Alejandro Michel: La guerra de los mundos


La guerra de los mundos    

   

The streets were horribly quiet. H. G. Wells, The War of the Worlds 



Tenemos que hablar, Wells. 
Alejandro Michel

Te invito a dejar la tumba 
y venir a mi jardín. 
Es otoño en Buenos Aires, 
ya no hay colibríes ni golondrinas, 
pero te gustará ver cómo se oxidan los colores 
cuando sopla la brisa húmeda de la tarde.
¿Té? No, lo siento, no hay té en mi casa.
Puedo ofrecerte mate amargo y medialunas,
cosas del más acá que podrías traficar en el más allá.
Sentate, Wells, debajo del hibisco. Ponete cómodo.
Quería preguntarte si ahora somos nosotros los marcianos.



Berlín, 2 de mayo de 1945



A Alejandra Boero


Me llamo Iván Bronstein, soy tanquista de la 7.a Brigada Sur,
ascendido a teniente ahora, después de las colinas de Seelow.
Mañana (sé que estaré vivo mañana) cumplo 22 años.
He pasado los últimos tres años a caballo de la muerte.
Katya, amor mío, la muerte no es una ensoñación de Pushkin:
pesa 30 000 kilos y huele a vísceras y gasoil quemados.
(¿Has escrito nuevos poemas?
¿Me los dirás en la penumbra del granero?
Silencio, me decías, el sol va a tocar el horizonte).
A veces, la muerte y yo irrumpíamos a 40 kilómetros por hora
desde lo profundo de un bosque nevado. Los pájaros nos precedían.
Yo imaginaba eso, bandadas de pájaros negros en desbandada
que graznaban ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra! Y entonces abríamos fuego.
(¿Has pensado jamás, Katya, que abrir fuego es una expresión poética?
¿Y que cerrar fuego no existe en nuestra lengua?
La palabras tienen esta forma caprichosa de hacernos el amor,
dirías con una sonrisa. Las palabras son más libres que las personas).
Caminábamos después por entre el humo y los cuerpos.
Aún nos veo allí como sombras entre las sombras,
como si esos cuerpos hubiesen sido la sombra de nuestros cuerpos,
un eclipse maligno, el eco astillado de lo que nunca sabríamos decir.
Algunos cuerpos gemían. Quiero cadáveres, no prisioneros,
nos había respondido el comandante mientras fumaba su papirosa.
Usábamos mazas, hachas y palas, cosas que teníamos a mano.
Pável, el artillero, tocaba el acordeón, siempre la misma melodía.13
La guerra, Katya, es este viento metálico que sopla en la memoria.
Recuerdo que hemos llegado a un gran parque entre las ruinas,
el Tiergarten (como quiera que se pronuncie en esta lengua bestial).
Parece que hay jabalíes acá, quizá podamos cazar uno para la cena.
Hemos descendido ahora y nos hemos sacado fotos junto al T-34
con la Sport de Andréi, el conductor; te llevaré un par de regalo.
No recuerdo mucho más, la brisa de la mañana era agradable
Nuestras máquinas, que eran magníficas, han dejado de volar.
Las calles están desiertas; los cementerios, repletos,
y en su desesperación los muertos los toman por asalto.
Nadie quiere pasar su propia muerte a la intemperie.
Está refrescando, Wells. Pronto nos quedaremos sin sol.
Verás constelaciones diferentes en este cielo.
Hablabas de la sabiduría infinita. ¿Era eso, entonces?
No te duermas ahora, Wells. Tenemos que conversar.



La hormiga plateada del Sáhara



...and who ever got to any sort of understanding with ants?
H. G. Wells, The First Men in the Moon


¡Yo te adoro, hormiga plateada del Sáhara!
Me he aprendido de memoria tu nombre científico,
Cataglyphis bombycina, y lo invoco cada mañana al despertarme
y cada noche al acostarme. Tomo vodka puro para saludar tu pureza.
Yo adoraba a la Virgen María antes de conocerte,
tenía su estatuilla de plástico fosforescente sobre la mesita de luz
y esa fosforescencia era como un faro para los navíos de mi insomnio.
Pero no hay amores incondicionales ni, mucho menos, eternos:
perdida la gracia, la Virgen Parturienta solo daba a luz la desgracia.
Un crepúsculo, la tiré sin pena ni gloria a las aguas del Riachuelo
(me han dicho que esas aguas, como las de Chernóbil, hierven de bagres
y serpientes mutantes, y que la gente de las villas se alimenta con su carne).
Volví a casa en una bicicleta robada. Era roja, casi bolchevique.
Hacía un calor infernal y el cielo, o lo que fuera, chispeaba.
Estoy en el Sáhara, pensé. Tenía hambre y tenía sed.
Me sacié, me bendije a mí mismo y dormí como un bendito.
Soñé que me soñabas y que en el espejo de nuestros sueños
tu rostro era mi rostro. Me vi con las mejillas cubiertas de vello plateado,
los ojos enormes, saltones, bello, plateado, náufrago en el mercurio
vertiginoso de tu belleza física. Y entonces te amé con desesperación.
Los sueños son efímeros, la eternidad se dice siempre con palabras.
Te supliqué que me hablaras, quería escuchar en tu voz lo indecible del universo.
Nuestro amor es especial porque somos especies diferentes ―dijiste al fin―,
ya has amado a criaturas de tu propia especie y a criaturas amigas de tu especie:
mujeres, aeroplanos, hombres, lluvias, gatos, libros, anzuelos descarnados…
Me amarás solo a mí ahora, querrás emularme (correr a 640 kilómetros por hora
sobre la arena recalentada del desierto al mediodía, tener no más de 10 minutos
para dar con tu única comida de la jornada, algún bicho infortunado y ya reseco,
por ejemplo); a toda costa querrás ser a mi imagen y semejanza. No lo serás.
Serás con dolor quien nunca querrías ser. Aprenderás, amante, a odiarte en paz.
Así dijiste (si comprendí bien porque mi dominio de tu lengua es aún imperfecto)
y así predico tu palabra por las calles de Buenos Aires. Pronto llegará el nuevo otoño





ALEJANDRO MICHEL (1958, Mar del Plata, Buenos Aires / 2022, Ciudad de Buenos Aires, Argentina)
Poemas extraídos de "La guerra de los mundos". 

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