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José Kozer: Dunas en la distancia

José Kozer


Veáse como siempre acaba en lo mismo



Un jueves, y no es éste, metí las manos
en los bolsillos (perdí
la noción del tiempo.
De pie, y luego sentado
en penumbra, y luego a
oscuras. Ayuné. Bebí
Bebí agua mental. Sabía que
al amanecer era viernes,
y con eso me bastaba.
A veces sacaba las
manos de los bolsillos,
puños crispados. Abría
las manos, todo seguía
igual. Eso no está mal.
Surgía, iba surgiendo
o iba a surgir un
pensamiento, eso
no está tampoco mal.
Uno, y no tres asuntos
entrecruzándose,
alterando el ritmo de
la respiración. Aparecía
yo aquella tarde en un
pinar, dunas en la
distancia, la bahía
refulgente (cabrilleos)
(rielar pronto la luna
llena) (ah el poema
de Espronceda que
memoricé durante la
adolescencia) levanté
el brazo, extendí la
mano, se vino a posar
un paro carbonero,
¿seré San Francisco?
Y la rapaz se quería
posar en mi cabeza
recién tonsurada, la
tonsura la produjo
un rayo. ¿Sería yo
uno de los elegidos,
aquel que convertiría
al ave de carroña en
paloma buchona?
Volvía a meter los
puños en los bolsillos,
a quedarme quieto, tengo
a la mano hace horas el
libro de los 50 poemas
de Osip Mandelstam en
la traducción de Meares,
me he propuesto ayunar,
no leer, tener el menor
número de pensamientos,
realizar el menor número
posible de movimientos
durante dos días. No
está mal. Han pasado
unas 36 horas, y ahora
empiezo a brincar
(mental) de un sitio a
otro, mi madre desde
el Más Allá me anima
a volver a la normalidad,
y mi padre, el ceño
fruncido, los brazos
cruzados sobre el pecho
(modelo otomano) o cual
si fuera un campeón de
lucha libre, me contempla
como aquél que contempla
a un pobre diablo a todas
luces incapacitado para
la vida. ¿Y él; y él? Callo.
No rebatirlo. Eso estaría
mal. En eso consiste en
caer en la trampa. No
ponerme, después de
dos días de interioridad,
mínima actividad motriz,
a disputar. Con él. Ni
con nadie. Ni con el
otomano ahí enfrente,
ni con el zahorí que
me indica el camino
del agua con pozos
que serán la riqueza
de Israel. ¿Y por qué
no de Andalucía?
Amanece. Llevo
horas desvelado.
Soy un enredador
enredado en sus
minucias, los sucesos
del día. Todo una vez
más me afecta. Que si
tal que si esto que si
aquél dijo o dejó qué
de decir. ¿Eh? El
viento viene de los
Urales, el olor a lejía
de las lavanderas del
Caspio, y los rostros
descompuestos son
un asunto, fíjate,
entre mi padre y yo.


Otros poemas de JOSÉ KOZERaquí 
Imagen: Rialta

José Kozer





Balneario "La Concha", 1954



Era domingo, cuatro decisiones.
Mi madre nos nutría de linfa, hidromieles: se asomaba papá de veguero y visera,
mangas
cortas. Yo
proponía ir más allá de los cuatro tazones de café con leche, hablaba de otras ciudades
con muros sembrados
de logaritmos
y espirales al almuecín, yo me iba: y mi padre proponía el color esmeralda de las playas,
mamá temblaba. A sus anchas
temblaba
cuando nos íbamos los dos de casa, padre y varón veteados en un revuelo de naftas y
aceleraciones, dos
fotutazos
de albricia descarada por el amanecer y el domingo, las mujeres en casa: nos
desnudábamos de pelo
en pecho
al llegar a las casetas y mientras digeríamos al sol el desayuno mi padre recapacitaba
acerca del árbol
lila
y los caramelos que robó de niño, su guante blanco de artillero polaco y el caftán orlado
de arabescos policromos
para
días festivos, el raído caftán de peregrinaciones: nadábamos un poco hablábamos otro
pedazo de aquellos profetas interiores que
escogían a un niño, lo enseñaban
a narrar
y el niño aprendía de golpe, nunca jamás desfallecía. Nadaba
mi padre
como un perro lacio de aguas y lo vi sonrojarse cuando habló de una amiga villaclareña,
tembló
y hablamos
en seguida de su sombrero de nutria y el carromato ígneo de la guerra: nada
nos detenía ya
y compartimos una mano de mamoncillos bajo la sombra de una yagua, llamábamos
al tamalero
por su nombre y pensamos en casa, traeríamos a dos manos el maní en los cucuruchos:
llegaríamos, dos ráfagas
de sal
a casa mi madre me dio un beso que yo di a mi padre cuando besó a mi hermana,
besamos
el pan
de flauta a la mesa y hundimos las manos en los bolsillos un momento para hacer
silencio y dos genuflexiones, comprobar un
momento que éramos cuatro: el Maestro
y la noria
con el Vidente y la noria que no abriría en el suelo aún contra nosotros cuatro un
espacio, nos quedan suelo y brisa parsimonia
y arena en la boca cuajada de canela, gofios y
espléndidas natillas en los cuatro
cuencos.



