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W.H. Auden / Giles Deleuze: La opinión sobre los otros

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Poesía por narradores




Ciclo Coliseo de Poesía: Poesía por Narradores, en el Museo del Libro y de la Lengua

Contra los recitales de poesía

por Darío Jaramillo Agudelo 

¿Odio las lecturas de poemas? No creo. El odio es un sentimiento activo, consciente,  deliberante, militante, constante. El odio ocupa la atención. El odio es obsesivo como su contrario, el amor.

No, no odio las recitaciones públicas de poemas pero no me interesan, me aparecen aburridas, monótonas, inapropiadas: nunca he ido a ninguna. Solo a aquellas en donde a mí me toca leer —o recitar.

Las lecturas consisten en poner a leer en público a alguien que no lo sabe hacer bien o que, si lo hace bien, es por pura coincidencia de dos talentos en una persona, cosa que no siempre ocurre. Y nadie dice nada porque no hay crítica de las lecturas como sí hay crítica de toros o crítica de recitales de música. Nadie dice que este lee bien o aquel es monótono.

Es muy difícil que un individuo pueda tener dos talentos al tiempo, el primero, ser capaz de escribir buena poesía y, el segundo, ser capaz de leerla bien en voz alta.

Ya se sabe, todos los poetas verdaderos pertenecen a la sociedad de poetas muertos y los vivos que escribimos versos apenas somos modestos aprendices. Entonces el problema es peor, porque la mayoría de los poetas que leen en esos actos públicos tampoco tienen el talento para escribir, la mayoría no son buenos poetas sino entusiastas de la poesía que hacen sus honestos intentos, algunas veces incluso consiguen algún prestigio por sus tentativas. El problema, para peor, es que, no teniendo el talento para escribir, tampoco tienen la capacidad para leer.

El asunto es más duro cuando uno ve a individuos muy talentosos, muy sensibles, buenos poetas, haciendo el ridículo por cuenta de sus buenos versos. Intentando transmitir con sus voces opacas, sus repeticiones, sus equivocaciones de lector, sus tosecitas, unos textos que ellos mismos escribieron pensando en un lector silencioso, solitario, apartado del ruido mundanal. ¿Se puede leer en voz alta algo que fue pensado para la lectura silenciosa

Lo grave de todo esto es que, reticente a ir a lecturas de poemas a ver a otros poetas o aprendices de poetas, con la duda constante acerca de mis propios versos, consciente de que no soy un buen perifoneador, siempre cometo el atribulante error de aceptar asistir como lector de mis poemas cuando me invitan a hacerlo.

La contradicción es, si se quiere, más patética, por hacerme presente en un escenario a compartir el ridículo con otros poetas más. Y compartir no lo hace a uno dueño solo de una partecita del ridículo total: compartirlo es potenciar con el ridículo ajeno el ridículo que uno mismo puede hacer. La contradicción es, creo, más profunda porque acceder a estar ante un público es ir contra el origen mismo de la vocación: uno escribe poemas porque es un solitario, porque le gusta el aislamiento, el silencio, la contemplación; y uno lee poemas en público, con ruido, rodeado de gente que no conoce y en una circunstancia en que, tímido y con pánico escénico, uno se siente autor deliberado de un doble engaño: leer en voz alta, mal leídos, textos que fueron compuestos para ser leídos mentalmente. Dios —que fue poeta antes de ponerse a inventar el mundo— me perdone.

El biombo de Byron, o notas para una poética al modo de Pérec, por José Carlos Llop


Byron tenía un biombo en el que iba pegando con goma arábiga fragmentos de crónicas de la época, siluetas de boxeadores y recortes de bustos y figuras literarias, filosóficas o aristocráticas de entre los siglos XVII y XIX. Luego se tumbaba a descansar junto a él. Desde que descubrí la existencia del biombo de Byron, pensé que ese biombo era una suerte de poética contemporánea, porque la vida de un hombre contemporáneo es una vida hecha a base de fragmentos y el tiempo el diván donde a veces nos tumbamos para contemplarla. Recuerdo una frase que George Steiner le dijo a un periodista: ‘Se me ha reprochado con frecuencia y con vehemencia mi fascinación por el pasado... Calibro en todo su alcance el rigor y la precisión de tal reproche. Desgraciadamente, no me ha sido dado regir el tiempo verbal que rige mi sensibilidad. Una tarea ardua de memoria, de rememoración, de recuerdo, se impone a mí...’
Intento recordar el retrato del artista adolescente, o este verso de Péguy que leí en un ensayo sobre la casa: en los estantes de la memoria y en los secretos de los muebles.

