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Los poetas y el trabajo: Ezra Pound



La isla en el lago     



Oh Dios, oh Venus, oh Mercurio, patrono de los ladrones, 
dadme a su tiempo -os ruego- una pequeña tabaquería 
con las cajitas relucientes 
                      apiladas con esmero en los estantes 
y el cavendish suelto y aromático 
                      y el fuerte shag, 
y el rubio Virginia 

                       en hebras bajo el vidrio reluciente 
                       de los mostradores, 
y una balanza no muy engrasada,
y las putas que entran a cambiar una o dos palabras al pasar,
a soltar un insulto, y arreglarse un poco el pelo.

Oh Dios, oh Venus, oh Mercurio, patrono de los ladrones,
prestadme una tabaquería
                       o instaladme en cualquier profesión
excepto esta maldita profesión de escritor,
                       en que uno necesita su cerebro todo el tiempo.



Otros poemas de Ezra Pound, aquí
Enlaces: Antología poéticaClásica y moderna: un acercamiento a la poética de Ezra Pound
    Imagen: poesiaparalaresistencia.wordpress.com




Los poetas y el trabajo: Raymond Carver

Raymond Carver
Sala de autopsias


Sala de autopsias     




En esos tiempos yo era joven y la fuerza 
de diez hombres habitaba mi cuerpo. Para 
lo que mandaran, eso pensaba. 
Trabajaba en el hospital en el turno noche 
y una de mis responsabilidades 
cuando el forense terminaba su trabajo 
era la de limpiar la sala de autopsias. 
Ellos no tenían horario, algunas veces 
terminaban temprano, otras demasiado tarde. 
Y, dejaban objetos olvidados en la mesa de trabajo
construida para esas tareas en particular.
Un pequeño bebé quieto como una piedra
y más frío que la nieve. Otra vez un  negro corpulento
de pelo blanco con el pecho partido al medio
todos sus órganos vitales
en una bandeja a un costado de su cabeza.
La manguera derramaba agua.
Las luces colgadas del techo encandilaban.
Una vez dejaron sobre la mesa una pierna,
una pierna de mujer, pálida y bien formada.
Yo sabía para qué era la pierna,
en ocasiones los había observado.
A pesar de eso me quedé sin respiración.

Cuando regresaba a mi casa tarde en la noche mi mujer
me decía “Dulce, todo va a salir bien. Podemos permutar
esta vida por otra.” Pero, no era así de fácil.
Ella agarraba mi mano entre las suyas, con fuerza,
yo me reclinaba en el sillón y cerraba los ojos.
Yo pensaba en... cualquier cosa. No sabía en qué.
Yo dejaba que ella llevara  mi mano a su pecho.
En ese momento yo abría los ojos y miraba el cielorraso o el piso,
Entonces mis dedos se arrastraban hacia su pierna, tibia
y bien formada, que ante la más suave caricia temblaba
lista para elevarse con delicadeza. Mi mente
estaba confundida y cómo decirlo  ¿sacudida?
No pasaba nada. Todo estaba pasando. La vida
era una piedra, moliéndose, tomando filo.  




Traducción: Esteban Moore
Otros poemas de Raymond Carver, aquí
Imagen: Amanece Metrópolis



The autopsy room





Then I was young and had the strength of ten.

For anything, I thought. Though part of my job
at night was to clean the autopsy room
once the coroner’s work was done. But now
and then they knocked off early, or too late.
For, so help me, they left things out
on their specially built table. A little baby,
still as a stone and snow cold. Another time,
a huge black man with white hair whose chest
had been laid open. All his vital organs
lay in a pan beside his head. The hose
was running, the overhead lights blazed.
And one time there was a leg, a woman’s leg,
on the table. A pale and shapely leg.
I knew it for what it was. I’d seen them before.
Still, it took my breath away.

When I went home at night my wife would say,
“Sugar, it’s going to be all right. We’ll trade
this life in for another.” But it wasn’t
that easy. She’d take my hand between her hands
and hold it tight, while I leaned back on the sofa
and closed my eyes. Thinking of … something.
I don’t know what. But I’d let her bring
my hand to her breast. At which point
I’d open my eyes and stare at the ceiling, or else
the floor. Then my fingers strayed to her leg.
Which was warm and shapely, ready to tremble
and raise slightly, at the slightest touch.
But my mind was unclear and shaky. Nothing
was happening. Everything was happening. Life
was a stone, grinding and sharpening.

