De hecho, en Irlanda no hay talleres literarios y mucho menos gente que aconseje públicamente qué leer. Así, para mi sorpresa, cuando le pregunté a Claire Keegan -- que hizo una maestría en escritura creativa en la Universidad de Cardiff, en Gales-- cómo había aprendido a escribir, me dijo que, en realidad no fue haciendo ese máster, sino leyendo por su cuenta, con atención y criterio, a Anton Chejov y a John McGahern. Me dijo que no se concentraba en la historia en sí, sino en cómo estaba contada. Nada más lejos de la costumbre que se instaló en Argentina de buscar que alguien haga ese trabajo por nosotros en un taller de los muchos que proliferan desde hace cuatro décadas, o, desde hace menos, atendiendo el consejo de un booktuber.
Jorge Fondebrider y la tradición irlandesa
De hecho, en Irlanda no hay talleres literarios y mucho menos gente que aconseje públicamente qué leer. Así, para mi sorpresa, cuando le pregunté a Claire Keegan -- que hizo una maestría en escritura creativa en la Universidad de Cardiff, en Gales-- cómo había aprendido a escribir, me dijo que, en realidad no fue haciendo ese máster, sino leyendo por su cuenta, con atención y criterio, a Anton Chejov y a John McGahern. Me dijo que no se concentraba en la historia en sí, sino en cómo estaba contada. Nada más lejos de la costumbre que se instaló en Argentina de buscar que alguien haga ese trabajo por nosotros en un taller de los muchos que proliferan desde hace cuatro décadas, o, desde hace menos, atendiendo el consejo de un booktuber.
Enrique D. Zattara: El crítico literario en su laberinto
En su primera
novela El túnel (libro que probablemente sea de los más habituales entre
los que nos “inician” en la literatura contemporánea en español), Ernesto
Sábato sienta una posición que suele ser repetida casi a coro por muchos
artistas (y público): el desprecio por la crítica. Según Sábato (o mejor dicho,
según su narrador, el pintor Juan Pablo Castel), confiar en la opinión de los
críticos profesionales de un libro o una obra de arte, es comparable a confiar
en el éxito de una operación quirúrgica hecha por alguien que nunca ha
entablillado siquiera la pata de un gato.
Salvedad hecha de
que muchos críticos son también escritores de éxito, la acusación apunta a la
idea de que ¿cómo puede juzgar una obra de arte alguien que es incapaz de
pintar un cuadro o escribir una ficción convincente? Podríamos empezar por
devolverle a Sábato la pelota con su propia medicina: ¿cómo podría juzgar
entonces esa obra el propio autor? ¿con qué parámetros? De todos los autores,
escritores y escribientes que pululan en el mundo, ¿quiénes están investidos
con la licencia divina para decir que lo suyo (o lo que les gusta a ellos) es
bueno y lo de otros es malo? En suma: ¿por qué un texto literario es bueno y
por qué es malo? ¿Alguien podría explicarlo? No he logrado hasta ahora, en más
de medio siglo leyendo al respecto, ninguna respuesta que me deje completamente
satisfecho, sin dudas, sin ninguna posible refutación que oponerle.
Los anglosajones -o
para decirlo más afinadamente: los ingleses- parecen haber resuelto el problema
desde siempre con un método sencillo: categorías excluyentes. En efecto, para
ellos existen dos clasificaciones básicas de lo que se escribe, publica y vende
en las librerías: literatura culta y literatura popular. El
propio autor no abriga dudas al respecto: desde el momento mismo de empezar a
escribir se ubica en el lugar que presupone le corresponde. Miles y miles de
historias de crimen y misterio, series de sagas familiares inagotables, y otros
temas recurrentes, se escriben y se leen en mera clave de entretenimiento. Son
los libros, digamos, que abundan en los vagones del metro. Ni siquiera Netflix
y sus sucedáneos en las pantallas de los dispositivos móviles han logrado la
hazaña de suprimirlos. Cosa curiosa, además: uno tendería a creer que a la
gente actual le gusta lo que se lee del tirón, y no: la inmensa mayoría de los
superventas de autores de quien nadie recuerda el nombre, son considerables
tochos. Del otro lado están los autores serios, estudiados en las cátedras de
Creative Writing y frecuentes en los suplementos culturales y las revistas por
suscripción. Y a nadie se le ocurriría sugerir que Agatha Christie pudiese
estar en la misma estantería que Lawrence Durrell o Virginia Woolf.
