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Jorge Fondebrider y la tradición irlandesa

Hace ya muchos años que me dedico a leer y traducir literatura irlandesa porque considero que es una de las mejores que se escriben en Occidente. Me importa su profunda referencialidad, algo que forma parte de la tradición de Irlanda, país que visité muchas veces y donde tuve la suerte de tratar personalmente con muchos de sus escritores y escritoras. Con ellos aprendí sobre mi propia tradición y mi propia escritura. Por eso, me pone muy contento saber que algunos de los autores que traduje o cuya publicación impulsé encontraron lectores en el ámbito de la lengua castellana. Algunos, como Claire Keegan, despertaron mucho entusiasmo. De vez en cuando, los lectores locales me preguntan por qué los irlandeses escriben tan bien. No creo tener una única respuesta. Con todo, aventuro una posible: gracias a la conciencia de la lengua que impone su tradición, no confunden literatura con expresión; vale decir, al contar una historia o escribir un poema, saben que hay reglas, principios estructurales y no confunden esos elementos con la mera emoción. No escriben por escribir, sino que saben que tienen una responsabilidad. Es lo que aprenden leyendo fundamentalmente gran literatura tanto en la escuela como en la universidad o en forma privada.
De hecho, en Irlanda no hay talleres literarios y mucho menos gente que aconseje públicamente qué leer. Así, para mi sorpresa, cuando le pregunté a Claire Keegan -- que hizo una maestría en escritura creativa en la Universidad de Cardiff, en Gales-- cómo había aprendido a escribir, me dijo que, en realidad no fue haciendo ese máster, sino leyendo por su cuenta, con atención y criterio, a Anton Chejov y a John McGahern. Me dijo que no se concentraba en la historia en sí, sino en cómo estaba contada. Nada más lejos de la costumbre que se instaló en Argentina de buscar que alguien haga ese trabajo por nosotros en un taller de los muchos que proliferan desde hace cuatro décadas, o, desde hace menos, atendiendo el consejo de un booktuber.

NOTA: Ezra Pound recomendaba no seguir consejos literarios de nadie a quien no admiremos mucho.

Enrique D. Zattara: El crítico literario en su laberinto


En su primera novela El túnel (libro que probablemente sea de los más habituales entre los que nos “inician” en la literatura contemporánea en español), Ernesto Sábato sienta una posición que suele ser repetida casi a coro por muchos artistas (y público): el desprecio por la crítica. Según Sábato (o mejor dicho, según su narrador, el pintor Juan Pablo Castel), confiar en la opinión de los críticos profesionales de un libro o una obra de arte, es comparable a confiar en el éxito de una operación quirúrgica hecha por alguien que nunca ha entablillado siquiera la pata de un gato.

Salvedad hecha de que muchos críticos son también escritores de éxito, la acusación apunta a la idea de que ¿cómo puede juzgar una obra de arte alguien que es incapaz de pintar un cuadro o escribir una ficción convincente? Podríamos empezar por devolverle a Sábato la pelota con su propia medicina: ¿cómo podría juzgar entonces esa obra el propio autor? ¿con qué parámetros? De todos los autores, escritores y escribientes que pululan en el mundo, ¿quiénes están investidos con la licencia divina para decir que lo suyo (o lo que les gusta a ellos) es bueno y lo de otros es malo? En suma: ¿por qué un texto literario es bueno y por qué es malo? ¿Alguien podría explicarlo? No he logrado hasta ahora, en más de medio siglo leyendo al respecto, ninguna respuesta que me deje completamente satisfecho, sin dudas, sin ninguna posible refutación que oponerle.

Los anglosajones -o para decirlo más afinadamente: los ingleses- parecen haber resuelto el problema desde siempre con un método sencillo: categorías excluyentes. En efecto, para ellos existen dos clasificaciones básicas de lo que se escribe, publica y vende en las librerías: literatura culta y literatura popular. El propio autor no abriga dudas al respecto: desde el momento mismo de empezar a escribir se ubica en el lugar que presupone le corresponde. Miles y miles de historias de crimen y misterio, series de sagas familiares inagotables, y otros temas recurrentes, se escriben y se leen en mera clave de entretenimiento. Son los libros, digamos, que abundan en los vagones del metro. Ni siquiera Netflix y sus sucedáneos en las pantallas de los dispositivos móviles han logrado la hazaña de suprimirlos. Cosa curiosa, además: uno tendería a creer que a la gente actual le gusta lo que se lee del tirón, y no: la inmensa mayoría de los superventas de autores de quien nadie recuerda el nombre, son considerables tochos. Del otro lado están los autores serios, estudiados en las cátedras de Creative Writing y frecuentes en los suplementos culturales y las revistas por suscripción. Y a nadie se le ocurriría sugerir que Agatha Christie pudiese estar en la misma estantería que Lawrence Durrell o Virginia Woolf.

¿Tienen los ingleses claros los criterios estéticos que explican esta tajante y genética diferencia? No les hace falta. Para la todavía increíblemente prejuiciosa sociedad británica, no es una cuestión estética sino de clases: hay unos sectores que, en relación con su posición en la escala social, se da por sentado que son quienes tienen acceso a la “alta cultura”, aquello a lo que los sociólogos llamarían “apropiación de los bienes culturales”. Un privilegio que les está naturalmente vedado a las clases inferiores, que -se supone- no tienen acceso al nivel educativo suficiente (en un país donde la enseñanza superior y especializada no sólo está privatizada sino que es carísima). No solamente a ningún miembro de ese sector “culto” se le ocurriría pensar que Agatha Christie sea una gran escritora, sino tampoco a los mismos que la leen con gusto. Hay literatura para los cultos y literatura para la plebe, y nadie lo discute, ni siquiera la plebe. Aunque por supuesto, cualquier estadística de lectura destruiría fácilmente esa falsa convicción que no se basa más que en un prejuicio social. Como tantas cosas en el Reino Unido, las normas (al menos formalmente) son una cuestión de clase.

Entre los lectores (y los escritores) de habla castellana, la cosa es un poco más confusa. O quizás más democrática, lo que no significa que ello resuelva el problema. En un listado de suplemento literario (que puede ser considerado de algún modo como el estándar de la lectura culta) sería frecuente que entre “los mejores libros del año” Arturo Pérez Reverte, Isabel Allende o Carlos Ruiz Zafón alternasen con Bolaño, Piglia o Vila-Matas. O que haya lectores no necesariamente iletrados que incluyan entre sus lecturas de cabecera a El Código Da Vinci. La considerable mezcolanza de “mecanismos de consagración” que no han logrado por ahora imponer una hegemonía (suplementos y revistas más o menos especializadas, críticos pagados o no por las editoriales, cátedras universitarias y otros), sumado en los últimos años a las fatídicas “redes sociales” (sobre todo en el campo de la poesía, que es más cortita de leer), generan (y han generado históricamente, mucho antes de que los Like intervinieran en el asunto) una sopa de criterios en la que resulta difícil moverse.

Y no es que no haya criterios estéticos, tomas de posición enérgicas y luchas fratricidas. Incluso, autores defenestrados antes de ser leídos (pongamos por caso al pobre Paulo Coelho, mencionado unánimemente cuando se quiere ejemplificar “cómo no hay que escribir”, incluso por jóvenes autores que, sin advertirlo, escriben más o menos como él). El problema es que, al no existir prácticamente ningún tipo de explicación irrefutable, aceptada unánimemente, sobre las características del hecho literario, ¿con qué derecho -como no sea el autoritario- le negamos al admirador de Coelho o de poesía instagramiana el considerar que es su gusto literario, y no el de los que leen a Beckett y T.S. Eliot, el que tiene más valor? Al fin y al cabo, lo único seguro es que Coelho tiene más lectores (como los tuvieron Dumas, Ponson du Terrail, Daphne du Marier y otros en su momento), al menos durante el tiempo que siga estando de moda. Del mismo modo, ¿quién es el que puede dar una explicación realmente comprensible de por qué la letra de una murga de carnaval o el encendido verso del que enarbola su verbo viril contra los poderosos -sean estos quiénes sean en cada caso – es menos poesía que la de Octavio Paz? La presunta “democratización” de los criterios estéticos, en este caso, convierte al terreno de la literatura en un campo de batalla con reglas y normas cambiantes, pero sin leyes. ¿Es mejor o es peor?