Los poetas y el trabajo: Charles Bukowski

La condición existencial del trabajo es paradójica. Por un lado, el discurso de la normalidad dicta que es necesario trabajar para vivir, trabajar para ganar el dinero que nos permita sostener una vida, trabajar para emplear nuestro tiempo y nuestra energía en algo productivo. Pero, desde otra perspectiva, parece pertinente citar el título de la novela de Milan Kundera y decir que “la vida está en otra parte”. Si es cierto que el ser humano está llamado a realizarse, a ser más que los confines que lo limitan, quizá el trabajo no sea la mejor manera de conseguirlo.
A mediados de la década de 1980, Charles Bukowski se encaminaba ya a los 70 años. Para entonces era, irónicamente, un autor respetado, un escritor que de las márgenes del vagabundeo y la vida desenfrenada se asentó en el canon de la literatura estadounidense, no con plena comodidad, pero había
ganado ese lugar y lo defendía con suficiencia.
A esa época pertenece la carta que ahora compartimos. Grosso modo, se trata de una disertación en torno al trabajo y sus consecuencias sobre el ser humano —así, casi filosóficamente. Bukowski eligió este tema porque el destinatario fue John Martin, publicista de Black Sparrow Press que en 1969 le hizo una proposición extraordinaria: le pagaría 100 dólares mensuales con tal de que Bukowski renunciara a su trabajo y se dedicara únicamente a escribir. Bukowski, que llevaba casi 15 años trabajando como cartero para el servicio postal de Estados Unidos, aceptó de inmediato y un par de años después entregó a Black Sparrow Press su primera novela: Post Office (traducida como Cartero en español).

¿Un golpe de suerte? Probablemente. Quizá tan importante como tener el talento suficiente para responder a eso. O, por lo menos, el deseo de hacerlo.

12 de agosto de 1986

Hola, John:
Gracias por la carta. A veces no duele tanto recordar de dónde venimos. Y tú conoces los lugares de donde yo vengo. Incluso las personas que intentan escribir o hacer películas al respecto, no lo entienden bien. Lo llaman “De 9 a 5”. Sólo que nunca es de 9 a 5. En esos lugares no hay hora de comida y, de hecho, si quieres conservar tu trabajo, no sales a comer. Y está el tiempo extra, pero el tiempo extra nunca se registra correctamente en los libros, y si te quejas de eso hay otro zoquete dispuesto a tomar tu lugar.
Ya conoces mi viejo dicho: “La esclavitud nunca fue abolida, sólo se amplió para incluir todos los colores”.
Lo que duele es la pérdida constante de humanidad en aquellos que pelean para mantener trabajos que no quieren pero temen una alternativa peor. Pasa, simplemente, que las personas se vacían. Son cuerpos con mentes temerosas y obedientes. El color abandona sus ojos. La voz se afea. Y el cuerpo. El cabello. Las uñas. Los zapatos. Todo.
Cuando era joven no podía creer que la gente diera su vida a cambio de esas condiciones. Ahora que soy viejo sigo sin creerlo. ¿Por qué lo hacen? ¿Por sexo? ¿Por una televisión? ¿Por un automóvil a pagos fijos? ¿Por los niños? ¿Niños que harán justo las mismas cosas?

