Me gustaba ser perro. Trabajaba para un granjero pobre,
cuidando y reuniendo su rebaño. Los lobos y los coyotes
trataban de burlar mi vigilancia casi cada noche, y no perdí
ni una sola oveja. El granjero me recompensaba
con buena comida, comida procedente de su mesa.
Puede que fuera pobre, pero comía bien. Y sus hijos
jugaban conmigo, cuando no estaban en la escuela o
trabajando en el campo. Tenía todo el amor que cualquier perro
podía desear. Cuando me hice viejo, trajeron otro
perro, y lo adiestré en los trucos del oficio.
Aprendió rápido, y el granjero me llevó
a la casa para que viviera con ellos. Todas las mañanas
le llevaba sus pantuflas, mientras también él
iba envejeciendo. Yo moría lentamente, un poco
cada día. El granjero lo sabía y de vez en cuando traía
al nuevo perro para que me hiciese una visita.
El nuevo perro me entretenía con sus volteretas
y monerías. Y entonces, una mañana, sencillamente
no me levanté. Me hicieron un bonito entierro
río abajo, a la sombra de un árbol. A veces lo echo tanto de menos
que me siento junto a la ventana y lloro. Vivo en un edificio muy alto
que da a otros edificios muy altos.
Trabajo en un cubículo y prácticamente no hablo
con nadie en todo el día. Es mi recompensa por haber sido
un buen perro. Los lobos humanos ni siquiera me ven.
No me temen.
Imagen: bostonherald.com

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