¿Tienen los
ingleses claros los criterios estéticos que explican esta tajante y genética
diferencia? No les hace falta. Para la todavía increíblemente prejuiciosa
sociedad británica, no es una cuestión estética sino de clases: hay unos
sectores que, en relación con su posición en la escala social, se da por
sentado que son quienes tienen acceso a la “alta cultura”, aquello a lo que los
sociólogos llamarían “apropiación de los bienes culturales”. Un privilegio que
les está naturalmente vedado a las clases inferiores, que -se supone- no tienen
acceso al nivel educativo suficiente (en un país donde la enseñanza superior y
especializada no sólo está privatizada sino que es carísima). No solamente a
ningún miembro de ese sector “culto” se le ocurriría pensar que Agatha Christie
sea una gran escritora, sino tampoco a los mismos que la leen con gusto. Hay
literatura para los cultos y literatura para la plebe, y nadie lo discute, ni
siquiera la plebe. Aunque por supuesto, cualquier estadística de lectura destruiría
fácilmente esa falsa convicción que no se basa más que en un prejuicio social. Como
tantas cosas en el Reino Unido, las normas (al menos formalmente) son una
cuestión de clase.
Entre los lectores
(y los escritores) de habla castellana, la cosa es un poco más confusa. O
quizás más democrática, lo que no significa que ello resuelva el problema. En
un listado de suplemento literario (que puede ser considerado de algún modo
como el estándar de la lectura culta) sería frecuente que entre “los mejores
libros del año” Arturo Pérez Reverte, Isabel Allende o Carlos Ruiz Zafón
alternasen con Bolaño, Piglia o Vila-Matas. O que haya lectores no
necesariamente iletrados que incluyan entre sus lecturas de cabecera a El
Código Da Vinci. La considerable mezcolanza de “mecanismos de consagración”
que no han logrado por ahora imponer una hegemonía (suplementos y revistas más
o menos especializadas, críticos pagados o no por las editoriales, cátedras
universitarias y otros), sumado en los últimos años a las fatídicas “redes
sociales” (sobre todo en el campo de la poesía, que es más cortita de leer),
generan (y han generado históricamente, mucho antes de que los Like
intervinieran en el asunto) una sopa de criterios en la que resulta difícil
moverse.
Y no es que no haya
criterios estéticos, tomas de posición enérgicas y luchas fratricidas. Incluso,
autores defenestrados antes de ser leídos (pongamos por caso al pobre Paulo
Coelho, mencionado unánimemente cuando se quiere ejemplificar “cómo no hay
que escribir”, incluso por jóvenes autores que, sin advertirlo, escriben más o
menos como él). El problema es que, al no existir prácticamente ningún tipo de
explicación irrefutable, aceptada unánimemente, sobre las características del
hecho literario, ¿con qué derecho -como no sea el autoritario- le negamos al
admirador de Coelho o de poesía instagramiana el considerar que es su gusto
literario, y no el de los que leen a Beckett y T.S. Eliot, el que tiene más
valor? Al fin y al cabo, lo único seguro es que Coelho tiene más lectores (como
los tuvieron Dumas, Ponson du Terrail, Daphne du Marier y otros en su momento),
al menos durante el tiempo que siga estando de moda. Del mismo modo, ¿quién es
el que puede dar una explicación realmente comprensible de por qué la letra de
una murga de carnaval o el encendido verso del que enarbola su verbo viril
contra los poderosos -sean estos quiénes sean en cada caso – es menos poesía
que la de Octavio Paz? La presunta “democratización” de los criterios
estéticos, en este caso, convierte al terreno de la literatura en un campo de
batalla con reglas y normas cambiantes, pero sin leyes. ¿Es mejor o es peor?