Sabemos que la autonomía del hecho artístico es relativamente reciente. Hasta mucho después del Renacimiento, los creadores eran artesanos al servicio de la propaganda del poder político o religioso; y ese largo y complejo camino tiene sus momentos prototípicos como por ejemplo el teatro isabelino, apoyado (y tolerado o censurado de acuerdo a las circunstancias) por el poder real, pero al mismo tiempo muy dependiente de la existencia de un nuevo público plebeyo, lo que llevó al propio Shakespeare a crear un lenguaje desprejuiciado y popular para inventarse las historias dinásticas según lo que le convenía a los reyes. El artista (y el escritor) encuentran en la formación de un mercado de oferta y demanda la posibilidad de su independencia, reforzando su individualidad y el concepto de propiedad de su obra -paradójicamente- como un acto de rebeldía contra la “despersonalización” de la sociedad industrial. El ideal romántico del “genio” y la búsqueda de autonomía de su arte, mina las bases de las preceptivas que hasta entonces organizaban los juicios de valor de las obras, incluso hasta el punto de prescindir del gusto del público (ratificado en la sanción económica que significa la venta de las obras). Paul Valery diferenciaba las obras escritas para satisfacer a un público, de las escritas para crear un público nuevo; un criterio de valoración que todavía forma parte de algunas teorías estéticas. Schücking afirma que esta descomposición de la “autoridad” valorativa, condujo a los artistas a la aparición de lo que él llama “sociedades de admiración mutua”. Esas “sociedades de admiración mutua” generan y defienden valores y criterios estéticos en una lucha libre por la hegemonía de lo que Bourdieu llamaría “campo intelectual” (o su subconjunto, el “campo literario”), es decir: por la apropiación de los mecanismos de consagración.

En una metáfora a mi juicio ajustadísima, Bourdieu compara el campo intelectual con la Iglesia: existe un dogma que se atrinchera en sus sacerdotes para resistir los embates de los herejes, quienes una vez que han conquistado la fortaleza, cierran filas alrededor de los nuevos dogmas que han impuesto, para defenderlos de los herejes próximos.  “Lo que con frecuencia es descrito como competencia por el éxito es en realidad una competencia por la consagración, librada en un mundo intelectual dominado por la competencia entre las autoridades que reclaman el monopolio de la legitimidad cultural y el derecho a retener y conferir esta consagración”. Por supuesto, no todas las herejías se imponen, lo que significa no sólo una lucha entre sacerdotes y herejes, sino entre los mismos profetas de diferentes herejías. ¿No es esa una descripción perfecta del campo intelectual contemporáneo?

Bourdieu también acuñó otro “axioma” provocativo: artista es aquel de quien los otros artistas dicen que es artista. Parece una boutade, pero si lo miramos bien, es una verdad como un templo. Es el criterio de quienes ocupan la centralidad (los sacerdotes) o la marginalidad emergente (los herejes), quien decide la aceptación de una obra en la “buena literatura”. Tal como hace un siglo demostró ya Duchamp con su inodoro: rechazado por el Salón oficial no era una obra de arte, aceptado por el Salón alternativo sí lo era. (Y si quedó en la historia como una de las obras cumbre del siglo XX no es por su belleza “intrínseca”, sino por su significación conceptual en la polémica sobre la identidad del arte). Sacerdotes y herejes pertenecen al mismo campo cultural: críticos, comentaristas, curadores o polemistas, todos dependen de una categoría de pensamiento que los incorpora a los “artistas” vigentes. Así que, la provocación de Bourdieu, como se ve, no va mal encaminada. Aquí el público no pinta nada: el éxito de ventas no transforma en “gran escritor” ni a Paulo Coelho ni siquiera a Agatha Christie.

Resumiendo a las apuradas: la literatura considerada como entretenimiento (que aunque parezca que nadie lee, por algo será que se venden millones de libros) va por un lado -impulsada por la industria editorial, las librerías de toda la vida y las Amazon&cia, los comentaristas pagos de las revistas populares, las campañas de marketing y las “sociedades de aplausos mutuos” de Facebook e Instagram- ; y la literatura considerada como arte por el otro -al amparo de la crítica especializada, la academia y la universidad, y los sellos editoriales “exquisitos”-. No sería vano hacer notar que las grandes empresas editoriales monopólicas tienen sellos dedicados a la “literatura de masas” y sellos dedicados a la “literatura culta”, todos rindiendo cuentas a la misma caja. El capital no tiene prejuicios literarios a favor de unos o de otros: recauda.

Pero volviendo a la pregunta inicial: entonces, ¿por qué una obra literaria es buena o es mala? ¿Es que debemos denunciar este aparente sectarismo endogámico de los “mecanismos de consagración”, para dejar los juicios de valor una vez más a la “mano invisible del mercado”, o sea, a la respuesta de los lectores (una propuesta que es fácil de vender al mismo tiempo como “liberal” y como “democrática”)?

Recuerdo que hace algunos años el museo Picasso de Málaga ofreció una muestra poco usual del grabador del siglo XV Albert Durero, en la que destacaba una famosa plumilla que representa una liebre. El arte en Málaga es un reclamo turístico, así que los medios de prensa le dieron gran despliegue, mencionando y reproduciendo incluso la supuesta pieza predilecta. Me he reído hasta agotarme con la anécdota de un amigo que asistió, rodeado de muchedumbres de señoras pensionistas en turismo de tercera edad que avanzaban rápidamente por los pasillos a la voz de “lo importante es el conejo”. Pero a fin de cuentas, ¿acaso nosotros si vamos al inmenso Louvre no pasamos de largo por decenas de obras para dirigirnos a ver antes que nada La Gioconda, o Las Meninas si se trata de El Prado?

Con todo, es evidente (al menos para mí) que la idea ingenua de la “democratización” de la crítica es tan falaz como la reforma de Lutero. Dejar al “público” la tarea de juzgar y consagrar o no el valor de una obra, es la más grande de las mentiras. El “gusto” no es una condición innata de las personas, sino el resultado de un cúmulo de prejuicios sociales desarrollados por la educación (y por lo tanto, epocales y conservadores); sumados a la influencia de los mecanismos ideológicos de la cultura en la que vive (en la sociedad actual, cada vez más una cultura global dominada por los medios de comunicación). Que un escritor de poemas tenga miles de seguidores en facebook o instagram, o que una estrella de la TV venda millones de ejemplares de su primera novela escrita en realidad por un “negro” literario (e incluso gane unos cuantos premios), no quiere decir que su libro valga algo. De hecho, seguramente será rápidamente denigrado por críticos (y autores) participantes de otros sistemas de consagración (la universidad, por ejemplo). En la práctica, entre la obra y el lector existe una enorme cantidad de mediaciones, que nunca o casi nunca son desinteresadas. Primero, los criterios de la editorial, quienes a su vez acuden a menudo a las obras recomendadas por críticos de su confianza, autores de su misma casa, etc. Luego los críticos de divulgación (básicamente los suplementos culturales de periódicos, que actualmente pertenecen a los mismos grupos empresariales que las editoriales que editan los libros); las revistas supuestamente canónicas tipo Granta; las listas de “los mejores de…” inventadas por ferias y distribuidoras en connivencia con las editoriales; y desde luego la universidad con la tiranía de sus culteranismos internos que convierten el incesante chorreo de “papers” en fotocopias en las que es obligatorio compartir las terminologías y lenguajes de moda.

Y por supuesto, toda esta mescolanza con sus consecuentes adherentes y detractores que se miran entre sí por encima del hombro, otorgando o negando valores sólo en función de sus propios códigos. “Tribus” literarias que normalmente se encabalgan mientras alguna tendencia predomina sobre otras, casi siempre en función de los climas sociales predominantes en cada época, y se disuelven o cambian de trinchera cuando su tiempo se agota.

