Poesía y sociedad, un camino de ida y vuelta, por Natalia Carbajosa | El poeta ocasional

Poesía y sociedad, un camino de ida y vuelta, por Natalia Carbajosa




     El hombre libre es aquel que piensa de otro modo de lo que podría esperarse en razón de su origen, de su medio, de su estado y de su función o de las opiniones reinantes en su tiempo.

Nietzsche


I


     A lo largo de la historia, la poesía se ha puesto al servicio de diversos fines en relación con la sociedad en la que se hallara inmersa. Los altos funcionarios del Imperio Tang en China (siglos VII-X), por ejemplo, debían pasar un riguroso examen, consistente en una composición poética, para poder obtener un puesto en la Administración, lo que muestra la alta consideración en que tal disciplina se tenía entonces. Los juglares repartidos por los reinos conquistados a los árabes en la Península Ibérica entre los siglos XI-XV, como sabemos, ejercían una auténtica labor de noticieros repartiendo las nuevas (políticas o amorosas) de reyes, nobles y guerreros. En las principales cortes europeas del Renacimiento, la poesía alcanzó un grado de distinción tal que, en su versión amorosa, satírica o religiosa, contribuyó a la expansión y fijación de las emergentes lenguas vernáculas a medida que estas se iban independizando del latín como vehículo de cultura. En la lucha contra los totalitarismos, la poesía social ha aportado a los oprimidos tanta o más capacidad de resistencia y esperanza que las armas clandestinas o los apoyos internacionales, como evidencian por igual los poetas que sufrieron el fascismo o el totalitarismo comunista en y tras la Segunda Guerra Mundial. Entre las clases populares, la transmisión oral de coplas y cantares constituía hasta no hace mucho tiempo —y aún sigue siendo así en las civilizaciones menos “desarrolladas”— un acervo espiritual con más peso en la identidad de un pueblo que el que cualquier estatuto autonómico pueda conferir.

     «La poesía es el diálogo del hombre, de un hombre con su tiempo», escribió muy cabalmente el poeta. Ahora bien, el tiempo al que se refería Machado era tanto cronológico como metafísico. Y es que el poeta, como el hombre libre de Nietzsche, es capaz de situarse fuera de ese tiempo cronológico al que también pertenece y, por ende, de la sociedad circundante, para ahondar en asuntos que no son patrimonio de ningún momento histórico concreto ni de ningún colectivo humano en particular, y ello aunque Shelley pretendiera hacer de los poetas, en la primera mitad del siglo XIX, los «legisladores de la humanidad». Es más, hasta cierto punto, y a pesar de los ejemplos de imbricación entre poesía y sociedad citados, el poeta ha de alejarse su circunstancia y la opinión común de su época para entrar en otra realidad más íntima. Así lo manifiesta con claridad Claudio Rodríguez, uno de los grandes de la segunda mitad del siglo XX: «Hoy mismo la ciencia, la técnica (…), además de los medios de comunicación y del intento de hacer la cultura internacional, (…) buscan un hecho externo mientras que el poeta ha de ensimismarse y ofrecerse (…) en la aventura y la efusión de la verdad interior. La vida no es poesía, pero la poesía es vida aunque hable de la muerte». El ensimismamiento del poeta funda otro tiempo, el tiempo de lo que perdura, parafraseando a Hölderlin. No por casualidad, el poeta alemán de finales del XVIII y principios del XIX ya conoce el progresivo arrinconamiento de la poesía respecto de la sociedad que se produce en Europa a partir de la revolución industrial. De ahí que el clamor de Shelley por los «legisladores de la humanidad» suene, más que a réplica a la ambición de Platón de que los filósofos gobernaran el estado, a la máxima del Nuevo Testamento de «mi reino no