El lento bosque interior



Desde
el infarto de miocardio me tambaleo un poco a veces me guinda de la nariz un hilillo
espeso
y salobre, me aturde mucho darme cuenta: si doy un paso, un paso dan por mí las aves y si de pronto veo una bandada de azulejos
alzar
vuelo, no era sino el cardenal azul que llevaba un buen rato picoteando en el césped: ya
me acercaré
a la esquina a comprarle a Madame un tiesto de pascualinas, ya
que
Madame es inmortal me acercaré y le compraré un juego azul de lirios inmortales para adornar el jarrón de la sala
ya caduco: lo miraré
el azulejo volar cuando termine con la grama del césped y yo salga al portal
que hubo
en casa, hará treinta y treinta y cinco años, la luz coral de aristas y poliedro de toda mi familia ya habrá cabado de retumbar
en el portal: y ahora
veo mejor el péndulo pasar de una sala a otra de mis cinco casas y nuestras dispersiones, cuatro
parejas
por dos deambular y el resultado por dos y por dos en cuatro puntos cardinales: murieron
mis mayores
ya. Y fue una estafa, han sido estafados y son una estafa todas mis premoniciones; las
para bien
con aves, pájaros versátiles con futuro y las para mal, carroña
y desperdicio
del buitre que también decae y se deshace sobre el ancho esqueleto de la bestia a la intemperie: somos
nosotros
y yo surcado de muertos que me acerco al mirador de casa y veo la luz lateral que se desprende del farol de la esquina
inmutable
con Madame, Madame con sus colibríes y su rosa enorme de plástico en el ojal
que me llama.


Otros poemas de José Kozer, aquí
Gracias Silvina López Medín



José Kozer, lejos de la comparsa

por Gerardo Fernández Fe


Víctima de su vehemencia, en 1893 José Martí justificaba la mediocridad de ciertos poetas a partir de su disposición para la guerra. “Su literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían. Rimaban mal, a veces, pero solo pedantes y bribones se lo echarán en cara porque morían bien”, escribía en el prólogo a Los poetas de la guerra .
De manera que “morir bien” los enaltecía, pues la poesía se encontraba en su comportamiento agonístico y pasaba incluso hacia aquellos que jamás habían escrito un verso. De luchadores a mártires, y de ahí a verso encarnado.
Este modo de entender la poesía, hiperbolizando no el resultado sino la intención, desemboca en el aligeramiento del acto poético, en su trasvase hacia el enaltecimiento de la virtud guerrera. “La poesía escrita –sentencia– es de grado inferior a la virtud que la promueve”.
En nuestro caso, la imagen homérica de los guerreros que entonan poemas hechos música cogió cuerpo a partir de 1959, y desde entonces ha contribuído al kitsch nacional: la poesía en la calle, toda, al desnudo, hasta en la recolección de cien quintales de tomate. Pobre de ella, todos piensan que la tienen a mano.
Siempre me he preguntado por qué a nadie se le ocurre, sin haber pasado años a la sombra de uno o de varios maestros, agarrar un trozo de piedra de tres metros de alto para convertirlo en escultura decente; como mismo a ningún ser de a pie le pasa por la cabeza escriturar los miles de acordes de una obra sinfónica. Sin embargo, basta una puesta de sol o el pulso cardíaco por encima de lo normal, para que optemos por el hermoso verso. ¿Acaso no somos todos poetas?
Con estos fantasmas hablándome al oído he recorrido Acta est fabula (FCE, México, 2013). Sobre los poetas de la guerra, Martí había elogiado que “el acento, cauto o arrebatado, [estuviera] en los cascos de la caballería”. Pero Kozer nunca fue a la guerra; su caballería, si acaso, es del imaginario; su acento sí sabe distinguirse como pocos del resto de la tropa.
Esto de acento nos lleva al tema del sonido. No todos los buenos poetas son vectores de sonidos. Habría que consultar con los archivos sobre la voz y el tempo de Ezra Pound o de Wallace Stevens. Yo, que escuché a Edoardo Sanguineti en Medellín, en 1998, sé de lo melodioso de aquella lengua ajena en boca de un poeta de versos desmantelados e irreverentes.
José ha tenido que medrar a la par de esos lectores que no han entendido su idea de la poesía, que no la han disfrutado. En algún momento he escuchado apelar a la supuesta incomprensibilidad de su poesía. ¡Pero si en el fondo la obra en pleno de Kozer no es más que un acto de historia personal! ¿Acaso exista algún texto que no abunde en la mesa frugal, en Guadalupe, en el padre judío, en el espejo del botiquín o en “el ojo mental del laurel de Indias? Eso sí, sin lloriqueos, sin golpes en el pecho.
Tras la arquitectura vertical, delgada, de muchos de estos poemas, resulta llamativo detectar un inusitado ritmo. Al escucharlo leer, en más de una ocasión me descubrí tamborileando con los dedos, como un trompetista que estudia los espacios de tinta de una partitura.
Es este uno de esos poetas que hay que escuchar: las inflexiones de su voz, sus pausas maliciosas, el dedo índice, afilado, de la mano derecha, trazando filigranas en el aire. Que escuche y disfrute quien tenga oídos –a fin de cuentas, basta de pensar la poesía como un bien para todos--, pues estamos ante un medular poeta de lo sonoro.
Quiero pensar en este poeta sónico junto a José Lezama Lima, Gastón Baquero y Nicolás Guillén, otros tres poetas muy disímiles, por qué no, pero apegados al tañido de una vihuela, a la voz de fondo, al sonido de la rueca.
Y tras sus pasos, una avanzadilla de poetas sustanciosos, que no deberían nunca escapársenos: Néstor Díaz de Villegas y Rolando Sánchez Mejías, Joaquín Badajoz y Waldo Pérez Cino, Pablo de Cuba y Javier Marimón, Oscar Cruz y José Ramón Sánchez. A algunos no hace falta siquiera escucharlos para constatar que se trata de escritores que cascan el lenguaje poético que la Doxa instituyera hace siglos, y que con cada crujido generan un sonido irregular, alarmante, obsceno. Son poetas que suenan bien, lejos de la comparsa.
Pero para esto hace falta oído, buena lectura, trabajo, distanciamiento, y una especie de viaje en el que no todos podemos enrolarnos, “un largo y limpio viaje para no pudrirme –como hace años sentenció Emilio García Montiel– como veía pudrirse los versos ajenos en la noria falaz de las palabras”.