Hace años (fines de los 70 y principios de los 80) yo trabajé en una de las librerías más míticas de la calle Corrientes en Buenos Aires (Librería Hernández, para más datos), por donde circulaba la práctica totalidad de la intelectualidad porteña (a excepción de cierto sector de “cultura aristocrática” que prefería sus reductos de Barrio Norte). Allí se organizaban con frecuencia presentaciones de libros de autores que iban apareciendo en esos momentos. Conversaba un día con una autora que participaba de una de las tendencias predominantes en el mundo filouniversitario, que entonces era la de destacar el barroquismo verbal y la pirotecnia estilística denigrando la representación (estábamos bajo una dictadura y ya no estaban de moda los “escritores comprometidos”), encandilados con un sagrado Severo Sarduy de quien ya casi nadie se acuerda. Alguien se acercó a preguntarme qué escribía el joven autor que un rato más tarde presentaría su libro. A la escritora -que no nombraré- entonces muy en el candelero, le bastó con pocas palabras para desacreditarlo sin mancharse: “es un realista, o algo así”. Este tipo de juicios son el ejemplo más acabado de hasta qué punto cada época da por hecho (dentro, por supuesto, de los sectores del campo intelectual que ejercen o disputan cabeza a cabeza la hegemonía) que hay estéticas “buenas” y estéticas “malas”. Pero el soporte teórico de esos juicios es sólo ideológico, y como tal, histórico y pasajero. Huelga decir que cuarenta años después de aquella anécdota, sólo algunos de quienes vivimos aquella época recordamos a la escritora en cuestión. Lo mismo ocurre, debo decirlo, con el escritor “realista” que se presentaba aquella noche.

La anécdota podría ser transferida a cualquier otro momento, con otros criterios estéticos hegemónicos diferentes. A principios de los 70, en la Argentina eran “jóvenes promesas” una multitud de nuevos autores identificados con la etiqueta general de “escritores comprometidos”, mientras que se ignoraba sistemáticamente (salvo en cenáculos marginales) a quienes se desentendían de la Revolución Cubana y la utopía revolucionaria. Se me hace difícil mencionar algún nombre de aquellos que haya superado el medio siglo transcurrido. En la actualidad, este encabezamiento del suplemento cultural del periódico argentino Página/12 (sobre una novela de Gabriela Cabezón Cámara) es el estereotipo a seguir: Su novela Las aventuras de la China Iron reescribe el Martín Fierro desde una perspectiva feminista, poscolonial y LGTB”. Es lo que toca. La literatura feminista o LGTB en la Argentina tiene muchas y muy interesantes “jóvenes promesas” muy solicitadas por los directores de las editoriales, pero está por verse qué nombres sigan existiendo dentro de cincuenta años, cuando esas minorías hayan sido totalmente integradas a la dinámica social y el asunto ya no sea de actualidad. Lo extraliterario, en realidad, es lo que identifica la literatura predominante en cada época. Y es normal que así sea, porque se trata de asuntos, temas o tendencias que están profundamente arraigadas en la sociedad, y por tanto en la conciencia del escritor de cada época. La pena es que ese criterio actúe como condicionante, censurando o descartando otras cuestiones más específicas del arte literario (y a quienes se apartan de esas tendencias epocales).

“Los autores hacen la obra, y los críticos hacen la literatura” decía Ángel Rama (cito de memoria). No es una soberbia del crítico uruguayo: son los comentaristas de las obras los que encuentran y clasifican las “tendencias” de cada momento, construyendo taxonomías comparativas basadas en criterios a menudo disímiles. Un ejemplo: ¿qué tienen en común las novelas de García Márquez, Julio Cortázar y Vargas Llosa, los tres máximos representantes del llamado “boom latinoamericano”? Literariamente, prácticamente nada. Sin embargo, nadie podrá negar que los tres participan de ciertas condiciones extraliterarias epocales (políticas, identitarias e incluso editoriales) que dan sentido a que la crítica las haya colocado en la misma estantería. Y como lectores -ingenuos o especializados- cuando leemos un libro lo hacemos a través de un backup previo que lo contextualiza. Difícilmente elegimos un libro para leer (seamos público masivo o incluso especialistas en literatura) por mero azar: siempre hay algún mecanismo previo que ha dirigido nuestra atención hacia ese libro. En ese, y en otros muchos sentidos, estoy convencido del rol determinante que juega la crítica como intermediaria entre la obra y el lector. Le guste o no le guste al personaje de El túnel de Sábato.

Claro que esa posición tiene sus riesgos. Muchos de nosotros seguramente nos hemos encontrado algún a vez en la situación de tener que escribir un prólogo o una reseña para algún amigo cuya obra no nos despierta el mínimo entusiasmo. Y -gajes del oficio- somos capaces de escribir varias páginas sobre ella evitando durante todo el tiempo decirle al lector lo que él está esperando: si el libro nos gustó o no nos gustó. Quiero decir con esto, que evadir el juicio puede también ser una forma de esquivarle el bulto a una de las responsabilidades que de algún modo uno contrae como crítico: orientar al lector para ayudarlo a hacer una lectura lo más creativa posible de la obra, ayudarlo -como diría Eliot- “a amar el poema”.

Como es fácil de advertir (y no he intentado ocultar en ningún momento, espero) llego al final de este artículo sin dar respuesta a la pregunta original: ¿qué es lo que determina que una obra literaria (una novela, un poema, un cuento) sea buena o sea mala? Suponiendo, claro, que la respuesta realmente exista. Y es que estoy convencido de que, se pueda o no responder a esta pregunta en términos absolutos (digámoslo mejor, en términos divinos), los críticos tenemos la obligación de buscarla.

 


ENRIQUE D. ZATTARA
es escritor, periodista y crítico literario. Nació en Venado Tuerto (Argentina) en 1954 y ha vivido en Rosario, Buenos Aires, Málaga y actualmente en Londres, donde dirige el proyecto cultural El Ojo de la Cultura Hispanoamericana y dos sellos editoriales. Es Graduado en Filosofía por la UNED de Madrid. 
Dirigió dos revistas literarias en Buenos Aires (Arte Nova y Contrapelo) y dos en España (Utopía Poética y Letras Axárquicas). Publicó más de veinte libros: tres novelas (Dos cuervos en la rama, Lazos de tinta y Sinfonía de la patria), dos libros de relatos (Fotos de la derrota y Ser feliz siempre es posible), siete de poesía (los dos últimos: Anatomía de la melancolía y Veinte epígrafes para un álbum familiar), y varios más de ensayo y crítica literaria. 

Nadie sabe qué hacer con los poetas, por María Malusardi


Lo que el lector tiene en sus manos es un vivero de citas, un puñado de misceláneas personales, de breves reseñas y de entrevistas (o encuentros en la página), cuyo único fin es provocar contagio y movimiento, combatir el adormecimiento y la resignación. Citar un texto, dice Benjamin, implica interrumpir su contexto. “La cita –profundiza Giorgio Agamben–, al separar un fragmento del pasado de su contexto histórico, le hace perder su carácter de testimonio auténtico para investirlo de un potencial de enajenación que constituye su inconfundible fuerza agresiva”.


Años atrás comencé, de manera informe y agresiva, un diario íntimo, al que llamo Diario de poéticas, centrado, esencialmente, en mis lecturas y sus provocaciones y en mis roces con la escritura. Me dediqué a apuntar lo que cada autor dejaba en mí o marcaba en mí tendencias. Citas que son disparos. Escrituras “desgarradas”, escrituras del “desastre”, sus entramados mañosos, sus asperezas, sus vísperas.

Aún me dedico a perseguir, capturar y reflexionar sobre las problemáticas propias de la escritura de cada quien, seguramente en busca de mi propia fertilidad. O bien como un modo de expiación ante lo incomprensible, lo inalcanzable.

Cuando leí los tres volúmenes de El libro de los márgenes de Edmond Jabès, sentí el ardor de lo posible imposible. Jabès congestiona con citas sus digresiones. O bien, a partir de las citas que surgen de sus lecturas, abre caminos de escritura propios y pasionales. Las ideas que suscita un autor se confunden en uno hasta formar parte de uno, es decir de ese único libro que nos constituye. Hay un libro, un único libro, dice Jabès, del que somos “a la vez el autor y el lector, aquel que nunca terminamos de leer, de escribir”. No es un tipo de confusión problemática sino de esas raras ocasiones en que la confusión constituye, precisamente, una necesidad.

Esto no pretende ser un ensayo ni tradicional ni compacto. Intenta una cartografía de escrituras que disertan abiertamente: voces sobre voces; voces entre voces; voces con voces. No pretende ser más que una bitácora de ese viaje irrepetible por la escritura poética. La de otros y la propia, como consecuencia. Un fardo de citas ajenas que de alguna manera nos explican y dicen de nosotros, humanos, más de lo que sabemos y no alcanzamos. “Cuando leemos un libro –escribe Jabès– sólo leemos lo poco que contiene de nuestra alma y de nuestra vida. Y lo que nos enseña suele ser suficiente para llenarnos de alegría o para destruirnos”.