es de este mundo» (Juan 18:36).El mundo de los poetas, en efecto, nunca ha sido tan de otro mundo como desde el siglo XIX en adelante. Una de las grandes estudiosas de la poesía en nuestro tiempo, María Zambrano, apunta certeramente en el mismo sentido que la república del poeta se ubica en un espacio sumergido, una realidad que él ha de hacer emerger, para lo cual primero deberá «irse lejos del centro donde vive», convertirse en primer lugar en «el huido, el perdido». Y otra vez la Biblia ofrece su analogía: «El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mateo 10: 39).
     Del ensimismamiento del poeta, de su separación de sus semejantes nace, paradójicamente, una comprensión del mundo que está preparada para convertirse en lenguaje y perdurar a través de él. Ya Séneca observa que «cuando las cosas han tomado la mente, las palabras aparecen solas». La palabra poética, libre de las ataduras mundanas, se ofrece limpia, trascendida, eterna, y su resonancia es válida para cualquier contexto y cualquier época, por mucho que las circunstancias externas cambien. Y así, un poeta del siglo VII a. C., Arquíloco, nos devuelve sin que los siglos transcurridos lo acusen a la palabra en el tiempo de Machado: «entiende que es un ritmo el vivir».
     La poesía ha conocido este camino de ida y vuelta respecto de la sociedad mientras la palabra ha disfrutado del estatus que le otorgaron las civilizaciones que nos han precedido: la «casa del ser», como nos recuerda el filósofo alemán Heidegger, o la «fidelísima intérprete del alma», como la llamó el insigne humanista Tomás Moro. Y así se ha mantenido —con altibajos como la sospecha a la que estuvo sometida en la Inglaterra posterior a Shakespeare con el auge del discurso científico, que rechazaba los juegos de palabras del poema por engañosos y excesivos—, hasta que el positivismo y el ideal de progreso del XIX desterró el valor de toda actividad no lucrativa, ociosa y “ensimismada”. La especialización, la división del trabajo y, por ende, de la experiencia en un primer momento, y la sustitución posterior de la cultura tal y como se entendía hasta entonces por la sociedad del entretenimiento y los medios de comunicación de masas hicieron el resto. Los gobernantes y gestores de la educación y la cultura, por su parte, no se han quedado atrás: en palabras de Steiner, «la toma del poder político por los semicultos ha traído consigo una reducción de la riqueza y de la dignidad del idioma». Hoy, mucha gente con una posición profesional aventajada, incluso socialmente envidiada, se siente perpleja ante alguien que “elige” no ya dedicarse a la poesía, sino abordar el estudio del conocimiento que le ha precedido, y lo hace además expresándose con palabras precisas, alejadas de los eslóganes publicitarios, financieros, políticos y educativos que alberga el discurso de la mayoría.
     «El poeta es quien guarda y multiplica la fuerza vital del habla», añade Steiner. Difícil tarea cuando el habla se ha adelgazado hasta la anorexia, y cuando las vidas de los propios poetas —tan uniformes en esta nuestra aldea global y tan sometidas al exceso de estímulos como las de los demás— a duras penas estarán preparadas para ensimismarse, para que las cosas tomen sus mentes y se transformen en palabras. Y más arduo parece aún, en el caso de que algún aspirante a poeta venza tales obstáculos, sólo comparables a los doce trabajos de Hércules, que consiga comunicarse con sus semejantes. Esto es, que encuentre alguno entre ellos dispuesto a prestarle atención, habiendo tanto con que distraerse, tantos juguetitos que tener permanentemente encendidos y, sobre todo, con el rastro de la poesía completamente perdido en la deriva autosuficiente de la sociedad del siglo XXI.