Sabemos
que la autonomía del hecho artístico es relativamente reciente. Hasta mucho
después del Renacimiento, los creadores eran artesanos al servicio de la
propaganda del poder político o religioso; y ese largo y complejo camino tiene
sus momentos prototípicos como por ejemplo el teatro isabelino, apoyado (y
tolerado o censurado de acuerdo a las circunstancias) por el poder real, pero
al mismo tiempo muy dependiente de la existencia de un nuevo público plebeyo,
lo que llevó al propio Shakespeare a crear un lenguaje desprejuiciado y popular
para inventarse las historias dinásticas según lo que le convenía a los reyes. El
artista (y el escritor) encuentran en la formación de un mercado de oferta y
demanda la posibilidad de su independencia, reforzando su individualidad y el
concepto de propiedad de su obra -paradójicamente- como un acto de rebeldía
contra la “despersonalización” de la sociedad industrial. El ideal romántico
del “genio” y la búsqueda de autonomía de su arte, mina las bases de las
preceptivas que hasta entonces organizaban los juicios de valor de las obras,
incluso hasta el punto de prescindir del gusto del público (ratificado en la
sanción económica que significa la venta de las obras). Paul Valery
diferenciaba las obras escritas para satisfacer a un público, de las escritas
para crear un público nuevo; un criterio de valoración que todavía forma parte
de algunas teorías estéticas. Schücking afirma que esta descomposición de la
“autoridad” valorativa, condujo a los artistas a la aparición de lo que él
llama “sociedades de admiración mutua”. Esas “sociedades de admiración mutua”
generan y defienden valores y criterios estéticos en una lucha libre por la
hegemonía de lo que Bourdieu llamaría “campo intelectual” (o su subconjunto, el
“campo literario”), es decir: por la apropiación de los mecanismos de
consagración.
En una metáfora a mi juicio ajustadísima, Bourdieu compara el campo intelectual con la Iglesia: existe un dogma que se atrinchera en sus sacerdotes para resistir los embates de los herejes, quienes una vez que han conquistado la fortaleza, cierran filas alrededor de los nuevos dogmas que han impuesto, para defenderlos de los herejes próximos. “Lo que con frecuencia es descrito como competencia por el éxito es en realidad una competencia por la consagración, librada en un mundo intelectual dominado por la competencia entre las autoridades que reclaman el monopolio de la legitimidad cultural y el derecho a retener y conferir esta consagración”. Por supuesto, no todas las herejías se imponen, lo que significa no sólo una lucha entre sacerdotes y herejes, sino entre los mismos profetas de diferentes herejías. ¿No es esa una descripción perfecta del campo intelectual contemporáneo?
Bourdieu también acuñó otro “axioma” provocativo: artista es aquel de quien los otros artistas dicen que es artista. Parece una boutade, pero si lo miramos bien, es una verdad como un templo. Es el criterio de quienes ocupan la centralidad (los sacerdotes) o la marginalidad emergente (los herejes), quien decide la aceptación de una obra en la “buena literatura”. Tal como hace un siglo demostró ya Duchamp con su inodoro: rechazado por el Salón oficial no era una obra de arte, aceptado por el Salón alternativo sí lo era. (Y si quedó en la historia como una de las obras cumbre del siglo XX no es por su belleza “intrínseca”, sino por su significación conceptual en la polémica sobre la identidad del arte). Sacerdotes y herejes pertenecen al mismo campo cultural: críticos, comentaristas, curadores o polemistas, todos dependen de una categoría de pensamiento que los incorpora a los “artistas” vigentes. Así que, la provocación de Bourdieu, como se ve, no va mal encaminada. Aquí el público no pinta nada: el éxito de ventas no transforma en “gran escritor” ni a Paulo Coelho ni siquiera a Agatha Christie.
Resumiendo a las
apuradas: la literatura considerada como entretenimiento (que aunque parezca
que nadie lee, por algo será que se venden millones de libros) va por un lado -impulsada
por la industria editorial, las librerías de toda la vida y las Amazon&cia,
los comentaristas pagos de las revistas populares, las campañas de marketing y
las “sociedades de aplausos mutuos” de Facebook e Instagram- ; y la literatura
considerada como arte por el otro -al amparo de la crítica especializada, la
academia y la universidad, y los sellos editoriales “exquisitos”-. No sería
vano hacer notar que las grandes empresas editoriales monopólicas tienen sellos
dedicados a la “literatura de masas” y sellos dedicados a la “literatura
culta”, todos rindiendo cuentas a la misma caja. El capital no tiene prejuicios
literarios a favor de unos o de otros: recauda.