Nadie sabe qué hacer con los poetas se sostiene en el ascenso y descenso de mis lecturas. De mis deseos y de mis tumbas. No hay un orden preconcebido, sino un eje zigzagueante que se sostiene en el temblor de su humanidad y de cierto ritmo y musicalidad de las ideas punteadas en las palabras.

Ideas. La idea. La idea no es cerrar. Ni sacar conclusiones concluyentes. La idea es generar el deseo por la poesía. Recoger las migas que poetas y pensadores van dejando para recorrer un camino posible sobre la poesía. La idea es llegar a entender lo que no hay por qué entender de la manera que imponen los vientos de la época. La idea es no forzar ni obligar a nadie a que se arrime a aquello que, por su ajenidad con lo demente, tendrá siempre tan lejos. La idea es dar a conocer las posibilidades del espíritu humano cuando vibra con el mundo, tanto en sus derrumbes como en sus regeneraciones. Y certificar que la poesía habla por sí misma a través de quienes le han sabido dar su voz para defenderse de la mudez de la infancia, la propia, la del mundo. La idea es seguir abriendo afluentes constantes, enramados de tesis y delirios, prolongando algunos hasta un imposible infinito, dejando a otros textos mutilados, muñones de ideas por el camino, porque también de mujeres y hombres rotos está hecho el mundo. La idea es denunciar el vacío, pronunciarlo, quererlo, amamantarlo. La idea es supurar cuando canse y abstenerse cuando supure. La idea es morir de muerte inacabada cuando las palabras digan basta, nos hemos cansado de escucharnos, ya no sentimos más que repetición en el abismo de nuestra retórica.

Acaso porque el poeta es un testigo insatisfecho (dixit Mario Luzi), nadie sabe qué hacer con los poetas.

Imagen: Librería Norte

Comentarios a un taller de poesía, por Clayton Eshleman

 

Presentación     


Clayton Eshleman (1935-2021) fue poeta, traductor (entre otros de César Vallejo) y editor estadounidense, aunque estuvo involucrado en muchas otras áreas de la cultura. Por ejemplo, durante más de tres décadas estudió el arte rupestre de la Edad de Hielo del suroeste de Francia, y sus trabajos sobre pintura rupestre y la imaginación paleolítica son ampliamente reconocidos, a la vez que sus ensayos sobre poesía y su interés en la música, sobre todo en el jazz, ya que fue además un gran pianista. Obtuvo una licenciatura en Filosofía en 1958, en la Universidad de Indiana, aunque luego comenzó un posgrado en Literatura Inglesa. Sus libros de poesía incluyen entre muchos otros My Devotion (2004), An Alchemist with One Eye on Fire (2006), Reciprocal Distillations (2007), Anticline (2010) y An Anatomy of the Night (2011). En prosa, destacan los volúmenes Archaic Design (2007) y The Price of Experience (2013), aunque el libro recopilatorio The Grindstone of Rapport: A Clayton Eshleman Reader (2008) posee seiscientas páginas de poesía, prosa y traducciones hechas durante 45 años de escritura. El extenso trabajo de Eshleman ha sido galardonado con el National Book Award for Translation, dos veces obtuvo el premio Landon Translation de la Academy of American Poets, una beca Guggenheim en poesía, dos becas del National Endowment for the Arts y una residencia en el Rockefeller Study Center en Bellagio, Italia. El texto que hoy publicamos, que se encuentra en su libro de ensayos Companion Spider (2001), fue escrito originalmente para ser fotocopiado y entregado a los estudiantes en un taller de escritura creativa de nivel superior en la Universidad de Eastern Michigan. Posteriormente se publicó en la edición de febrero de 1994 de AWP Chronicle.

Comentarios a un taller de poesía

Muchos estudiantes de escritura creativa ponen demasiada energía en defender lo que escriben, formando una resistencia al cambio que ocurre cuando intentan escribir de una manera que depende del cambio como su principal característica.

Rimbaud nos dice que yo es otro. Con esto quiere decir que el yo que uno aporta inicialmente a la escritura de poesía es, en el mejor de los casos, una crisálida para incubar una imago, un yo imaginativamente maduro o monstruoso cuya vida está en el poema. Para lograr este segundo yo hay que traducir el primer yo, llevándolo del lenguaje de la experiencia y la memoria al lenguaje de la imaginación y la inspiración.

El poeta Rilke ha declarado que nadie debería emprender tal “traducción” a menos que esté dispuesto a reconocer que tendría que morir si se le negara la posibilidad de escribir. Después de hacer esta severa afirmación, Rilke suavizó un poco el asunto y agregó: “sobre todo: pregúntate en la hora más silenciosa de la noche: ¿debo escribir?”.

Rilke es extremo en este punto porque sabe que una respuesta poco entusiasta a tal llamado no lleva a ninguna parte. Algunos estudiantes pueden sentir que también soy demasiado duro con ellos, que critico lo que escriben. Mi respuesta es que estoy tratando de inculcarles un sentido de cuán duros deben volverse consigo mismos para poder traducir su yo dado en un yo creativo.

Sin embargo, estaría dispuesto a apartarme del mandato de Rilke y decir que un compromiso limitado tiene sus usos, y que trabajar en poemas puede hacer que uno sea un mejor lector, un mejor vidente, tal vez un mejor amante.

En ambos casos, es difícil avanzar sin imitar o traducir primero poemas de quienes parecen ser faros del arte.

Entonces hay que aprender a arrinconarse, en el proceso de ser duro consigo mismo, y a eliminar a los dos enemigos entrelazados del joven poeta.

El primera es la oscuridad y el segundo, lo contrario de la oscuridad, la obviedad. Como dos orillas enfrentadas de un río turbulento, estos dos enemigos atraen, como si ofrecieran refugio en la resaca.

La oscuridad es tentadora porque libera al escritor de la carga de hacer que lo que está escribiendo tenga sentido. El hecho de que uno sea oscuro es un intento de trasladar la carga al lector, de hacerle sentir que no encontrar significado en el poema es culpa suya, que hay algo paradójicamente significativo en la oscuridad. De la misma manera que la oscuridad enmarca lo obvio, la obviedad enmarca la oscuridad. Lo que es obvio acerca de la oscuridad es su incapacidad para articular un término medio, un lugar al que el lector tiene que llegar (no es obvio), y un lugar que contiene una recompensa (el significado) para aquellos que estén dispuestos a llegar. En palabras de Havelock Ellis:

Si el arte es expresión, la mera claridad no es nada. La extrema claridad de un artista puede deberse no a su maravilloso poder de iluminar los abismos de su alma, sino simplemente al hecho de que no hay abismos que iluminar.

La impresión que recibimos al entrar por primera vez en presencia de cualquier obra de arte suprema es oscuridad. Pero es una oscuridad como la de una catedral catalana que lentamente se vuelve más luminosa a medida que uno mira, hasta que se revela la sólida estructura debajo.

Poemas como “Bizancio” de Yeats, “Lachrymae Christi” de Hart Crane, “Mi vida detenida – un arma cargada” de Dickinson, “Elegías de Duino” de Rilke o “Trilce I” de César Vallejo, argumentan que, si el lector está dispuesto a ir 50 % del camino, el poema coincidirá con ese 50%. En el punto de fusión, nace un niño que es mitad poema, mitad aprehensión lectora.

Cuando Rilke escribe en el soneto “Torso arcaico de Apolo”, que “no hay lugar / que no te vea. Debes cambiar tu vida”, parece sugerir que uno debe transformarse a sí mismo o ser visto a través. No hay refugio ciego –uno se revela en cada punto–. Este torso de dios, en sí mismo fragmentario, se niega a permitir que Rilke se acomode a él. El torso insiste en que cambie su vida para poder percibirlo, que haga coincidir su cambio (desde un bloque de mármol) con el suyo propio. Las conmovedoras líneas de Rilke tienen un oscuro eco, unos cuarenta años más tarde, en las de Paul Celan:

Una vez, la muerte tenía afluencia,
te escondiste en mí.[1]

Se trata de un poema de dos líneas que lleva en un instante parecido a un haiku el Holocausto europeo y quizás la angustia de Celan por tener que convertir su corazón en una habitación, admitir a un ser querido y apreciar todo lo que era esta persona, incluida, por supuesto, su muerte.

