales, Enrique, de la Púa...
-Cuando yo regresé, con las sienes plateadas,
Don Costantino preguntó quién era.

Y éste es el epitafio
para una librería de lance derramada,
para la tumba de un librero de viejo,
usado, releído, consumido, empolvado,
que se quedó una tarde sin paloma dormido,
entre portadas, entre ex-libris,
entre viñetas, entre colofones,
diminutos cadáveres de grillos,
flores y mariposas secas entre las páginas,
tanto amor distraído, tanta vigilia anclada...

Y cuando despertó ya estaba muerto.


RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN (1905 / 1974, Buenos Aires, Argentina)
De: "A la sombra de los barrios amados", Editorial Lautaro, 1957
Imagen: ik-callepoesia.blogspot.com

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