Pero volviendo a la
pregunta inicial: entonces, ¿por qué una obra literaria es buena o es mala? ¿Es
que debemos denunciar este aparente sectarismo endogámico de los “mecanismos de
consagración”, para dejar los juicios de valor una vez más a la “mano invisible
del mercado”, o sea, a la respuesta de los lectores (una propuesta que es fácil
de vender al mismo tiempo como “liberal” y como “democrática”)?
Recuerdo que hace
algunos años el museo Picasso de Málaga ofreció una muestra poco usual del
grabador del siglo XV Albert Durero, en la que destacaba una famosa plumilla que
representa una liebre. El arte en Málaga es un reclamo turístico, así que los
medios de prensa le dieron gran despliegue, mencionando y reproduciendo incluso
la supuesta pieza predilecta. Me he reído hasta agotarme con la anécdota de un
amigo que asistió, rodeado de muchedumbres de señoras pensionistas en turismo
de tercera edad que avanzaban rápidamente por los pasillos a la voz de “lo
importante es el conejo”. Pero a fin de cuentas, ¿acaso nosotros si vamos al
inmenso Louvre no pasamos de largo por decenas de obras para dirigirnos a ver
antes que nada La Gioconda, o Las Meninas si se trata de El Prado?
Con todo, es
evidente (al menos para mí) que la idea ingenua de la “democratización” de la
crítica es tan falaz como la reforma de Lutero. Dejar al “público” la tarea de
juzgar y consagrar o no el valor de una obra, es la más grande de las mentiras.
El “gusto” no es una condición innata de las personas, sino el resultado de un
cúmulo de prejuicios sociales desarrollados por la educación (y por lo tanto, epocales
y conservadores); sumados a la influencia de los mecanismos ideológicos de la
cultura en la que vive (en la sociedad actual, cada vez más una cultura global
dominada por los medios de comunicación). Que un escritor de poemas tenga miles
de seguidores en facebook o instagram, o que una estrella de la TV venda
millones de ejemplares de su primera novela escrita en realidad por un “negro”
literario (e incluso gane unos cuantos premios), no quiere decir que su libro
valga algo. De hecho, seguramente será rápidamente denigrado por críticos (y
autores) participantes de otros sistemas de consagración (la universidad, por
ejemplo). En la práctica, entre la obra y el lector existe una enorme cantidad
de mediaciones, que nunca o casi nunca son desinteresadas. Primero, los
criterios de la editorial, quienes a su vez acuden a menudo a las obras
recomendadas por críticos de su confianza, autores de su misma casa, etc. Luego
los críticos de divulgación (básicamente los suplementos culturales de
periódicos, que actualmente pertenecen a los mismos grupos empresariales que
las editoriales que editan los libros); las revistas supuestamente canónicas
tipo Granta; las listas de “los mejores de…” inventadas por ferias y
distribuidoras en connivencia con las editoriales; y desde luego la universidad
con la tiranía de sus culteranismos internos que convierten el incesante
chorreo de “papers” en fotocopias en las que es obligatorio compartir las
terminologías y lenguajes de moda.
Y por supuesto,
toda esta mescolanza con sus consecuentes adherentes y detractores que se miran
entre sí por encima del hombro, otorgando o negando valores sólo en función de
sus propios códigos. “Tribus” literarias que normalmente se encabalgan mientras
alguna tendencia predomina sobre otras, casi siempre en función de los climas
sociales predominantes en cada época, y se disuelven o cambian de trinchera
cuando su tiempo se agota.