Solo cuando uno se ha acorralado se puede encontrar un centro, un modo de ser en el poema que acepta los propios gestos y los nutre a cambio. Así que me apoyo en ti para ayudarte a apoyarte en ti mismo. Te empujo hacia atrás para que al ser empujado pueda sentir lo que en ti es empujable. Te resisto para ayudarte a sentir lo que tú mismo resistes en el acto de trabajar en un poema.

Puedes manejar esta presión de varias maneras. Puedes sentir que mi rol es principalmente confirmar lo que escribes para que no sientas que se deben realizar cambios profundos. Esta actitud evade el principio del taller que, a mi modo de ver, debería ser un lugar donde las construcciones se examinen, se desmonten, tal vez se destruyan, tal vez se vuelvan a montar, en ocasiones se perfeccionen.

También puedes escucharme y reflexionar sobre lo que digo, escudriñando mis comentarios: ¿son útiles? Refutarlos en voz alta para ti mismo si no lo son. ¿Adónde conducen? En cualquier caso, haga una lista de posibilidades. ¿Qué te hacen sentir sobre lo que sentiste cuando estabas trabajando en el poema? ¿Realmente has escrito lo que tenías en mente o lo has “poetizado”?

También puede tragarse mis sugerencias por completo, lo que probablemente no sea mucho mejor que rechazarlas por completo.

Cuando reescribo una de tus líneas, reescribe mi reescritura.

No hay forma de que el lector sepa lo que tienes en mente a menos que lo articules. Un buen poema, en este sentido, es aquel que llena y revela su propio espacio contextual. Permite al lector entrar y pensar a favor o en contra de él, al mismo tiempo que protege su propia integridad.

A menudo, un escritor inexperto se siente desconcertado por lo que tiene en mente. Escribe sobre algo que sucedió, atraído por ello, como una polilla, y antes de que pueda imaginarlo, soñarlo o reflexionar sobre ello en trance, es consumido por ello. La experiencia se sienta allí en la página, burlándose tanto del escritor como del lector, sellada sobre sí misma.

Acorralarse, enfrentarse a la opacidad, no pasar por encima o alrededor o por debajo, sino a través de ella. Van Gogh:

¿Qué es dibujar? ¿Cómo se aprende? Es trabajando a través de un muro de hierro invisible que parece interponerse entre lo que uno siente y lo que uno puede hacer. ¿Cómo va uno a atravesar esa pared, ya que golpearse contra ella no sirve de nada? Uno debe socavar el muro y perforarlo lenta y pacientemente, en mi opinión.

Mirar durante una hora una línea en una hoja en la máquina de escribir, darse cuenta de sus limitaciones (¿A quién suena? ¿Se ha pronunciado antes?). Hacer tales preguntas con un libro de un poeta admirado que está abierto al lado. Hablar con uno mismo mientras Wallace Stevens escucha.

Idealmente, usted no necesita un taller o, debería decir, puede comenzar y administrar el suyo propio, con y por sí mismo. Pero como estadounidense, es comprensible que encuentres casi patológica la soledad de un Rilke o un Cézanne: somos tan gregarios, recipientes tan agujereados.

famous poetsAhí es cuando me conoces, o a alguien como yo, a diferencia de la mayoría de tus profesores, alguien que practica lo que está en juego en lugar de quedarse fuera y escribir sobre ello. Los que somos escritores y también enseñamos somos como cerdos en un concurso de jueces. Somos ejemplos vivos –no siempre satisfactorios– de lo que se inspecciona. También estamos agobiados, como no lo están los eruditos, por nuestro deseo de ser, como escritores, iguales a lo que estamos enseñando. Y si bien podemos aportar un nivel visceral de experiencia creativa al taller, en diversos grados somos víctimas de nuestros propios puntos de vista probados.

No creo que nunca deje mi poesía. Puedo caminar por el campus para estar contigo y tus intentos en poesía, pero de alguna manera siempre estoy trabajando con la última cosa inacabada, cuando cocino, cuando sueño, incluso cuando duermo sin sueños, el material se filtra en el abismo no rellenable llamado mi vida. Mientras me resisto a aceptar tu escritura como es, a querer que sea más, a querer que tú quieras más de ella, un proceso similar –más desgastado y lejano desde el nacimiento que el tuyo– gira como una mezcladora de cemento en mí, plegando y replegando el peso y la oscuridad del ser. Si podemos entender cómo estos procesos se superponen y se complementan entre sí, tal vez nuestro tiempo juntos no se desperdicie.

1993

Fuente: Rialta
Imagen: poemsandpoetics

Georges Perec por Kim Nguyen Baraldi

 

Georges Perec y los finales     

  

El escritor francés, que falleció hace 37 años, ha pasado a la posteridad por ser el escritor del espacio y lo lúdico, pero su obra es también un esfuerzo sobrehumano para ocultar el tema que más le atormentaba: el tiempo.

Georges Perec es conocido por ser un malabarista del lenguaje, capaz de escribir un libro de más de trescientas páginas sin la letra más utilizada en francés, reincidir con un libro que incluye únicamente esta letra, capaz de armar el palíndromo más largo de la lengua francesa, crucigramista empedernido, miembro destacado del OuLiPo (acrónimo de Ouvroir de Littérature Potentielle [Taller de literatura potencial]), capaz de construir un libro en forma de edificio, o de puzle, aficionado incondicional de los juegos de palabras y de los juegos de todo tipo.

Perec encarna el escritor lúdico por excelencia, el escritor que derrocha alegría de escribir. Su amigo el escritor Harry Mathews cuenta que cuando conoció a Perec descubrió a “un hombre desesperado” que encadenaba juegos de palabras y bromas de manera obstinada, como “una forma inofensiva de mantener a los demás a distancia”. Otro amigo, Claude Burgelin, explica que Perec utilizaba “el juego como código relacional” y esa era su manera “de permanecer oculto”. Jugar, por tanto, ocupaba una peculiar función de protección. Perec no quería que sus interlocutores descubrieran lo lastimado que estaba, arriesgarse a que se lo recordaran. Perec atravesó angustias, inhibiciones, varios episodios de depresión, un intento de suicidio y tres psicoterapias que le ayudaron a salir adelante. Todos estos infortunios tienen su origen en la muerte de su padre en los primeros enfrentamientos contra los alemanes en 1940 y, sobre todo, la deportación y posterior asesinato de su madre en el campo de concentración de Auschwitz en 1943. Perec tenía seis años. Se quedó huérfano y mutilado por dentro.

De ahí que se pueda decir –y esto es lo que nos interesa aquí– que el principio de su vida vino marcado por la dolorosa experiencia del final. La noción de final es precisamente el tema central de una extensa carta que escribe el joven Georges Perec a Denise Getzler, profesora de inglés y traductora, con la que había mantenido conversaciones sobre Melville. La carta empieza con una reflexión sobre algunos desenlaces de novela. “Hay cierto número de obras, y generalmente entre las que más nos gustan, que acaban mal: en ellas algo se termina, se consume. Durante todo el libro ha habido una aventura, un movimiento, una búsqueda, unos encuentros: gentes que no se conocían se han cruzado; han caminado juntas, se han amado, han cambiado. Y luego todo se detiene. Es el fin. No hay continuación. Alguien muere o desaparece. Sentimos un vacío.”

Perec enumera entonces los finales de novela que más le entristecieron: Bajo la red de Iris Murdoch, Mi amigo Pierrot de Raymond Queneau, Suave es la noche de Scott Fitzgerald, Fermina Márquez de Valéry Larbaud, La educación sentimental de Flaubert, La montaña mágica de Thomas Mann. Sobre el Ulises de Joyce, Perec explica el terror que le produjo la última pregunta que clausura el capítulo de preguntas y respuestas, cuando Stephen y Bloom se separan: “¿Dónde va Stephen?”. A lo que Perec contesta: “Jamás lo sabremos. Y ese jamás, verdaderamente, es algo terrible. No triste exactamente. Pero terrible. Un punto de interrogación para el que no hay respuesta posible. Algo que no se abre sobre cualquier cosa. Algo acabado.”