Desde siempre, cuando era bastante joven e iba de trabajo en trabajo, era suficientemente ingenuo para a veces decirle a mis compañeros: “¡Eh! El jefe podría venir en cualquier momento y echarnos, así como así, ¿no se dan cuenta?”.
Ellos lo único que hacían era mirarme. Les estaba ofreciendo algo que ellos no querían hacer entrar a su mente.
Ahora, en la industria, hay muchísimos despidos (acererías muertas, cambios técnicos y otras circunstancias en el lugar de trabajo). Los despidos son por cientos de miles y sus rostros son de sorpresa:
“Estuve aquí 35 años…”.
“No es justo…”.
“No sé qué hacer…”.
A los esclavos nunca se les paga tanto como para que se liberen, sino apenas lo necesario para que sobrevivan y regresen a trabajar. Yo podía verlo. ¿Por qué ellos no? Me di cuenta de que la banca del parque era igual de buena, que ser cantinero era igual de bueno. ¿Por qué no estar primero aquí antes de que me pusiera allá? ¿Por qué esperar?
Escribí con asco en contra de todo ello. Fue un alivio sacar de mi sistema toda esa mierda. Y ahora estoy aquí: un “escritor profesional”. Pasados los primeros 50 años, he descubierto que hay otros ascos más allá del sistema.
Recuerdo que una vez, trabajando como empacador en una compañía de artículos de iluminación, uno de mis compañeros dijo de pronto: “¡Nunca seré libre!”.
Uno de los jefes caminaba por ahí (su nombre era Morrie) y soltó una carcajada deliciosa, disfrutando el hecho de que ese sujeto estuviera atrapado de por vida.
Así que la suerte de, finalmente, haber salido de esos lugares, sin importar cuánto tiempo tomó, me ha dado una especie de felicidad, la felicidad alegre del milagro. Escribo ahora con una mente vieja y con un cuerpo viejo, mucho tiempo después del que la mayoría creería en continuar con esto, pero dado que empecé tan tarde, me debo a mí mismo ser persistente, y cuando las palabras comiencen a fallar y tenga que recibir ayuda para subir las escaleras y no pueda distinguir un azulejo de una grapa, todavía sentiré que algo dentro de mí recordará (sin importar qué tan lejos me haya ido) cómo llegué en medio del asesinato y la confusión y la pena hacia, al menos, una muerte generosa.
No haber desperdiciado por completo la vida parece ser un logro, al menos para mí.
Tu muchacho,

Hank
Fuente: www.pijamasurf.com

Los poetas y el trabajo: Rosella Di Paolo

Profesora de lengua y literatura - Ex

          Sepan que estoy viviendo, nubes,
          sepan que canto

          Javier Sologuren



Nunca más pararme frente a la pizarra —ecce femina—
con un cucharón
para meter en los platos vacíos de sus cabezas
el engrudo homérico, la berenjena eglógica
el acento esdrújulo y miserable, ni más
tizas de colores, salsas de tomate,
para abrirles las bocas
ojalá el entendimiento.
Ya no la tarjeta en la tostadora horaria
saltando con su tardanza al rojo vivo
ni exámenes para probar cuánto resisten
mis nalgas en el pupitre y cuántas tildes
puede gotear un cárdeno Faber Castell 031.
Se acabó la clase, la ilusión de mango,
todos al recreo, yo al recreo (pero sin vuelta)
al recreo de desclavarme de la pizarra
y saltar por la escalera al fin resucitada.
Último día, las rejas se levantan,
y en este valle ameno
nubes, sepan que canto
sepan que canto, bestias.


ROSELLA DI PAOLO (1960, Lima, Perú)
Fuente: Emma Gunst
Imagen: www.limaenescena.lamula.pe






Los poetas y el trabajo: Arnaldo Calveyra

poesía argentina, los poetas y el trabajo


Diario del fumigador de guardia 


Duerme el fumigador decano, ha envejecido como envejecen algunos maestros de la costa oriental del Uruguay. Poco a poco la muerte se va cansando de darlo de alta. 

Un estuario arrecia, la mente entra en olores. Antes de dormirse nos contó la historia de la laucha que encontró muerta en una lata de conserva. 

Y ahora mientras duerme parece estar pensando en otra cosa, tan excluyente el gesto, tan levantadas las cejas. Duerme y respira al mismo tiempo debajo del sauce y en una habitación azotada por respiraciones adversas. Los mosquitos que se posan sobre su frente caen muertos, fulminados al instante. 

–Pasado de gas, aclara el compañero, 

está a punto de despertarse. 

Se esconde un ángel dentro del botero y la nariz de ese ángel es lo único que asoma de su cara. 

Nos va llevando por el canal lleno de sol y humo. 

La nariz sigue alargándose a medida que el agua cunde alrededor nuestro y el bote se vuelve de más en más frágil en medio del canal de ceniza. Comparado a esta nariz, todo lo que surge a nuestro paso, y nosotros, es pura imitación. 

El botero es el primer fresco de la tarde. 

Mis compañeros se divierten, discuten, se empujan, desequilibran el bote, me doy vuelta hacia el sol del botero y abajo y, mientras, ya su remo se ha movido para espantar el agua que lo observa desde tantos lugares a la vez. 

Dicen: “aquí poco se sabe de la duración de las cosas y las personas”. 

Cerca de estos pastizales el cielo es exilio. 

Cuando por fin encuentro la moneda y quiero pagarle el viaje ya es tarde, ya está cerrado su comercio con humanos, los ojos fijos en el agua, el agua oscura que lo observa. 

Las cinco. Anda por el cielo, extraviada, una luz de ventana. 