Hace años (fines de
los 70 y principios de los 80) yo trabajé en una de las librerías más míticas
de la calle Corrientes en Buenos Aires (Librería Hernández, para más datos),
por donde circulaba la práctica totalidad de la intelectualidad porteña (a
excepción de cierto sector de “cultura aristocrática” que prefería sus reductos
de Barrio Norte). Allí se organizaban con frecuencia presentaciones de libros
de autores que iban apareciendo en esos momentos. Conversaba un día con una
autora que participaba de una de las tendencias predominantes en el mundo
filouniversitario, que entonces era la de destacar el barroquismo verbal y la
pirotecnia estilística denigrando la representación (estábamos bajo una
dictadura y ya no estaban de moda los “escritores comprometidos”), encandilados
con un sagrado Severo Sarduy de quien ya casi nadie se acuerda. Alguien se
acercó a preguntarme qué escribía el joven autor que un rato más tarde
presentaría su libro. A la escritora -que no nombraré- entonces muy en el
candelero, le bastó con pocas palabras para desacreditarlo sin mancharse: “es
un realista, o algo así”. Este tipo de juicios son el ejemplo más acabado de
hasta qué punto cada época da por hecho (dentro, por supuesto, de los sectores
del campo intelectual que ejercen o disputan cabeza a cabeza la hegemonía) que
hay estéticas “buenas” y estéticas “malas”. Pero el soporte teórico de esos
juicios es sólo ideológico, y como tal, histórico y pasajero. Huelga decir que
cuarenta años después de aquella anécdota, sólo algunos de quienes vivimos
aquella época recordamos a la escritora en cuestión. Lo mismo ocurre, debo
decirlo, con el escritor “realista” que se presentaba aquella noche.
La anécdota podría ser transferida a
cualquier otro momento, con otros criterios estéticos hegemónicos diferentes. A
principios de los 70, en la Argentina eran “jóvenes promesas” una multitud de
nuevos autores identificados con la etiqueta general de “escritores
comprometidos”, mientras que se ignoraba sistemáticamente (salvo en cenáculos
marginales) a quienes se desentendían de la Revolución Cubana y la utopía
revolucionaria. Se me hace difícil mencionar algún nombre de aquellos que haya
superado el medio siglo transcurrido. En la actualidad, este encabezamiento del
suplemento cultural del periódico argentino Página/12 (sobre una novela
de Gabriela Cabezón Cámara) es el estereotipo a seguir: “Su novela Las
aventuras de la China Iron reescribe el Martín Fierro desde una
perspectiva feminista, poscolonial y LGTB”. Es lo que toca. La literatura feminista
o LGTB en la Argentina tiene muchas y muy interesantes “jóvenes promesas” muy
solicitadas por los directores de las editoriales, pero está por verse qué
nombres sigan existiendo dentro de cincuenta años, cuando esas minorías hayan
sido totalmente integradas a la dinámica social y el asunto ya no sea de
actualidad. Lo extraliterario, en realidad, es lo que identifica la literatura
predominante en cada época. Y es normal que así sea, porque se trata de
asuntos, temas o tendencias que están profundamente arraigadas en la sociedad,
y por tanto en la conciencia del escritor de cada época. La pena es que ese
criterio actúe como condicionante, censurando o descartando otras cuestiones
más específicas del arte literario (y a quienes se apartan de esas tendencias
epocales).
“Los autores
hacen la obra, y los críticos hacen la literatura” decía Ángel Rama (cito de
memoria). No es una soberbia del crítico uruguayo: son los comentaristas de las
obras los que encuentran y clasifican las “tendencias” de cada momento, construyendo
taxonomías comparativas basadas en criterios a menudo disímiles. Un ejemplo:
¿qué tienen en común las novelas de García Márquez, Julio Cortázar y Vargas
Llosa, los tres máximos representantes del llamado “boom latinoamericano”?
Literariamente, prácticamente nada. Sin embargo, nadie podrá negar que los tres
participan de ciertas condiciones extraliterarias epocales (políticas,
identitarias e incluso editoriales) que dan sentido a que la crítica las haya
colocado en la misma estantería. Y como lectores -ingenuos o especializados- cuando
leemos un libro lo hacemos a través de un backup previo que lo
contextualiza. Difícilmente elegimos un libro para leer (seamos público masivo
o incluso especialistas en literatura) por mero azar: siempre hay algún
mecanismo previo que ha dirigido nuestra atención hacia ese libro. En ese, y en
otros muchos sentidos, estoy convencido del rol determinante que juega la
crítica como intermediaria entre la obra y el lector. Le guste o no le guste al
personaje de El túnel de Sábato.
Claro que esa
posición tiene sus riesgos. Muchos de nosotros seguramente nos hemos encontrado
algún a vez en la situación de tener que escribir un prólogo o una reseña para
algún amigo cuya obra no nos despierta el mínimo entusiasmo. Y -gajes del
oficio- somos capaces de escribir varias páginas sobre ella evitando durante
todo el tiempo decirle al lector lo que él está esperando: si el libro nos
gustó o no nos gustó. Quiero decir con esto, que evadir el juicio puede también
ser una forma de esquivarle el bulto a una de las responsabilidades que de
algún modo uno contrae como crítico: orientar al lector para ayudarlo a hacer
una lectura lo más creativa posible de la obra, ayudarlo -como diría Eliot- “a
amar el poema”.