También recuerda la muerte de Andréi Bolkonsky en Guerra y Paz, la de Hercule Poirot, y la de Porthos en El vizconde de Bragelonne, aplastado por una roca, y cómo la muerte del mosquetero lo persiguió durante años, cómo sintió físicamente su desaparición, hasta qué punto llegó a echarlo de menos.

En su autobiografía W o el recuerdo de la infancia, Perec explica que todos los libros que leía y releía sin cesar actuaron, para él, como un “parentesco finalmente reencontrado”. En otras palabras, los personajes que habitaban los libros que amó de pequeño sustituyeron a la familia desaparecida. Así pues, no es de extrañar que Perec se entristeciera profundamente con los finales de estas novelas: eran el eco doloroso de la desaparición de sus padres; era volver a experimentar el abandono, la orfandad.

La carta prosigue con la figura de Bartleby, el escribiente de Melville. Para Perec, Bartleby es el paradigma de todos estos finales de novela, Bartleby es en sí mismo “el final de un libro cuyo principio no conoceríamos”, una obra que expresa de manera perfecta “lo irremediable”. Aunque llenemos nuestro libro –¿nuestra vida?– de lo que queramos o podamos, parece decirnos Perec, no evitaremos acabar aquí, como Bartleby, entre cuatro paredes, esperando poco a poco a que nos llegue el final. Perec encontró en el personaje de Melville la encarnación perfecta de un sentimiento que arrastraba desde muy joven: la convicción de que, en esta vida, no existen finales felices, que todo se estropea y acaba por desaparecer, irremediablemente. “Preferiría obras que se acabasen en la plenitud. Pero no conozco ninguna.”

La rue Vilin tampoco acabó en la plenitud. Georges Perec nació en esta pequeña calle del barrio de Belleville. Allá pasó los primeros años de su vida, hasta 1942, cuando su madre fue deportada. Después de la guerra, regresó a la calle y trató de hacer aflorar sus recuerdos de infancia, que aparecerán más tarde recogidos en W o el recuerdo de la infancia. La rue Vilin se convirtió, por tanto, en el lugar de París que más le importaba: un espacio real, físico, visible, en el que podía materializar algunos recuerdos inciertos de sus padres desaparecidos. De hecho, en el número 24, todavía resistían los restos de la peluquería que regentó su madre antes de la guerra, con la inscripción aún visible, “Coiffure Dames”.

En 1969, Perec se enteró por un amigo de que la calle estaba en proceso de demolición y que las excavadoras ya habían empezado su trabajo. Decidió entonces visitarla una vez al año para registrar minuciosamente, número a número, todos los cambios que sufría. Las seis descripciones que hizo de la rue Vilin impresionan por su estilo fingidamente desapasionado -y, por tanto, doblemente importante para un escritor que odiaba el pathos– y son testimonio de cómo la calle va mermando y deteriorándose lentamente: los negocios cierran, las puertas se tapian, los grafitis se multiplican en las paredes.

“La calle Vilin es solo un recuerdo de calle, es una calle que se está muriendo desde hace años”, explicó Perec en una entrevista para la televisión francesa. Esta frase aparentemente anodina evidencia, sin embargo, el dolor de una larga agonía; la que padeció Perec viendo cómo desaparecía progresiva e imparablemente la calle que lo vio nacer y que era uno de los pocos vestigios de sus padres. Los finales de novelas le hicieron sufrir, la destrucción de la calle Vilin también. Por suerte, Perec no vio cómo las excavadoras acabaron abatiendo la peluquería de su madre. Fue el 4 de marzo de 1982, el día después de su muerte. “Toda vida es un proceso de demolición”, escribió un día Francis Scott Fitzgerald. También podría haberlo firmado Perec.

En La vida instrucciones de uso, la noción de final está abiertamente desarrollada mediante una larga ensoñación, la que invade al pintor Valène en el capítulo XXVIII de la novela. Dicha ensoñación se detiene primero en la decadencia del viejo millonario de la novela, Percival Bartlebooth, tras la muerte de su socio Gaspard Winckler, luego progresa hacia las futuras muertes de los inquilinos del edificio, “aquellas muertes lentas o vivas que, planta por planta, parecían querer invadir la casa entera”, incluida la suya propia, para regresar finalmente al pasado junto a los diferentes habitantes del edificio que ya murieron. La ensoñación concluye en la imagen de la destrucción del propio edificio, gran protagonista de la novela. ¿Y con qué nos encontramos? Pues con que la descripción de la demolición del edificio es casi idéntica a la de la rue Vilin: “Un día, sobre todo, desaparecerá toda la casa, morirán la calle y el barrio […]. Uno tras otro se cerrarán los comercios, sin tener sucesores, una tras otra se tapiarán las ventanas de los pisos desocupados y se hundirá su suelo para desanimar a squatters y vagabundos. La calle no será más que una sucesión de fachadas ciegas —ventanas semejantes a ojos sin pensamientos—, que alternarán con vallas manchadas de carteles desgarrados y graffiti nostálgicos.”

Aunque La vida instrucciones de uso esté escrita con júbilo –pocas novelas alcanzan tal intensidad y alegría en la escritura–, las historias relatadas nunca acaban en la plenitud. Es sorprendente ver la inusitada cantidad de muertes que presenciamos a lo largo de la novela. El libro cuenta con más de un centenar de personajes: artesanos, científicos, inventores, arqueólogos, deportistas, payasos, acróbatas, pintores, falsificadores, ladrones, investigadores, cocineros, actores, bailarines, coleccionistas y anticuarios. Todos ellos destacan por ser obsesivos y algo monomaníacos, por llevar sus ocupaciones hasta el extremo y, sobre todo, por tener una energía fuera de lo común. Sin embargo, pese a esta gran vitalidad, todos los personajes se ven abocados a finales no muy prometedores. Perec declaró en una entrevista: “Solo hay una historia de trescientas ochenta que sea optimista. Es la penúltima, la de la pareja que compra una cama de lujo y se endeuda durante años. Finalmente, in extremis, termina bien. En la última imagen, se levanta a un bebé.”

El más monomaníaco de todos los personajes es, sin duda, el personaje principal de la novela, Percival Bartlebooth. Recordemos su historia. Bartlebooth es un millonario que decide un día organizar toda su existencia en torno a un proyecto desconcertante. Durante diez años, Bartlebooth aprende a pintar acuarela para luego recorrer el mundo durante los siguientes veinte, ejecutando, a razón de una acuarela cada quince días, quinientas marinas de los distintos puertos que visita. Estas marinas son enviadas al otro socio del proyecto, Gaspard Winckler, quien tiene la delicada tarea de pegar las acuarelas a unas maderas y recortarlas en pequeños trozos, formando puzles cada vez más complicados. De regreso, Bartlebooth reconstruye estos puzles durante veinte años más, a razón de un puzle cada quince días. Luego, las marinas reconstruidas se mandan de vuelta a los puertos donde se pintaron, con el fin de ser definitivamente borradas en una solución detersiva. «Así no quedaría rastro de aquella operación que durante cincuenta años habría movilizado por entero a su autor».

Como la mayoría de los personajes de la novela, Bartlebooth emprende un proyecto faraónico que moviliza toda su existencia. Al final de la novela, Bartlebooth muere tratando en vano de colocar la pieza que concluiría el puzle cuatrocientos treinta y nueve. Como les pasa a la mayoría de los personajes de la novela, el proyecto de Bartlebooth fracasa.

“El proyecto de Bartlebooth […] es perfectamente loco e inútil. Y esta es para mí la imagen misma de la actividad de escribir. Un esfuerzo gigantesco por algo que, una vez que el libro está terminado, se te escapa por completo.”

A Perec le encantaba la famosa frase de Groucho Marx “partiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cotas de la miseria” que resume, de forma divertida, este descalabro que es la existencia. De hecho volvemos a encontrar la misma estructura en la frase: “Bartlebooth, partiendo de un cero, llegaría a otro cero.” En Perec, siempre nos topamos con ese sentimiento muy hondo, el sentimiento de que nos esforzamos mucho para llegar a poca cosa.

“Bartlebooth quiere ser un dios, tiene poder sobre los otros, pero finalmente será derrotado. Reconozco que todas las otras historias son lo que es para mí la vida, es decir, una energía considerable para nada… que acabará en la muerte.”