II





     El cambio de paradigma con que la sociología ha bautizado a la era tecnológica y ultraliberal en que vivimos es, sin duda, el más hostil de los posibles, aunque sólo sea por su indiferencia —la oposición abierta genera, al menos, una corriente de resistencia— hacia la palabra en general y la palabra poética en particular. Pero como el gris suele solapar los espacios absolutamente blancos o negros, conviene detenerse un poco y prestar más atención a este punto.

     La irrupción de la tecnología digital en nuestras vidas, que tantos quebraderos de cabeza está causando a los creadores que viven o pretenden vivir de sus obras —fundamentalmente novelistas y músicos— ha supuesto, sin embargo, una notable ventaja para los poetas.


Precisamente porque la poesía está fuera de la sociedad y, salvo algunos casos muy conspicuos de cenáculos literarios boyantes, con ediciones y premios recíprocos incluidos, ningún poeta vive ni aspira a vivir de su obra —la de poeta no es una “profesión”, sino una vocación—, la posibilidad de compartir en internet su obra y sus intereses y hacerlos visibles a quienquiera que desee asomarse, supone una oportunidad única en siglos para romper su forzoso aislamiento. En otras palabras: de la comunicación y edición por internet los poetas no tienen nada que perder, y sí mucho que ganar.
     Que la poesía goza de buena salud digital es patente por el ingente número de revistas, blogs, páginas de creación y traducción, tertulias, talleres, etc, que se propagan por la Red. En nuestro país, esto constituye una buena noticia por cuanto rompe con el aislamiento autonómico al que iban quedando relegados los poetas publicados por sus respectivos ayuntamientos o diputaciones —y así, se venía hablando de poetas extremeños, andaluces o gallegos, sin que unos tuvieran apenas noticia de los otros—, y porque está sirviendo para tender puentes con los poetas de América. Además, al no depender de subvenciones institucionales, las revistas de mayor calidad gozan de una libertad y un prestigio ganados por el abultado número y entusiasmo de sus lectores en los cinco continentes, no menos que por la diversidad y solvencia de sus —en su mayoría desinteresados— colaboradores.
     Como contrapartida —aunque esto también sucede hasta cierto punto en las publicaciones de poesía en papel—, la facilidad e inmediatez que proporciona el medio hace que, junto a buenas publicaciones, abunde lo regular y lo abiertamente malo. En efecto, si se hace un recorrido exhaustivo y desprejuiciado por la red, es imposible no preguntarse si la tentación de poner la poesía de uno mismo al alcance del mundo entero actúa en detrimento de una labor más pausada de elaboración, corrección y —lo más importante de todo— formación a través de la lectura. Y he aquí que nos encontramos con un hecho insólito en la historia de la poesía, a saber, la existencia de “poetas” que no han sido lectores antes, ni tienen intención de serlo. Digamos que la preeminencia de lo audiovisual, junto con el fácil culto a la inmediatez frente al ejercicio del esfuerzo y la paciencia, unidos a unos planes de estudios abiertamente beligerantes, en las últimas décadas, con las disciplinas humanísticas; todo ello ha logrado, si no acabar con el interés por la poesía, sí crear una especie nueva de aspirantes, una suerte de “poetas ágrafos” que ya no se conforman, como quien más y quien menos hacía en la era pre-digital, con usar la poesía como desahogo emocional para después guardar sus creaciones en la secreta intimidad de cualquier cajón.


Keats y María Zambrano pensando la poesía


     Por otro lado, entre los poetas con algo más de oficio, salvo honrosísimas excepciones, se observa una cierta uniformidad que tiene que ver con un modelo de existencia complaciente, anodino y, en ocasiones, patéticamente unido al subjetivismo que fue deslumbrante novedad en el Romanticismo y repetición desde entonces —la tan traída y llevada “poesía de la experiencia”—, modelo del que todavía no hemos logrado desprendernos del todo, quizá por falta de ideas mejores. Con esto no quiero decir que el poeta tenga que convertirse en un ser constantemente doliente y maldito, que no pueda optar a una plaza de funcionario o llevar una vida más o menos ordenada. Si nos fiamos de Keats, el poeta es el ser más despersonalizado de todos, y la fuerza y sublimidad de su expresión no reside en un manojo de datos biográficos más o menos halagüeños sobre su exiguo paso por la vida, sino en el poder de su imaginación. Ahora bien, la vida interior —una vez más volvemos al ensimismamiento— ha de estar en consonancia con el lenguaje, ya que la poesía no es otra cosa que poner la Vida verdaderamente vivida en las palabras. Si, por un lado, manejamos un lenguaje cada vez más empobrecido, manipulado y hueco y, por otro, las circunstancias externas nos conducen a la pereza intelectual y moral, al verso que surge de mi “yo” más inmediato y superficial es lógico que, no obstante las facilidades de transmisión, le sea más difícil que nunca moldear una materia prima digna de ser comunicada. Y he aquí que una cierta confusión de orden semiológico entre mensaje y medio —el medio NO es el mensaje— puede poner a más de uno ante un dilema de índole epistemológica.


     El profesor Jordi Llovet, entre otros pensadores, ha señalado el peligro que entraña el uso extendido de las nuevas tecnologías en la adquisición del saber, que no de la información. La relación que el usuario establece con el ordenador, sobre todo entre las generaciones jóvenes —los llamados “nativos digitales”— está presidida por un componente de dispersión lúdica, de rapidez y de pasividad, con independencia de si lo que la pantalla le muestra es o no de gran enjundia. Tal factor es contrario no ya a la escritura, sino incluso a la lectura de poesía, que requiere concentración, una actitud plenamente activa y crítica y un esfuerzo a menudo superior al de la lectura de cualquier otro texto: no porque los poemas que se aborden sean necesariamente oscuros y herméticos, sino porque la poesía, la buena poesía —de ahí que cuente con tan escasos lectores auténticos—, descansa tanto en la palabra en sí como en las connotaciones que surgen de un uso de la lengua que antes elige sugerir que decir; en el ritmo; en la relación de un texto concreto con lo que le ha precedido, etc. Incluso la disposición tipográfica en el papel, que en la pantalla se pierde casi por completo, es pertinente a la elocuencia misma del poema o, mejor dicho, a su falta de elocuencia —el poema habla sobre todo a través de lo que le falta—. Así lo expresa con sencillez la poeta rumana contemporánea, icono de la resistencia a la dictadura de Ceaucescu en su país, Ana Blandiana:




     Tendría yo cinco o seis años cuando vi por vez primera un poema en una página. Estaba aprendiendo a leer y me habían regalado un libro de poesía para niños. Antes de empezar a leer, sílaba por sílaba, los versos, recuerdo que lo que me impresionó fue el exiguo número de palabras que contenían. Comparado con los tomos que tenía mi padre, con las páginas llenas de letras apretujadas, mi libro parecía poca cosa, con sólo unas cuantas líneas por página, entre las cuales las ilustraciones a colores o el simple y blanco silencio del papel estaban a sus anchas. Cuando le pregunté a mi padre por qué mi libro tenía tan pocas palabras, fue tajante: Así es la poesía.



