Poema en la muerte de una librería de lance y un librero
("La Incógnita" - Sarmiento al 1400)
El se borró primero. "La incógnita" increíble
se deshizo tras él. Su desplomada magia
desparramó un olor de olores diferentes,
a humedades recónditas de patio clausurado,
a azotea que oteaba la luna de otros techos,
las vecinas ventanas grises del Instituo Otorrinolaringológico;
el letrero llovido del viejo cine; plantas
que solamente crecen en los balcones tristes.
Un olor a subsuelo de sastre pobre.
A casa que habitaron largamente
la soledad y la madera.
Un olor a almacén de ultramarinos.
A bodegón que invaden los ratones y el tedio.
A ese polvo que cubre en los desvanes
las cosas olvidadas, y en el otoño.
Y era como una selva de papel pensativo,
con horizonte de cartón pintado.
O era un buque de carga silenciosa,
preso en los arrecifes de ladrillo.
(Los libros como viajes, como apilados sueños.
Tanto fervor reunido...)
Pasión amontonada, máscaras del desvelo,
campana de la niebla, laberinto,
intrincado país de rara atmósfera,
espesa, grave, lenta,
y el librero salido de un relato de Dickens,
y desde el fondo un tufo
de frías viandas y de ásperos vinos.
O era como restos que trajo una marca
subterránea, insistente, madre de las vigilias.
O una trastienda honda, un agujero
gigante, en el que alguien, por siglos, fue dejando
rollos cifrados de antiguas pianolas,
amarillos infolios, gárgolas desvaídas,
excitantes quimeras, desusados grimorios,
contrabando de lámparas prohibidas.
O como catedral de los ritos bibliómanos,
del librero de viejo que convoca
zaquizamiés y chamarileros,
puestos descoloridos de muelles y recovas,
mercado de las pulgas, compraventas,
cabeceras del rastro...
Y era una puerta estrecha y un corredor sombrío
y un mostrador sin nadie, al socaire del muro
de papel; escaleras de libros hasta el techo
y en un ángulo, el dueño, impasible, mirando,
con párpados pesados de recuerdo, poblándose
de voces, gestos, rostros de gente que vinieron,
y se llevaron libros, todos, todos los libros,
el gorrión, los tranvías, el verano.
Pero aquella montaña de papel no cedía;
como en la pesadilla del delirio, aumentaba.
Y lo veo acordándose de gentes que pasaron,
se marchaban, volvían, y un día no volvieron.
Novión, Emilio Becher, Luis Góngora, Taborda,
Pacheco, Issac Morales, Enrique, de la Púa...
-Cuando yo regresé, con las sienes plateadas,
Don Costantino preguntó quién era.
Y éste es el epitafio
para una librería de lance derramada,
para la tumba de un librero de viejo,
usado, releído, consumido, empolvado,
que se quedó una tarde sin paloma dormido,
entre portadas, entre ex-libris,
entre viñetas, entre colofones,
diminutos cadáveres de grillos,
flores y mariposas secas entre las páginas,
tanto amor distraído, tanta vigilia anclada...
Y cuando despertó ya estaba muerto.
RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN (1905 / 1974, Buenos Aires, Argentina)
De: "A la sombra de los barrios amados", Editorial Lautaro, 1957
Imagen: ik-callepoesia.blogspot.com
("La Incógnita" - Sarmiento al 1400)
El se borró primero. "La incógnita" increíble
se deshizo tras él. Su desplomada magia
desparramó un olor de olores diferentes,
a humedades recónditas de patio clausurado,
a azotea que oteaba la luna de otros techos,
las vecinas ventanas grises del Instituo Otorrinolaringológico;
el letrero llovido del viejo cine; plantas
que solamente crecen en los balcones tristes.
Un olor a subsuelo de sastre pobre.
A casa que habitaron largamente
la soledad y la madera.
Un olor a almacén de ultramarinos.
A bodegón que invaden los ratones y el tedio.
A ese polvo que cubre en los desvanes
las cosas olvidadas, y en el otoño.
Y era como una selva de papel pensativo,
con horizonte de cartón pintado.
O era un buque de carga silenciosa,
preso en los arrecifes de ladrillo.
(Los libros como viajes, como apilados sueños.
Tanto fervor reunido...)
Pasión amontonada, máscaras del desvelo,
campana de la niebla, laberinto,
intrincado país de rara atmósfera,
espesa, grave, lenta,
y el librero salido de un relato de Dickens,
y desde el fondo un tufo
de frías viandas y de ásperos vinos.
O era como restos que trajo una marca
subterránea, insistente, madre de las vigilias.
O una trastienda honda, un agujero
gigante, en el que alguien, por siglos, fue dejando
rollos cifrados de antiguas pianolas,
amarillos infolios, gárgolas desvaídas,
excitantes quimeras, desusados grimorios,
contrabando de lámparas prohibidas.
O como catedral de los ritos bibliómanos,
del librero de viejo que convoca
zaquizamiés y chamarileros,
puestos descoloridos de muelles y recovas,
mercado de las pulgas, compraventas,
cabeceras del rastro...
Y era una puerta estrecha y un corredor sombrío
y un mostrador sin nadie, al socaire del muro
de papel; escaleras de libros hasta el techo
y en un ángulo, el dueño, impasible, mirando,
con párpados pesados de recuerdo, poblándose
de voces, gestos, rostros de gente que vinieron,
y se llevaron libros, todos, todos los libros,
el gorrión, los tranvías, el verano.
Pero aquella montaña de papel no cedía;
como en la pesadilla del delirio, aumentaba.
Y lo veo acordándose de gentes que pasaron,
se marchaban, volvían, y un día no volvieron.
Novión, Emilio Becher, Luis Góngora, Taborda,
Pacheco, Issac Morales, Enrique, de la Púa...
-Cuando yo regresé, con las sienes plateadas,
Don Costantino preguntó quién era.
Y éste es el epitafio
para una librería de lance derramada,
para la tumba de un librero de viejo,
usado, releído, consumido, empolvado,
que se quedó una tarde sin paloma dormido,
entre portadas, entre ex-libris,
entre viñetas, entre colofones,
diminutos cadáveres de grillos,
flores y mariposas secas entre las páginas,
tanto amor distraído, tanta vigilia anclada...
Y cuando despertó ya estaba muerto.
RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN (1905 / 1974, Buenos Aires, Argentina)
De: "A la sombra de los barrios amados", Editorial Lautaro, 1957
Imagen: ik-callepoesia.blogspot.com
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