Lo cierto es que el nombre del personaje era premonitorio: “Bartlebooth” es el cruce de “Barnabooth”, el millonario de Valery Larbaud, personaje vitalista que busca un sentido a su vida, y de “Bartleby”, el escribiente de Melville, del que hemos visto que para Perec era la viva imagen del final, de lo irremediable.

Para colmo, en la última página de la novela, se revela al lector que todo el libro ocurre en el momento de la muerte de Bartlebooth, el 23 de junio de 1975, un poco antes de las ocho de la tarde. Es decir que la novela —casi seiscientas páginas— dura apenas unos segundos, que corresponden a los momentos que preceden la muerte del personaje. De la misma manera que todos los finales de las novelas que amó Perec se reflejan en la figura de Bartleby, todas las historias de La vida instrucciones de uso están contenidas en la muerte de Bartlebooth. “El punto de partida de la novela es este momento fatal”, dijo Perec. El principio viene marcado por el final. Una vez más.

El epílogo de la novela anunciará otra muerte, la del pintor Valene, 53 días después de la de Bartlebooth. Irónicamente, 53 días es el nombre de la novela que Georges Perec dejó inconclusa a su muerte. Como Bartlebooth, Georges Perec desplegó una energía fenomenal, multiplicando proyectos, trabajando sin descanso, que se vio truncada súbitamente por la muerte. Como Bartlebooth, murió alrededor de las ocho de la tarde, el 3 de marzo de 1982. Tal vez por esta razón, se esforzó tanto en construir su gran palíndromo, que puede verse como el deseo de que el final ya no sea final, deje por una vez de ser final y se convierta en principio.

Georges Perec ha pasado a la posteridad por ser el escritor del espacio, el escritor de lo lúdico. Sin embargo, su obra es también un esfuerzo sobrehumano para ocultar el tema que más le atormentaba y que más preocupa a la literatura: el tiempo. Olvidar por un momento, como sea, el final que se nos viene encima.

Fuente: Letras Libres

Fragmento de "Escribir", por Marguerite Duras

Escribir, ficción



“Se está solo en una casa. Y no fuera, sino dentro. En el jardín hay pájaros, gatos. Pero, también, en una ocasión, una ardilla, un hurón. En un jardín no se está solo. Pero, en una casa, se está tan solo que a veces se está perdido. Ahora sé que he estado diez años en la casa. Sola. Y para escribir libros que me han permitido saber, a mí y a los demás, que era la escritora que soy. ¿Cómo ocurrió? Y, ¿cómo explicarlo? Sólo puedo decir que esa especie de soledad de Neauphle la hice yo, fue hecha por mí. Para mí. Y que sólo estoy sola en esa casa. Para escribir. Para escribir no como lo había hecho hasta entonces. Sino para escribir libros que yo aún desconocía y que nadie había planeado nunca. Allí escribí El arrebato de Lol V. Stein y El vicecónsul.* Luego, después de éstos, otros. Comprendí que yo era una persona sola con mi escritura, sola muy lejos de todo. Quizá duró diez años, ya no lo sé, rara vez contaba el tiempo que pasaba escribiendo ni, simplemente, el tiempo. Contaba el tiempo que pasaba esperando a Robert Antelme y a Marie-Louise, su joven hermana. Después, ya no contaba nada.(…)

Escribí El arrebato de Lol V. Stein y El vicecónsul arriba, en mi habitación, la de los armarios azules, ¡ay!, ahora destruidos por los jóvenes albañiles. A veces, también escribía aquí, en esta mesa del salón.

He conservado esa soledad de los primeros libros. La he llevado conmigo. Siempre he llevado mi escritura conmigo, dondequiera que haya ido. A París. A Trouville. O a Nueva York. En Trouville fijé en locura el devenir de Lola Valérie Stein. También en Trouville, el nombre de Yann Andréa Steiner se me apareció con inolvidable evidencia. Hace un año.

La soledad de la escritura es una soledad sin la que el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo. Se desangra, el autor deja de reconocerlo. Y, ante todo, nunca debe dictarse a secretaria alguna, por hábil que sea, y, en esta fase, nunca hay que dar a leer lo escrito a un editor.

Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir. Para empezar, uno se pregunta qué es ese silencio que lo rodea. Y prácticamente a cada paso que se da en una casa y a todas horas del día, bajo todas las luces, ya sean del exterior o de las lámparas encendidas durante el día. Esta soledad real del cuerpo se convierte en la, inviolable, del escribir. Nunca hablaba de eso a nadie. En aquel periodo de mi primera soledad ya había descubierto que lo que yo tenía que hacer era escribir. Raymond Queneau me lo había confirmado. El único principio de Raymond Queneau era éste: «Escribe, no hagas nada más».

Escribir: es lo único que llenaba mi vida y la hechizaba. Lo he hecho. La escritura nunca me ha abandonado.

Mi habitación no es una cama, ni aquí, ni en París, ni en Trouville. Es una ventana determinada, una mesa determinada, ritos de tinta negra, huellas de tinta negra inencontrables, es una silla determinada. Y determinados ritos a los que siempre vuelvo, a dondequiera que vaya, dondequiera que esté, incluso en los lugares donde no escribo, como por ejemplo las habitaciones del hotel, el rito de tener siempre whisky en mi maleta en caso de insomnios o de súbitas desesperaciones. Durante aquel periodo tuve amantes. Rara vez he estado absolutamente sin amantes. Se acostumbraban a la soledad de Neauphle. Y según su encanto a veces esta soledad les permitía que, a su vez, escribieran libros. Raramente daba a leer mis libros a esos amantes. Las mujeres no deben hacer leer a sus amantes los libros que escriben. Cuando terminaba un capítulo, lo escondía. En lo que a mí respecta, es tan verdad que me pregunto qué pasa en otras partes y también cuando se es una mujer y se tiene un marido o un amante. En tal caso, también hay que esconder a los amantes el amor del marido. El mío nunca ha sido sustituido. Lo sé, todos los días de mi vida.

Esta casa, esta casa es el lugar de la soledad, sin embargo da a una calle, a una plaza, a un estanque muy antiguo, al grupo escolar del pueblo. Cuando el estanque está helado, hay niños que vienen a patinar y me impiden trabajar. Les dejo hacer. Los vigilo. Todas las mujeres que han tenido hijos vigilan a esos niños, desobedientes, locos, como todos los niños. Pero, qué miedo, cada vez, el peor de los miedos. Y qué amor.

La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace sola. Yo la hice. Porque decidí que era allí donde debía estar sola, donde estaría sola para escribir libros. Sucedió así. Estaba sola en casa. Me encerré en ella, también tenía miedo, claro. Y luego la amé. La casa, esta casa, se convirtió en la casa de la escritura. Mis libros salen de esta casa. También de esta luz, del jardín. De esta luz reflejada del estanque. He necesitado veinte años para escribir lo que acabo de decir.

Esta casa se puede recorrer en toda su extensión. Sí. También se puede ir y venir. Y además hay el jardín. Allí, están los árboles milenarios y los árboles todavía jóvenes. Y hay alerces, manzanos, un nogal, ciruelos y un cerezo. El albaricoquero murió. Frente a mi habitación se halla el fabuloso rosal de LHomme Atlantique. Un sauce. También hay cerezos de Japón y lirios. Y, debajo de una ventana del salón de música, hay una camelia, que plantó Dionys Mascolo para mí.