Como es fácil de
advertir (y no he intentado ocultar en ningún momento, espero) llego al final
de este artículo sin dar respuesta a la pregunta original: ¿qué es lo que
determina que una obra literaria (una novela, un poema, un cuento) sea buena o
sea mala? Suponiendo, claro, que la respuesta realmente exista. Y es que estoy
convencido de que, se pueda o no responder a esta pregunta en términos
absolutos (digámoslo mejor, en términos divinos), los críticos tenemos
la obligación de buscarla.
Nadie sabe qué hacer con los poetas, por María Malusardi
Años atrás comencé, de manera informe y agresiva, un diario íntimo, al que llamo Diario de poéticas, centrado, esencialmente, en mis lecturas y sus provocaciones y en mis roces con la escritura. Me dediqué a apuntar lo que cada autor dejaba en mí o marcaba en mí tendencias. Citas que son disparos. Escrituras “desgarradas”, escrituras del “desastre”, sus entramados mañosos, sus asperezas, sus vísperas.
Aún me dedico a perseguir, capturar y reflexionar sobre las problemáticas propias de la escritura de cada quien, seguramente en busca de mi propia fertilidad. O bien como un modo de expiación ante lo incomprensible, lo inalcanzable.Comentarios a un taller de poesía, por Clayton Eshleman
Presentación
Clayton Eshleman (1935-2021) fue poeta, traductor (entre otros de César Vallejo) y editor estadounidense, aunque estuvo involucrado en muchas otras áreas de la cultura. Por ejemplo, durante más de tres décadas estudió el arte rupestre de la Edad de Hielo del suroeste de Francia, y sus trabajos sobre pintura rupestre y la imaginación paleolítica son ampliamente reconocidos, a la vez que sus ensayos sobre poesía y su interés en la música, sobre todo en el jazz, ya que fue además un gran pianista. Obtuvo una licenciatura en Filosofía en 1958, en la Universidad de Indiana, aunque luego comenzó un posgrado en Literatura Inglesa. Sus libros de poesía incluyen entre muchos otros My Devotion (2004), An Alchemist with One Eye on Fire (2006), Reciprocal Distillations (2007), Anticline (2010) y An Anatomy of the Night (2011). En prosa, destacan los volúmenes Archaic Design (2007) y The Price of Experience (2013), aunque el libro recopilatorio The Grindstone of Rapport: A Clayton Eshleman Reader (2008) posee seiscientas páginas de poesía, prosa y traducciones hechas durante 45 años de escritura. El extenso trabajo de Eshleman ha sido galardonado con el National Book Award for Translation, dos veces obtuvo el premio Landon Translation de la Academy of American Poets, una beca Guggenheim en poesía, dos becas del National Endowment for the Arts y una residencia en el Rockefeller Study Center en Bellagio, Italia. El texto que hoy publicamos, que se encuentra en su libro de ensayos Companion Spider (2001), fue escrito originalmente para ser fotocopiado y entregado a los estudiantes en un taller de escritura creativa de nivel superior en la Universidad de Eastern Michigan. Posteriormente se publicó en la edición de febrero de 1994 de AWP Chronicle.
Comentarios a un taller de poesía
Muchos estudiantes de escritura creativa ponen demasiada energía en defender lo que escriben, formando una resistencia al cambio que ocurre cuando intentan escribir de una manera que depende del cambio como su principal característica.
Rimbaud nos dice que yo es otro. Con esto quiere decir que el yo que uno aporta inicialmente a la escritura de poesía es, en el mejor de los casos, una crisálida para incubar una imago, un yo imaginativamente maduro o monstruoso cuya vida está en el poema. Para lograr este segundo yo hay que traducir el primer yo, llevándolo del lenguaje de la experiencia y la memoria al lenguaje de la imaginación y la inspiración.
El poeta Rilke ha declarado que nadie debería emprender tal “traducción” a menos que esté dispuesto a reconocer que tendría que morir si se le negara la posibilidad de escribir. Después de hacer esta severa afirmación, Rilke suavizó un poco el asunto y agregó: “sobre todo: pregúntate en la hora más silenciosa de la noche: ¿debo escribir?”.