Otros trabajos que cumplir: 

asegurarse del cierre hermético de las entradas de aire secundarias, disponer los encerados para tapiar las entradas de las bodegas, 

terminar de cerrar con papel engomado los ojos de buey (apretar cuidadosamente una sola de las tres tuercas), 

cerrar con papel de diario encolado las puertas de la Tebas de los oficiales, 

dejar una entrada para los fumigadores y otra entreabierta al final del recorrido (comenzar siempre por inyectar el gas desde la parte superior del barco). 

Por lo general se fumiga los domingos. El sol entra y sale fácilmente de las bodegas dejadas solas, los bares se llenan de marineros. 

Alves, fumigador decano ¿ya abriste el libro donde se lee: eran cuatro y eran siete, los domingos acometían a los barcos en procura de ratas, una máscara los disimulaba ante el dios terrible de las ratas? 

La hora en que la llovizna se pone tan tierna con la proa de las embarcaciones nórdicas, el cielo se está cubriendo de vértebras azules. 

¿En qué quedó la máquina que proyectabas para iluminar los días oscuros? 
¿fueron para nosotros las lindas tardes? 

¡dáctilo de tu sueño y paisaje sin álamo! 

Alves, fumigador decano, ¿duermes esa nada, esa siesta que es la muerte? 


ARNALDO CALVEYRA (1929, Mansilla, Provincia de Entre Ríos, Argentina / 2015, Paris, Francia) 
De: "Diario del Fumigador de Guardia", Poesía reunida, Hidalgo editora, Buenos Aires, 2012 (2º edición en Argentina, 1º edición en España) 

1951

Trabaja los sábados y domingos en un muelle de fumigación de la localidad de Ensenada, provincia de Buenos Aires. Esa experiencia, que se prolongará durante dos años, dará origen al libro "Diario del Fumigador de guardia".

"En Ensenada había un muelle de fumigación. Yo leí un aviso en un diario, me presenté y me tomaron. Por el contacto con el gas, no se podía trabajar más de dos horas. Ahí fui escribiendo el libro. La primera versión es de 1951, lo que hice después fue corregirlo. No se lo mostré a nadie. Hacia el 53, el libro quedó guardado, pero en el fondo de la casa había un arroyo y cuando vinieron los militares canalizaron el puente que pasaba delante de la casa y se inundó todo. Y el original quedo en ese baúl medio mojado, y hasta que lo encontré en 1983,  en el curso de un viaje a Argentina; así que me lo llevé a París tras treinta años de olvido", señala Calveyra en la entrevista realizada por Pablo Gianera y Daniel Samoilovich, publicada en el "Diario de Poesía", N° 69, diciembre de 2004.

En Autores de Concordia
Imagen: www.lacalle.com.ar

Los poetas y el trabajo: trabajos forzados de poetas y escritores




El 9 de octubre de 1897, durante la primera fiebre del oro, Jack London desembarcó en Klondike. Aquel invierno vivió en una cabaña abandonada, rodeado de lobos. Transportaba maletas por la nieve y cuesta arriba: millas y millas cargado con ciento cincuenta libras