Primero amueblé esta casa y luego la hice repintar. Quizá fue dos años después cuando empecé a vivir con ella. Terminé Lol V. Stein aquí, escribí el final aquí y en Trouville frente al mar. Sola, no, no estaba sola, había un hombre conmigo en aquella época. Pero no hablábamos. Como escribía, era necesario evitar hablar de libros. Una mujer que escribe: los hombres no lo soportan. Es cruel, para un hombre. Es dificil para todos…”



Percy Shelley, el poeta adelantado a su tiempo que influyó en la generación Beat, por Matías Carnevale



El escritor, consorte de la famosa autora de “Frankenstein”, murió hace dos siglos pero su obra y estilo sobrevivieron al tiempo. Ejerció gran ascendencia sobre Allen Ginsberg y varios referentes de la corriente literaria que irrumpió en Estados Unidos luego de la Segunda Guerra Mundial

El 8 de julio de 1822, a los 29 años, el poeta inglés Percy Bysshe Shelley —quizás más conocido por, entre otras cosas, ser el esposo de la escritora de Frankenstein, Mary—fallecía ahogado en las costas del mar Tirreno, en Italia.
La poesía de Percy Shelley y su imagen literaria, mítica, fugaz y explosiva, trascendieron el período romántico y se volvieron faro para poetas del siglo XX que rescataron lo incendiario de sus versos a poco más de un siglo de haber sido publicados. Un grupo de poetas recogió su influencia con especial intensidad: los así llamados miembros de la Generación Beat norteamericana, quienes se conocieron en la posguerra en Nueva York y actuaron como vanguardia frente a una poesía que había sido cooptada por la academia y estaba encorsetada por reglas formales. Shelley influyó en tres miembros de esta cofradía: Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti y, particularmente, Gregory Corso.
Allen Ginsberg tal vez haya sido el poeta más mediático de la segunda mitad del siglo XX. Se relacionó con todo y con todos: desde los Hare Krishna hasta los miembros de la banda punk inglesa The Clash (incluso existe una foto de él con Joey Ramone), con viajes por Cuba, India, Checoslovaquia y Chile de por medio. Toda una celebridad literaria. Su producción poética, censurada y controvertida, sin duda debe mucho a la de Shelley, aunque estuvo matizada por los horrores del Holocausto, la locura, el materialismo norteamericano que predominó en los años cincuenta, la persecución ideológica y el terror a la aniquilación nuclear.
En la biografía Dharma Lion, de Michael Schumacher, leemos que los padres de Ginsberg—ambos con una formación literaria envidiable—, le leían poesía cuando era bebé. Louis, su padre, le recitaba de memoria versos de Emily Dickinson, Edgar Allan Poe, John Keats, John Milton y Percy Shelley mientras hacía las tareas de la casa.
Un segundo momento clave en la conexión Ginsberg-Shelley ocurre durante la etapa universitaria de Allen, en Columbia, donde conoció a Jack Kerouac. Allí, Ginsberg no solo leía el material bibliográfico de las cátedras, sino que también se educaba de manera privada leyendo biografías de Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y Shelley. Para las clases escribió ensayos sobre Baudelaire, Rimbaud, Shelley (no se sabe si están publicados en español) y un extenso paper sobre La balada del viejo marinero, de Samuel Taylor Coleridge.
Una tercera instancia tiene que ver con un viaje de Ginsberg a Italia, en donde se toma el tiempo para visitar Venecia, Florencia y Roma, paseo por el Vaticano mediante. Junto con su pareja, Peter Orlovsky, conocen el Coliseo y visitan las tumbas de Keats y Shelley, de donde recogen tréboles para Louis, su padre, y Gregory Corso.

Allen Ginsberg


Un último contacto, al menos de los que podemos citar aquí, sucede una noche en la que Ginsberg visitó a su amigo Zev Putterman. Charlaron toda la noche, escucharon discos de Ray Charles, y Ginsberg, que había estado leyendo las obras de Shelley y había consumido morfina y metanfetaminas, acaba contándole a su amigo sobre la locura de su madre Naomi, quien había estado internada en un manicomio y a quien no le habían leído el kadish de duelo que le correspondía. Ginsberg le dijo a su amigo que, desde entonces, tenía la idea de escribir un poema que sirviera como responso… frente a esto, Putterman toma una copia de su libro de rituales judíos y de ahí lee los pasajes centrales del kadish a su amigo. Esto, y una caminata por Manhattan de vuelta a su casa, le dio la base para componer el poema que dedicaría a su madre. Le llevó un día y medio de escritura continua, y tal vez sea el poema más reconocido de Ginsberg después de Aullido.
Por su parte, Ferlinghetti cita al poeta inglés en La poesía como arte insurgente, en dos oportunidades (ambas en traducción de Esteban Moore):

“¿Querés ser un gran escritor o un gran académico,
un poeta burgués o un poeta radicalizado en llamas?
¿Podés imaginar a Shelley asistiendo a un taller
de escritura?
Sin embargo los talleres de poesía pueden desarrollar
comunidades de amistad poética en el corazón de
América, donde tantos pueden sentirse solos y perdidos
pues no hallan espíritus afines.”

Más adelante, Ferlinghetti vuelve con Shelley y la metáfora ígnea:

“Ah vos recolector
de la fina ceniza de la poesía
ceniza de la excesiva flama blanca
de la poesía
Considerá a aquellos que se han quemado antes que vos
en ese blanquísimo fuego
Crisol de Keats y Campana
Bruno y Safo
Rimbaud y Poe y Corso
y de Shelley ardiendo en las llamas
sobre la playa
en Viareggio

Y ahora en la noche
en la conflagración general
la blanca luz
todavía nos consume
a nosotros
pequeños payasos
que sostenemos delgadísimos cirios
al calor de su flama.”


En An Accidental Autobiography, selección de cartas escritas por Gregory Corso y editada por Bill Morgan, leemos que el hijo de italianos, ex presidiario convertido a la poesía por la lectura de los clásicos griegos y romanos y por los románticos, dedica varias misivas a comentar la relación que tuvo con Shelley y su poesía.
En mayo de 1956, Corso declara que si él no es el mejor, al menos cree ser lo que más se parece a un poeta, según su propia concepción. En contraste con los poetas de Nueva Inglaterra, a quienes llama “cocodrilianos apocalípticos” y les reprocha no saber que “los poemas no son nada sin el poeta”. Luego se pregunta por qué son tan hermosos Shelley, Chatterton, Byron y Rimbaud, para responder que es porque el poeta, en ellos, y su poesía son uno. Cabe mencionar que Corso en esta carta dice que los versos son para menores de 30, y de ahí que considere que la vida de Shelley fue un poema en sí misma.
El 23 de agosto de 1956 le escribe a Allen Ginsberg contándole de una relación que tuvo con una chica, con la que convivió un año. La muchacha, de solo 19 años, podía recitar toda la poesía de Shelley de memoria, y tenía planeado suicidarse al cumplir los 20. Corso no vio si la chica cumplió su promesa, porque decidió mudarse a California en julio de 1956. El 6 de febrero del 58 le escribe nuevamente a Ginsberg, esta vez desde Venecia. En la carta le dice a su amigo que el corazón de Shelley está enterrado en algún lugar de Inglaterra, y le pide que lo encuentre.

En el otoño parisino de 1958, Corso le escribe a Jack Kerouac una de las cartas más interesantes de las seleccionadas para este artículo: allí, nuestro poeta le cuenta a Jack—también católico— que “un hombre nace para amar a Dios” y que estuvo hablando con un cura para preguntarle si Shelley estaba en el infierno ahora. El diálogo no tiene desperdicio: “¿Crees que el hermoso Shelley está en el infierno?” A lo que el sacerdote responde: “Dejó a su esposa, ¿cierto? Se casó con otra mujer, ¿cierto? Era ateo, ¿cierto? Entonces seguramente su alma arde en el infierno.” Corso no se dejó amedrentar y le retrucó: “Pero mira sus poemas, ¡amaba a Dios!” Corso parece tener la última palabra en ese intercambio, porque no indica cómo terminó.
Desde Roma, el 31 de octubre de 1958, Corso envía dos postales: una a Gary Snyder, donde comenta que está sentado cerca de la tumba de John Keats, y que el pasado—teniendo en cuenta la vibrante historia de la ciudad y de las personalidades que pasaron por allí, Shelley entre ellas—”no es una mentira”, y otra a Philip Whalen, a quien le envía dos tréboles, de las tumbas de Keats y Shelley, a quienes llama “la perfección de todo lo romántico”. Su meta, le cuenta a Ferlinghetti en otra carta, es, precisamente, “revivir el Romanticismo”.
Corso falleció en 2001, luego de una larga enfermedad. Se hizo una misa en su honor, en la iglesia donde había sido bautizado. Sus cenizas fueron llevadas a Roma, y esparcidas en la tumba de Shelley, a quien tanto admiró.

¿Por qué leer a Percy Shelley? El viernes 15 de julio a las 18:30, en la Biblioteca Carriego, Honduras 3784, se conmemorará el bicentenario de la muerte de Percy Shelley. En esa oportunidad, Jerónimo Ledesma, traductor y profesor, Mario Rucavado, traductor e investigador, y Matías Carnevale, periodista cultural, leerán y comentarán fragmentos de la poesía shelleiana. Entrada libre y gratuita.




De qué hablamos
Fuente: Infobae
Imagen en Wikipedia

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