Recuerdo que el primer poeta que tuve entre mis manos fue Rilke. Nunca me cansaré de agradecer ese encuentro. El libro era la Antología poética que publicó Austral en 1968 traducida por Jaime Ferreiro Alemparte, del que nada sabía entonces y nada supe después.

Recuerdo esa antología como un libro misterioso e inacabable, un territorio en el que me reconocí dueño de un secreto que tenía que desentrañar a lo largo de mi vida y supe también que ese era el único territorio del que no quería que me expulsaran jamás. Aquel secreto y se mostraba en todo su esplendor en las Elegías rilkeanas. Y en este verso del poeta: las cosas cercanas no se tomaban el trabajo de hacerse comprensibles para mí. El nombre de las cosas está antes que Rilke. Se contaba en casa que
la primera palabra que celebré fue Sputnik. Pero esto no es un recuerdo. Por lo visto corría por los pasillos recitando un mantra cósmico con entusiasmo. Sputnik, sputnik, sputnik... Mis padres no le
dieron la mayor importancia, algo que les agradezco mucho pues de haberlo hecho al revés, sospecho que toda mi vida hubiera querido ser un poeta vanguardista.
Lo que sí recuerdo es que aprendí en ciertas palabras de los Evangelios –lámparas de aceite, huerto, olivos, agua, vino, enfermedad, consuelo...– el sentido trascendente de la palabra. Y lo aprendí ahí, en
las palabras sencillas y no en la cámara de ecos solemnes que es a menudo el Antiguo Testamento –como lo es también la Historia– cuando dice que en el origen está el verbo. Y recuerdo que asocié esa
trascendencia a la esencialidad. Y que ambas eran el alimento de la poesía. Pero de ese aprendizaje me di cuenta muchos años más tarde. 

Recuerdo que el segundo poeta que tuve entre mis manos fue Bécquer. Recuerdo que pensé que era un hombre muy guapo al que las mujeres debieron de amar mucho. Del mismo modo que Rilke era un
hombre feo al que las mujeres sí amaron mucho o eso parecía con aquellas dedicatorias suyas, siempre a damas aristocráticas a ser posible con chateau y un gran jardín a ser posible lleno de rosales. 
Recuerdo que cuando leí a Bécquer pensé en los estudios y los nocturnos de Chopin –a quien entonces yo escuchaba tanto como a Bob Dylan o a Leonard Cohen–. Recuerdo que pensé en dos conceptos: luz y claridad. 

Recuerdo que la primera vez que leí el poema Luis de Baviera escucha Lohengrin, pensé que Cernuda se había adelantado a la estética novísima de los 70 como poco en quince años, y recuerdo también
que en ese poema hallé una forma de explicar el misterio que se celebra en el acto de creación poética, cosa que hasta entonces –yo debía de tener 16 años– no había leído en parte alguna. Los versos a los que me refiero dicen: Asiste a doble fiesta: una exterior, aquélla de que es testigo; otra interior allá en su mente, donde ambas se funden (como color y forma se funden en un cuerpo), componen una misma delicia. Así, razón y enigma, el poder le permite a solas escuchar las voces a su orden concertadas.
He citado la palabra misterio. Como citaré más adelante la palabra verdad. Porque la poesía es eso: un misterio y también una verdad. Sin misterio ni verdad no hay poesía.
El misterio siempre ha estado emparentado con la mística, como la poesía, y Einstein –que es, sospecho, como citar a Lichtenberg hablando de pararrayos– ya dijo que el misterio es la experiencia
más bella y profunda que pueda sentir el hombre. ...

Continúa en Fundación Juan March
Imagen en Babelio

Rebecca Solnit: Lo lejano y lo cercano

Rescato este párrafo, entre tantos para señalar en un maravilloso libro, "Una guía para el arte de perderse" 


".. Esa mariposa acabó liberándose, aun-que quizá demasiado tarde para que sus alas se desplegaran. El proceso de transformación consiste sobre todo en descomposición, seguida de esta crisis en la que la emergencia de aquello que hubo antes tiene que ser abrupta y total. Pero no todos los cambios en la vida de una mariposa son tan dramáticos. También están los estadios por los que pasa entre las sucesivas mudas de piel, ya que una oruga, igual que una serpiente, igual que Cabeza de Vaca en su periplo por el sudoeste, se desprende de su piel una y otra vez a medida que va creciendo. La oruga sigue siendo una oruga mientras pasa por las sucesivas fases entre mudas, pero no siempre es la misma oruga con la misma piel. Existen rituales que celebran estas rupturas —graduaciones, actos de adoctrinamiento, ceremonias de transición—, pero la mayoría de los cambios tienen lugar sin que los alentemos o señalemos tan explícitamente. El término inglés que refiere a los estadios de desarrollo de los insectos, instar, que contiene la palabra « estrella» [star], conlleva algo a la vez celestial y enterrado, divino y funesto, y quizás el cambio sea así, unas veces espectacular y otras más discreto, algo visible y a la vez oculto, una constante oscilación entre lo lejano y lo cercano." 