de peso. Se sentía más fuerte que los indios y lleno de salud. Cuando escribía, le dolía la espalda. Al escribir a máquina, se veía aquejado de repentinos dolores en los brazos, que le bajaban hasta los dedos. La columna vertebral, que «tan lealmente» le había servido en los días de viento y durante las tormentas, se veía ahora humillada por aquella máquina, que le obligaba «a estar doblado en dos», y le infligía «dolores fortísimos», como si tuviese reumatismo. Carmina non dant panem; muchos escritores, para mantenerse, han tenido que trabajar. A comienzos del siglo xx —antes de que el Estado mecenas comenzara a ofrecer a los intelectuales variadas prebendas—, los trabajos podían ser de lo más extravagantes y, a veces, rozaban lo extremo; pero casi todos, poetas y narradores, coincidían en quejarse de que la escritura era la tarea más agotadora de todas. Charles Bukowski, que en una tarde de borrachera era capaz de arrasar a hierro y fuego una casa, y que al sueño americano contraponía la escritura del exceso —de alcohol, sexo y excesos de variada naturaleza—, trabajó en realidad disciplinadamente, durante catorce años, como cartero. Cuando le dieron un sueldo por escribir, se quedó paralizado por el terror toda una semana, y solo después se puso a trabajar. Pero las conferencias a las que le invitaban continuaron asustándole mortalmente; durante el día bebía y vomitaba; luego, en el momento de hablar, volvía a beber, y poco a poco le crecía la irritación hacia el público, que a veces respondía a botellazos. Era más fácil trabajar en la fábrica, sostenía, pálido de miedo, porque en la fábrica «no había tanta presión». Maxim Gorki era todavía un niño cuando entró a trabajar como descargador en el Volga, acarreando él solo, «para envidia de los mayores», cajas de cien libras. Más tarde fue pinche, fogonero, pescador, panadero… Hacía catorce horas de cola de noche o de día, en bodegas o salinas calientes. Pero bastó que uno de sus cuentos tuviera éxito y pasara a colaborar en varios periódicos y tuviera que escribir dos artículos al día, para que confesara que ese «trabajo esclavo» lo agotaba: «era superior a sus fuerzas». Por su parte, Dashiell Hammett, el inventor del género negro, quiso ser investigador privado toda su vida, o, si acaso, reportero, incluso cuando la tuberculosis lo había convertido en un dandy larguirucho de cincuenta y siete kilos y casi dos metros de altura. (A veces, los trabajos más sedentarios pueden parecerles extenuantes a algunos escritores: si Anatole France dirigió durante quince años la Biblioteca del Senado francés, Marcel Proust no resistió ni un solo día en la Biblioteca Mazarin.) Muchos escritores se quejan de la naturaleza vampírica de la escritura. Italo Svevo, para convertirse en «un buen industrial», se obligó a abandonar las novelas, porque si se le ocurría una sola frase, ya estaba perdido para la vida activa durante una semana entera. Escribió sobre una tarjeta de visita «Comercial» y llegó a ser un gran emprendedor en el sector de las pinturas navales. De hecho, tras los trabajos forzados a los que se dedican los escritores del primer tercio del siglo xx, a menudo se prefieren los trabajos más distantes y mecánicos. Bohumil Hrabal lo practicaba: hacía trabajos que no le satisfacían, desagradables y contrarios a su naturaleza (fue, por ejemplo, agente de seguros, y eso que era timidísimo), ya que así podía superarse y obligarse a observar la realidad con una lente deformada y fantástica. En 1948, el socialismo real obligó a cambiar de trabajo a millones de checos, transformando a profesores y a artistas en obreros no cualificados. Hrabal trabajó en las acerías y casi perdió la vida en el empeño. Georges Perec era ya moderadamente famoso, pero no por ello abandonó su empleo subalterno de documentalista en un laboratorio médico. Se acercaba a la cuarentena y ganaba premios literarios. Los colegas del CNRS lo miraban perplejos; le propusieron un ascenso si se reciclaba como informático. Perec no tenía la más mínima intención de hacerlo. Pensaba que si para un escritor es peligroso hacer carrera, todavía es peor depender de la escritura para vivir —peor para la escritura—. Cuarenta horas a la semana, y después era libre para crear lo que le pareciera (lo pensaba ya en el xviii Voltaire: es imposible ocuparse de la cultura sin una buena base económica, es una cuestión de libertad intelectual; se las arregló, efectivamente, para hacer fortuna traficando con esclavos, pero fundó el mundo moderno de la tolerancia). Kafka sin embargo tenía remordimientos por trabajar como agente de seguros. Pensaba en el poeta Paul Adler, que no hacía nada, que iba mendigando los favores de un amigo y de otro, con su mujer y sus hijos, consagrado a su vocación; no como él, que naufragaba en una vida de burócrata. En ocasiones, Kafka era más indulgente con el trabajo y decía que liberaba al hombre del sueño que lo deslumbra, dejándolo entregado a la habitual nostalgia de la confianza. Eliot renunció a enseñar en Harvard para ser empleado de banca. Trabajaba en un sótano, inclinado, «como un pájaro negro en un comedero», sobre una mesa repleta de cartas; a un metro de la cabeza, un cristal, que daba a las aceras de la calle, donde sonaban incesantemente los tacones. Se divertía un montón manejando los números; el trabajo le dejaba tiempo «para sus tareas» y para sus amigos. Cuando un editor descubrió que el mejor poeta americano era además un buen contable, creyó que aquello era un sueño, y le confió su empresa. A los veintidós años, Guillaume Apollinaire también trabajó como empleado de banco; el banco quebró casi de inmediato, pero los trayectos atravesando París, de vuelta de la sucursal de la Chaussée d'Antin, y sus otros recorridos de trabajo y de vagabundeo, dieron lugar a poemas que pusieron los cimientos de la poesía del siglo xx. Los trabajos apacibles no son necesariamente menos interesantes para la escritura.



