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Pablo Anadón: Apuntes de viajes (Córdoba - Ranchos, 17-VI-16)

I. De pronto, ya en la provincia de Buenos Aires, al levantar la vista de la ruta, sobre la llanura que doraba ―literalmente― el sol de la tarde, una luna traslúcida, espectral, en el cielo aún azul, tan hermosa que casi daba pena. II. Las vacas en los campos, pastando apacible, resignadamente, y las vacas encerradas en el acoplado de un camión, mirando a través de las rendijas. Increíblemente, sólo ahora he recordado el poema “Tren de ganado” de Horacio Castillo: 



“Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.  
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?  
Asomados por el tragaluz mirábamos la inmensa llanura.  
De pronto un mugido nos traía el recuerdo de Ifigenia  
y volviéndonos hacia nuestros hijos los apretábamos contra el pecho.  
¿Qué es aquello? El sol. ¿Qué es aquello? Una nube.  
Habíamos olvidado el color del mar, el olor de la lluvia.  
Los que sabían de estrellas habían olvidado sus nombres  
y les dábamos los nombres de nuestros hijos para orientarnos al regreso.  
¿Qué es aquello? Un árbol. ¿Qué es aquello? Un río.  
Y un canto gregoriano se elevaba a nuestro alrededor,  
hablaba por todos los destinados al sacrificio.  
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.  
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?” 


III. Sensación, a menudo, de ternura (no se me ocurre ahora otra palabra más exacta o expresiva), ante el paisaje, la llanura infinita, los árboles en fila a los costados de un camino que lleva a una casa, la luz del sol sobre toda la extensión del campo, la luna llena apareciendo y reapareciendo al frente y a la izquierda de la ruta, sobre las ramas ocres o verdinegras de invierno ―sensación semejante, tal vez, a aquélla de la que habrán surgido las palabras de Wilcock, que volvieron a menudo a mi memoria durante el viaje: “los campos de una incógnita Argentina / inexpresablemente espiritual.” 

Fuente; fb de  Pablo Anadón
Imagen: cainabella.blogspot.com

Horacio Castillo

Horacio Castillo


Dice Eurídice



La ansiedad me dominó, y luego la inquietud, cuando supe que venías:
horror de que me vieras así, con este tocado de sombra,
el pelo sin brillo —el pelo, que el sol no se cansaba de dorar.
Terror también de que no fueras el mismo —el que permanecía en mi
memoria—
y al mismo tiempo curiosidad por ver de nuevo un ser vivo.
Hace tanto que nadie venía por aquí,
tanto que nadie se llevaba un alma o un perro,
que cuando oí tus pasos y tu voz llamándome,
cuando por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando a la vida.
Después tu calor me condensó, me secó como una vasija,
y caminé por el sombrío corredor
otra vez con aquella máquina atronadora dentro del pecho
y un carbón encendido en medio de las piernas.
Caminé de tu brazo, imaginando ya la luz,
los árboles junto a los cuales caminábamos,
aquella habitación llena de espejos
donde flotábamos como dos ahogados.
Hasta que de pronto tu paso se hizo nervioso,
tu pensamiento se espantó como un caballo,
y vi que tratabas de desprenderte de mí,
de librarte de la trampa de la materia mortal.
«No te vayas —supliqué— no me dejes aquí,
déjame ver de nuevo las nubes y el sol,
suéltame por el mundo como una potranca tracia».
Pero tú ya corrías hacia la salida,
y durante siete días y siete noches oí cómo llorabas,
cómo cantabas en la ribera del río infernal
nuestra vieja canción: «Lo lejano, sólo lo más lejano perdura».


HORACIO CASTILLO (1934, Ensenada / 2010, La Plata, Provincia de Buenos Aires
Fuente: http://www.letralia.com/ed_let/castillo/
Imagen: www.lanacion.com.ar

En la mitología griega, Eurídice (en griego Ευρυδίκη/Eurudíkê) era una ninfa auloníade de Tracia. Un día Orfeo la conoce y ambos se enamoran. El día de su boda, Eurídice sufre un intento de rapto por parte de Aristeo, un pastor rival de Orfeo. Ella escapa, pero en su carrera pisa inadvertidamente una víbora que le muerde un pie y le provoca la muerte.
Orfeo, desesperado, decide bajar a buscarla al inframundo. Al llegar, pide a Caronte que lo lleve en su barca hasta la otra orilla de la laguna Estigia, a lo que Caronte se niega. Orfeo comienza a tañer su lira provocando el embelesamiento del barquero, quien finalmente accede a cruzarlo al otro lado. De la misma manera convence al can Cerbero, el guardián del infierno, para que le abra las puertas de éste. Ya frente al dios Hades, Orfeo suplica por su amada. Hades accede, embelesado por su lira, pero pone como condición que Orfeo no contemple el rostro de Eurídice hasta tanto ambos no hayan salido de los infiernos.
Orfeo atraviesa todo el inframundo en su camino de salida, pero antes de llegar a la última puerta no puede contener su impaciencia y mira hacia atrás para ver el rostro de Eurídice. En ese momento ella le es arrebatada, se convierte de nuevo en sombra y él es expulsado del infierno, quedando definitivamente separado de su amada.
Así, sin motivo alguno por el cual vivir, vaga por el mundo con su lira hasta cruzarse con las Ménades, séquito del dios Dioniso, quienes le piden que toque alguna pieza de su repertorio. Como Orfeo se niega, éstas le cortan la cabeza y la arrojan al río.
Pero la historia dice que aún se puede oír el sonido dulce y suave de su voz.

La historia de Orfeo y Eurídice es argumento de varias óperas, entre ellas Eurídice (1600), de Jacopo Peri, Orfeo (1609) de Claudio Monteverdi y Orfeo ed Eurídice (1762) de Christoph Willibald Gluck.
Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Eur%C3%ADdice

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