Fuente:http://www.elnuevoherald.com/vivir-mejor/artes-letras/article3819320.html

José Kozer: Reconozco el fulgor



Furtivos



Esa parada de ómnibus la reconozco, esa cicatriz a ras del pavimento la produce todavía
el paso de los tranvías, fulgor y
desaparece el ruido del orín tras
la huella amarilla: paralelas
libélulas, se encaminan.

Se han mecido los visillos, entreví un espejo, su desfiladero vacío: reconozco el fulgor (piqué) de un vestido
amarillo (estampado) a punto de
irrumpir: las paralelas extienden
cada vez más el infinito. El
columpio entre dos abedules,
la perra de lanas con el lazo rojo
atado al rabo, la dama del parasol
y el sombrero de alas anchas
(lona, refulgente) su drástica
aparición al pie del arbusto florido
de lilas blancas, ha desaparecido
del espejo de cuerpo entero: escucho
su llamado en aquel idioma gutural,
el cuajarón de ablativos y vocativos,
ah la proliferación de idiomas
desconocidos que hacen detener el
columpio, bajarse el muchacho de
pantalón dril corto, medias altas,
camisa sepia (ahora por fuera):
reconozco al pie de la letra la
escena.

Es la hora de almuerzo, corrieron los visillos, los postigos de interior (verde botella) entornados (al máximo)
cuatro figuras reconozco, cuatro
figuraciones en el momento de
sentarnos: cada nombre propio
está poseído de otra sustancia.
Brilla la ira a la cabecera de la
mesa; al otro extremo una
mansedumbre fingida reorganiza
minuto a minuto el menor
desarreglo (no habrá nunca
desperdicios): tarareo, se me
manda a callar (schweig still)
callo, en reconocimiento del
mandato; me voy adentro a
tararear (ponme la mano aquí
Macorina): nos hemos ya guiñado
el ojo, reconocemos caminos
(encrucijadas) por los que se les
escapa el poder: dominio nuestro
(sublevación) un gran repertorio
de canciones populares (de eso no
entienden nada): tarareamos, de
consuno, muy adentro.

Y llega la penumbra, la más extrema penumbra, sigilo de los tranvías, huellas amarillas inaudibles, el espejo
Irrompible cuajado de figuras
(y detrás, ninguna figuración):
sólo quedamos de pie mi
hermana y yo, ajenos a todo
vaticinio, entre faroles y postes
del tendido eléctrico, calles
irreconocibles: sólo tenían
nombres (localización, ninguna):
nos detenemos a la verja, miramos
el pasillo de baldosas rojas, la puerta
impenetrable de roble con sus
cuarterones tallados, la sombra de
una aldaba. ¿Llamamos? ¿Nos
llevamos las manos en pirámide a
la boca y pregonamos nuestros
nombres? ¿Acudirán? Huele a una
capa reciente de barniz, respiramos
hondo hasta intoxicarnos: por el olor
de una breva o del cazador de Beck
sabemos que ahí estuvo hace un
momento (lo hemos reconfigurado):
pasamos la mano (estela) por la
superficie impoluta de la mesa,
reaparecen sentados a la sobremesa,
postres de yeso, vasos altos de helechos
desbordados.



José KozerJOSÉ KOZER (1940, La Habana, Cuba)
Fuente: www.literaturalatinaoamerciana.com
Imagen: www.lacronica.com


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