El tenebroso Céline consiguió hacer de la profesión médica una prestigiosa empresa internacional: con la Sociedad de Naciones representó, viajando por medio mundo, la medicina occidental (que él llamaba burguesa), antes de convertirse, en los barrios más lúgubres de París, en el más cariñoso, alegre y disponible de los doctores. Y también Mijail Bulgakov consiguió en 1917, con la Revolución recién estallada, transformar el trabajo de médico en una aventura: hasta se enganchó a la morfina. Había administrado suero antidiftérico a un niño enfermo; aspirando con una cánula de la garganta del muchacho fue atacado por una insoportable alergia. Para aliviar la irritación, tomó morfina y con ella adquirió el hábito de la droga; amenazaba con una pistola a su mujer, que se negaba a proporcionarle opio y calmantes, e incluso, en una ocasión, le tiró a la cabeza una lámpara de petróleo. Sufría crisis depresivas y de terror a ser descubierto. Contó todo en Morfina; fue el trabajo de escritor lo que le liberó. Arthur Schnitzler, por el contrario, solo se vio moderadamente importunado por su profesión de médico y, sobre todo, por su vida social. Se divertía «en sociedad, mucho en los bailes», escribió en febrero de 1881: «Bailo con más pasión que nunca. En casa a las seis. Poco después he ido a la sala anatómica a hacer la autopsia de una joven. Estoy confuso». Algunos escritores han falseado experiencias de su vida para hacer más creíbles sus novelas: «Tú solo has visto Verona», decía haciendo punto tía Ada, a quien Emilio Salgari intentaba seducir con sus locuras («Vuelvo de Calcuta, salgo para África»): «Verona, y un poco del Adriático». En el Italia Una, en efecto, que hacía la ruta entre Pellestrina y Brindisi, cargado de tantas lecturas sobre naufragios y de aventuras como pudo, listo para desafiar los hielos del Polo y el calor del Ecuador, el joven Salgari cruzó el Adriático. Un huracán se abalanzó sobre la barca pesquera, de las que en Venecia llaman ratones, y el joven, contagiado de la desesperanza del cocinero de a bordo, pensó: «Está visto que no volveré a probar las sopas de mi madre». Volvió a Venecia afirmando que se había convertido poco menos que en capitán de gran cabotaje, y contando 12 historias de Sumatra, de Borneo y de Ceylán. El director de La Valigia lo tomó en serio, porque estaba en Milán, y fue así como le publicó su primera novela. Creyendo, tal vez con razón, que hacer literatura los aleja de los hombres, muchos escritores utilizan sus trabajos para acercarse a la gente común.



En 1928, George Orwell renunció a la policía birmana. Sentía que, si quería convertirse en escritor, debía desistir de todos sus privilegios, coloniales y de clase, y conocer la vida de los marginados. Vendió sus abrigos y soportó heladas rodeado de vagabundos, que no lo rechazaron —como él temía— a pesar de su acento de Eton. Aprendió que, tras pasar catorce horas limpiando platos o siendo portero en Les Halles, no se tienen ganas de lavarse ni tiempo para pensar, y se pierde poco a poco conciencia del mundo exterior; aprendió también que en ciertas zonas de Londres las pulgas son más grandes. En resumen, vivió toda la experiencia que, en 1933, se convirtió en Vagabundo en París y Londres, y poco a poco en el resto de sus obras maestras. Hasta 1984, que escribió a máquina mientras estaba internado en un sanatorio (por esa vida que había llevado contrajo la tuberculosis), dedicando a la novela unas horas al día, cuando tenía fuerzas. 



Lawrence de Arabia, acostumbrado a dormir en un agujero excavado en el desierto y a cambiarse de ropa cada cuatro meses, también sufrió horriblemente escribiendo Los siete pilares de la sabiduría, trabajando sin horarios y comiendo en las estaciones, porque estaban abiertas toda la noche; dormía en el Embankment, con los vagabundos, y acabó implorando su ingreso en la RAF como simple aviador y bajo nombre falso (quería escapar de los periodistas), porque quería confundirse con sus «semejantes». André Malraux, cuando era ministro, solo escribía sus libros de noche y pensaba que para crear, como para hacer política, era necesario conocer la naturaleza humana. De hecho, reprochaba a De Gaulle no haber «comido con un fontanero» en su vida. 

