Sophia de Mello


La poesía es, por tanto, cómplice del silencio y enemiga del atiborramiento que se brinda desde los medios de comunicación de nuestras tecnológicas sociedades. Se diría que exige vidas sencillas, mentes claras, aparatos apagados y una constante actitud de escucha. El testimonio infantil de otra poeta espléndida, la portuguesa Sophia de Mello, así lo atestigua:


     Encontré la poesía antes de saber que había literatura. Pensaba que los poemas no estaban escritos por nadie, que existían en sí mismos, por sí mismos, que eran como un elemento de la naturaleza, que estaban suspendidos, inmanentes. Y que bastaba con quedarse muy quieta, callada y atenta para oírlos.

    La sensación que la niña, futura poeta, tenía de que los poemas no estaban escritos por nadie, me recuerda una anécdota atribuida al otro Machado cuando, paseando por Sevilla, oyó cantar unos versos suyos en un patio. Se asomó, preguntó de quién era esa copla y recibió por respuesta: «¡Esta copla es del pueblo!». Para un poeta no cabe mayor satisfacción que la de que su nombre se haya olvidado y sus versos sean ya del pueblo, del aire respirado.
    Ahora bien, para que la poesía sea de todos, es preciso que circule no sólo en la Red —cosa que (insisto) a pesar de los aspectos más controvertidos, ha supuesto un enorme avance—, sino también en el formato más tradicional de la transmisión oral. Y aquí chocamos con la pseudo-pedagogía que ha eliminado de la docencia el aprendizaje memorístico, tan necesario para la vida del poema; pues la memoria de lo que aprendemos de niños hace que caigamos en el significado mucho más tarde; esto es, al contrario que como reza la máxima de Séneca, llegamos a las palabras por las cosas nombradas, y estas se quedan con nosotros para siempre. El “Spoken Word” —denominación anglosajona del antiguo Mester de Juglaría y felizmente practicado hoy en bares y cafés de muchas ciudades del mundo— en algo contribuye a devolver a la poesía su insustituible oralidad, pero poco puede hacer por reubicarla en el contexto infantil de las canciones de corro y los romances que acompañaban hasta no hace tanto a los juegos en la calle, hasta que ésta dejó de pertenecer a los niños.
     Por si esto no fuera suficiente, y no vaya a ser que a algún niño se le ocurra mostrar una temprana e intempestiva fascinación por la poesía, los libros de lengua de las principales editoriales escolares actuales —dentro de sus respectivos grupos mediáticos— que operan en educación primaria, han suprimido a los autores clásicos de sus páginas; de manera que, para ilustrar lo que es un poema, en lugar de mostrar un ejemplo de Juan Ramón, Lorca, Rubén Darío o cualquier otro autor cercano al mundo infantil, cuentan con “escritores a sueldo” que redactan poemas ad hoc, sin lirismo alguno, pero que —eso sí— incluyen un número conveniente de palabras con el grupo silábico que se esté tratando en la lección —ellos la llaman “unidad didáctica”—. Tamaño disparate debería denunciarse ante los tribunales, por cuanto se les está hurtando a los niños el derecho de conocer su propia tradición literaria, condenándolos de por vida —a no ser que sus padres se ocupen del asunto— a la ignorancia.


Los lectores del futuro, por tanto, y no exclusivamente los de poesía, constituyen ahora mismo una sombría incógnita.
     De todo lo expuesto hasta ahora se puede concluir que nos encontramos ante un camino incierto, de indicios más bien descorazonadores, pero —quién sabe— susceptible de transformarse en algo más valioso con el auxilio de las nuevas tecnologías y el coraje de quienes se encarguen de recorrerlo con valentía y rigor. Algo que ahora mismo nos resulta imposible de atisbar, que aún no es. Por el momento, no obstante, quedémonos al calor de los versos de la poeta Olvido García Valdés, más que adecuados para una definición presente de poesía, con su silencio y su murmullo interior: «…era azar y noche / aquella claridad, un cantar que venía / sin música, porque era dentro / la música».

De: www.elcoloquiodelosperros.net
Imagen: nocualquiercosa.editorialamarante.es

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