Rilke es extremo en este punto porque sabe que una respuesta poco entusiasta a tal llamado no lleva a ninguna parte. Algunos estudiantes pueden sentir que también soy demasiado duro con ellos, que critico lo que escriben. Mi respuesta es que estoy tratando de inculcarles un sentido de cuán duros deben volverse consigo mismos para poder traducir su yo dado en un yo creativo.
Sin embargo, estaría dispuesto a apartarme del mandato de Rilke y decir que un compromiso limitado tiene sus usos, y que trabajar en poemas puede hacer que uno sea un mejor lector, un mejor vidente, tal vez un mejor amante.
En ambos casos, es difícil avanzar sin imitar o traducir primero poemas de quienes parecen ser faros del arte.
Entonces hay que aprender a arrinconarse, en el proceso de ser duro consigo mismo, y a eliminar a los dos enemigos entrelazados del joven poeta.
La oscuridad es tentadora porque libera al escritor de la carga de hacer que lo que está escribiendo tenga sentido. El hecho de que uno sea oscuro es un intento de trasladar la carga al lector, de hacerle sentir que no encontrar significado en el poema es culpa suya, que hay algo paradójicamente significativo en la oscuridad. De la misma manera que la oscuridad enmarca lo obvio, la obviedad enmarca la oscuridad. Lo que es obvio acerca de la oscuridad es su incapacidad para articular un término medio, un lugar al que el lector tiene que llegar (no es obvio), y un lugar que contiene una recompensa (el significado) para aquellos que estén dispuestos a llegar. En palabras de Havelock Ellis:
Si el arte es expresión, la mera claridad no es nada. La extrema claridad de un artista puede deberse no a su maravilloso poder de iluminar los abismos de su alma, sino simplemente al hecho de que no hay abismos que iluminar.
La impresión que recibimos al entrar por primera vez en presencia de cualquier obra de arte suprema es oscuridad. Pero es una oscuridad como la de una catedral catalana que lentamente se vuelve más luminosa a medida que uno mira, hasta que se revela la sólida estructura debajo.
Poemas como “Bizancio” de Yeats, “Lachrymae Christi” de Hart Crane, “Mi vida detenida – un arma cargada” de Dickinson, “Elegías de Duino” de Rilke o “Trilce I” de César Vallejo, argumentan que, si el lector está dispuesto a ir 50 % del camino, el poema coincidirá con ese 50%. En el punto de fusión, nace un niño que es mitad poema, mitad aprehensión lectora.
Cuando Rilke escribe en el soneto “Torso arcaico de Apolo”, que “no hay lugar / que no te vea. Debes cambiar tu vida”, parece sugerir que uno debe transformarse a sí mismo o ser visto a través. No hay refugio ciego –uno se revela en cada punto–. Este torso de dios, en sí mismo fragmentario, se niega a permitir que Rilke se acomode a él. El torso insiste en que cambie su vida para poder percibirlo, que haga coincidir su cambio (desde un bloque de mármol) con el suyo propio. Las conmovedoras líneas de Rilke tienen un oscuro eco, unos cuarenta años más tarde, en las de Paul Celan:
Se trata de un poema de dos líneas que lleva en un instante parecido a un haiku el Holocausto europeo y quizás la angustia de Celan por tener que convertir su corazón en una habitación, admitir a un ser querido y apreciar todo lo que era esta persona, incluida, por supuesto, su muerte.
Solo cuando uno se ha acorralado se puede encontrar un centro, un modo de ser en el poema que acepta los propios gestos y los nutre a cambio. Así que me apoyo en ti para ayudarte a apoyarte en ti mismo. Te empujo hacia atrás para que al ser empujado pueda sentir lo que en ti es empujable. Te resisto para ayudarte a sentir lo que tú mismo resistes en el acto de trabajar en un poema.
Puedes manejar esta presión de varias maneras. Puedes sentir que mi rol es principalmente confirmar lo que escribes para que no sientas que se deben realizar cambios profundos. Esta actitud evade el principio del taller que, a mi modo de ver, debería ser un lugar donde las construcciones se examinen, se desmonten, tal vez se destruyan, tal vez se vuelvan a montar, en ocasiones se perfeccionen.