Ottiero Ottieri dejó a su familia, las comodidades y los estudios literarios para convertirse en un intelectual de izquierdas; así acabó de cortador de cabezas —peor: reclutando trabajadores, entre cuatrocientos mil candidatos—en Pozzuoli. Escribió una obra maestra, Donnarumma all'asalto, divertidísimo y desgarrador testimonio de la cultura de empresa en el marco del atrasado sur italiano de los años cincuenta. Distinto es el caso de Colette. Famosa ya como escritora, utilizó su fama para fundar una pequeña empresa con la que ganar dinero. Abrió en 1932, en plena Depresión y con casi sesenta años, un instituto de belleza, financiado por la princesa de Polignac y por el bajá Al-Glawi, y para el que contó con el apoyo del ministro Maginot (el de la línea defensiva). Colette creó polvos y cremas, diseñó el logo para las etiquetas —un dibujo de su perfil—, e incluso atendía personalmente a los clientes en los grandes almacenes y en las sucursales que se abrieron por toda Francia. Por otra parte, ya en 1909, el avispado marido de Colette, Willy, había aprovechado el éxito de las novelas de la serie de Claudine para lanzar lociones y perfumes con esa marca; pero también los calcetines de niña maliciosa, el célebre cuello de colegiala y sombreros, delantales, cigarrillos y helados. La moda se difundió tanto, que incluso las casas de citas ofertaban falsas colegialas al estilo de Claudine. Sin embargo, el instituto de belleza fracasó. Pero el novio de Colette, Goudeket, que mientras tanto se había puesto a vender émbolos de su invención, pensaba que la empresa no había sido del todo inútil. Para la escritora, el contacto con el público («esa estancia entre los seres vivos») le había inspirado nuevos temas y un nuevo registro, más áspero y sin adornos. Para algunos, el trabajo elegido no es la escritura. Boris Vian, seguramente, amaba más el jazz y su trompeta, que acabaría por romper su corazón defectuoso. Antoine de Saint-Exupéry pensaba que su verdadero trabajo consistía en pilotar aviones. Era la época en la que se navegaba a la vista; sobre los mapas, los pioneros de la aviación nocturna señalaban naranjos y arroyos, y, cuando aterrizaban al atardecer, procuraban evitar los barcos de pesca. Antoine era ya una leyenda cuando, en 1931, se presentó a recibir un premio literario con traje y alpargatas. Llevaba volando veinte horas y no se había afeitado desde hacía tres días; además, tenía toda la cara negra de hollín. Para pagar sus deudas, intentó batir un récord de vuelo para el que estaba previsto un premio de cincuenta mil francos. Cayó en el desierto, el desierto en el que aparecerá el Principito para irritar al aviador varado con sus preguntitas metafísicas. Saint-Exupéry escribió de noche la fábula más leída en el mundo, porque era 1942, él estaba en Estados Unidos y el Ministerio de la Guerra de Washington le consultaba para interpretar las fotos de reconocimiento aéreo. En primavera, Saint-Exupéry estaba ya en África, retomando el servicio activo; no había libro más instructivo, decía, que la tierra vista desde el cielo. También William Faulkner habría querido volar. Al final de la Primera Guerra Mundial, se compró un uniforme de oficial de la RAF y entró en Oxford (en Mississippi) cojeando. Contó que había sufrido un accidente aéreo. Cuando no iba de uniforme, paseaba con los pies descalzos, vestido como un vagabundo. En la universidad encontró, sin embargo, algún que otro empleo: guardarropa, regidor para el teatro y hasta cartero (aunque se negaba a ordenar el correo, y los paquetes se los devolvía al remitente). Trabajaba por la noche en la sede de la universidad: debía cargar la caldera de carbón; mientras tanto, sobre la carriola oxidada escribía cuentos, con los que finalmente ganó algún dinero. Con el tiempo consiguió comprar una casa de estilo colonial, Rowan Oak, donde, con dos criados negros, aparentando aristocráticos orígenes sureños, pudo dedicarse al duro trabajo de la literatura: escribía durante doce o trece horas seguidas. Raffaele Viviani fue acróbata. Chaplin no era todavía Chaplin, y Blaise Cendrars tenía todavía dos manos cuando fueron presentados en el escenario de un cabaret de Londres. Era 1910. Por la noche, Cendrars veía al pequeño clown —al que molían todas las noches a patadas en el culo— intentando leer a Schopenhauer. Cendrars hizo después mil trabajos y escribió poemas