"El acto de perderse tiene muchas dimensiones: si es posible perderse en un territorio, también lo es extraviarse mentalmente, perder el rumbo en sentido figurado y literal, desorientarse y desaparecer. Pero la pérdida puede llevarnos a un hallazgo, y es esta sutil transacción la que Rebecca Solnit explora con inteligencia y sensibilidad en estos ensayos.

 

Desde las expediciones extraviadas en el continente americano hasta la pérdida de la memoria familiar, la representación de lo perdido en la distancia y en el tiempo y la extinción de especies naturales, este libro nos embarca en una travesía afectiva e intelectual por las muchas formas de la perdición y, sin brújula aparente, encuentra a cada paso imágenes y observaciones perdurables..."




Guía para el arte de perderse
REBECCA SOLNIT
: "Una guía sobre el arte de perderse", Fiordo Editorial, 2020
Traducción: Clara Ministral
Imagen: Lapahm's Quarterly

Hablar de poesía N° 47

revistas de poesia online

 por Alejandro Crotto[1]     

Básicamente, traducir poesía consiste en comprender desde la emoción un poema en otro idioma y trasponerlo creadoramente en el propio. Es una forma de escribir poesía, entonces, cuya especificidad radica en que la inspiración técnica al escribir se orienta a dar cuenta de una experiencia de lectura.

            Al igual que la escritura de poesía, la traducción es una actividad siempre un poco misteriosa, que la inteligencia ilumina solo parcialmente, en la que las generalizaciones fracasan y en la que los excesos taxonómicos pueden resultar contraproducentes, paralizantes.

            Al igual que escritura de poesía, hay en la traducción un primer momento que está por fuera de la escritura en sí. Y también en este terreno la intensidad con la que se lo viva resulta decisiva. En el caso de cualquier traducción feliz, el primer paso es ser tocado íntimamente por un poema.

            Subrayar como primer paso esa vivencia subjetiva puede parecer un exceso romántico de mi parte, pero es sobre todo algo práctico: en ese ser tocado por el poema, como veremos, está el norte que puede guiar nuestra traducción. Porque traducir un poema tiene, además de algo misterioso, inexplicable, algo de metódico proceso sucesivo: es enfrentar una serie de situaciones concretas, cada una de las cuales admite soluciones de muchos matices desde la reescritura libérrima a la severa literalidad… por lo general todas objetables.

            Pero veamos todo esto en un poema en particular, por ejemplo este de Robert Frost:

 

STOPPING BY WOODS ON A SNOWY EVENING

Whose woods these are I think I know.  
His house is in the village though; 
He will not see me stopping here  
To watch his woods fill up with snow.    

My little horse must think it queer 
To stop without a farmhouse near  
Between the woods and frozen lake   
The darkest evening of the year.  

He gives his harness bells a shake  
To ask if there is some mistake.  
The only other sound’s the sweep  
Of easy wind and downy flake.    

The woods are lovely, dark and deep,  
But I have promises to keep, 
And miles to go before I sleep,  
And miles to go before I sleep.

 

            Un poema célebre y, a primera vista, sencillo: alguien se ha detenido junto a un bosque que le es familiar en una noche en la que nieva. Mi caballo, conjetura, debe de estar pensando que es raro haber parado acá, en la mitad de la nada en esta noche negra y fría. Efectivamente, el caballo sacude la cabeza, como preguntando si no hay algún error, y se oyen las campanitas de su arreo, y enseguida, cuando se apagan, el sonido del viento y de los copos que caen. El bosque es apacible, oscuro y hondo, sí, pero hay promesas que cumplir, y mucho que andar antes de dormir. Y mucho que andar antes de dormir.

(…)

 [1] Esta entrada del Portal Web es la introducción del artículo “Traducir poesía” publicado en el número papel Hablar de Poesía 47 (julio 2023).

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