revolucionarios; pero fue la Gran Guerra, de la que salió con los ojos vacíos y con un muñón como brazo derecho, la que lo convirtió en actor —para Abel Gance, que buscaba secundarios para una película contra la guerra—. La fama le llegó sin embargo por una novela, El oro, nacida en Brasil, donde Cendrars había intentado, en vano, crear una pequeña empresa de importación y exportación. La política, en estos vínculos entre trabajo y escritura, raramente tiene un gran papel. Paul Morand, sin embargo, a quien la carrera diplomática había puesto a mirar «hacia el Pacífico», y cuyas siguientes novelas exóticas lo convertirían en un escritor de éxito, se volvió grande cuando, tras haber pensado que Alemania granaría la Segunda Guerra Mundial, fue invitado a «aprovechar su derecho a la jubilación», y se 16 instaló cómodamente en Suiza. La escritura deslumbrante de antaño se volvió seca, desértica; los temas, amargos. (También padecería una forma de depuración el exempleado de banca Jean Giono, aunque era pacifista y no había tenido nada que ver con los nazis de la ocupación; algo que tuvo espléndidas consecuencias para su escritura.) En 1938, Marguerite Duras, que era licenciada en Ciencias Políticas, ingresó «fácilmente» en el Ministerio de las Colonias. Ganaba 1500 francos al mes, y era tan brillante que pasó a escribir los discursos del ministro Mandel. Sus obras sobre la opresión del sistema colonial estaban todavía por llegar. Mientras tanto, la Duras defendió la función militar y estratégica de las colonias; como promotora auxiliar en el Comité de Propaganda del Plátano Francés, redactó, a petición del ministro, su primer libro. Se titulaba L'Empire français. La austera Nathalie Sarraute era abogada. Ejerció mientras daba a luz a tres hijas y también Tropismos. Pero, durante la ocupación nazi, las leyes antisemitas del gobierno colaboracionista de Vichy hicieron que fuera eliminada del registro; se divorció entonces de su marido a fin de poder mantener su trabajo, y fingió ser el ama de llaves de sus hijas, que la llamaban mademoiselle. Pero en sus alegatos juveniles «la libertad desconocida» del discurso la había liberado para siempre de la lengua literaria. Y desde entonces la eludió —junto a los terribles protocolos de los sentimientos— gracias a un lenguaje precoz y aún no formulado. A la primera editora de Bruce Chatwin le parecía que, después de haber trabajado para la casa de subastas Sotheby's, Bruce escribía como si todavía redactase catálogos: buscaba el origen y la procedencia de un rito o de una historia, y señalaba todas las singularidades exteriores con la precisión «de un francotirador». 17 Sobre todo, los escritores del siglo xx obligados a vivir trabajando envidian a los colegas que se consagran a la literatura. Svevo admiraba la firme dedicación de Joyce a su propio talento. Pero, mientras tanto, cuando la ocasión se presentaba, no siempre aceptaban los encargos. Cuando en 1955 el editor Garzanti ofreció a Gadda un anticipo para que dejase «la amable RAI» para acabar El zafarrancho aquel de via Merulana, el ingeniero aceptó, pero no hizo nada. Se trasladó a catorce kilómetros del centro, para no encontrarse con los excolegas, pero se pasaba el día viendo la tele del vecino del piso de abajo, que era colaborador en la radio. Le parecía que él y su mujer le censuraban en silencio su condición de parado; habría entonces querido replicar: «Amigos míos, me gustaría veros a los sesenta años». De la revisión de El zafarrancho… decía: «¡Estoy harto de este curro! Pero no lo digáis, porque debería ser mi obra maestra». Normalmente, las horas perdidas con los trabajos alimenticios trabajan subterráneamente, y al final casi siempre afloran en las obras maestras de los escritores. También los surrealistas, para quienes trabajar estaba prohibido —porque el capo, André Breton, quería cambiar el mundo—, conocieron una excepción, que acabó en poesía. Aragon, en 1930, estaba tan enamorado de Elsa Triolet, y sufría tantas restricciones, que forró de terciopelo negro una maletita, y fue a ver a los grandes sastres para ofrecerles las joyas falsas creadas por él: «Hacía joyas por el día y por la noche / todo se volvía collar en tus manos de Ópera». 





Introducción de "Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores", por Daria Galateria, Impedimenta (2011)


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