También puedes escucharme y reflexionar sobre lo que digo, escudriñando mis comentarios: ¿son útiles? Refutarlos en voz alta para ti mismo si no lo son. ¿Adónde conducen? En cualquier caso, haga una lista de posibilidades. ¿Qué te hacen sentir sobre lo que sentiste cuando estabas trabajando en el poema? ¿Realmente has escrito lo que tenías en mente o lo has “poetizado”?
También puede tragarse mis sugerencias por completo, lo que probablemente no sea mucho mejor que rechazarlas por completo.
Cuando reescribo una de tus líneas, reescribe mi reescritura.
No hay forma de que el lector sepa lo que tienes en mente a menos que lo articules. Un buen poema, en este sentido, es aquel que llena y revela su propio espacio contextual. Permite al lector entrar y pensar a favor o en contra de él, al mismo tiempo que protege su propia integridad.
A menudo, un escritor inexperto se siente desconcertado por lo que tiene en mente. Escribe sobre algo que sucedió, atraído por ello, como una polilla, y antes de que pueda imaginarlo, soñarlo o reflexionar sobre ello en trance, es consumido por ello. La experiencia se sienta allí en la página, burlándose tanto del escritor como del lector, sellada sobre sí misma.
Acorralarse, enfrentarse a la opacidad, no pasar por encima o alrededor o por debajo, sino a través de ella. Van Gogh:
¿Qué es dibujar? ¿Cómo se aprende? Es trabajando a través de un muro de hierro invisible que parece interponerse entre lo que uno siente y lo que uno puede hacer. ¿Cómo va uno a atravesar esa pared, ya que golpearse contra ella no sirve de nada? Uno debe socavar el muro y perforarlo lenta y pacientemente, en mi opinión.
Mirar durante una hora una línea en una hoja en la máquina de escribir, darse cuenta de sus limitaciones (¿A quién suena? ¿Se ha pronunciado antes?). Hacer tales preguntas con un libro de un poeta admirado que está abierto al lado. Hablar con uno mismo mientras Wallace Stevens escucha.
Idealmente, usted no necesita un taller o, debería decir, puede comenzar y administrar el suyo propio, con y por sí mismo. Pero como estadounidense, es comprensible que encuentres casi patológica la soledad de un Rilke o un Cézanne: somos tan gregarios, recipientes tan agujereados.
Ahí es cuando me conoces, o a alguien como yo, a diferencia de la mayoría de tus profesores, alguien que practica lo que está en juego en lugar de quedarse fuera y escribir sobre ello. Los que somos escritores y también enseñamos somos como cerdos en un concurso de jueces. Somos ejemplos vivos –no siempre satisfactorios– de lo que se inspecciona. También estamos agobiados, como no lo están los eruditos, por nuestro deseo de ser, como escritores, iguales a lo que estamos enseñando. Y si bien podemos aportar un nivel visceral de experiencia creativa al taller, en diversos grados somos víctimas de nuestros propios puntos de vista probados.
1993
Imagen: poemsandpoetics
Georges Perec por Kim Nguyen Baraldi
Georges Perec y los finales
El escritor francés, que falleció hace 37 años, ha pasado a la posteridad por ser el escritor del espacio y lo lúdico, pero su obra es también un esfuerzo sobrehumano para ocultar el tema que más le atormentaba: el tiempo.
Georges Perec es conocido por ser un malabarista del lenguaje, capaz de escribir un libro de más de trescientas páginas sin la letra más utilizada en francés, reincidir con un libro que incluye únicamente esta letra, capaz de armar el palíndromo más largo de la lengua francesa, crucigramista empedernido, miembro destacado del OuLiPo (acrónimo de Ouvroir de Littérature Potentielle [Taller de literatura potencial]), capaz de construir un libro en forma de edificio, o de puzle, aficionado incondicional de los juegos de palabras y de los juegos de todo tipo.
Perec encarna el escritor lúdico por excelencia, el escritor que derrocha alegría de escribir. Su amigo el escritor Harry Mathews cuenta que cuando conoció a Perec descubrió a “un hombre desesperado” que encadenaba juegos de palabras y bromas de manera obstinada, como “una forma inofensiva de mantener a los demás a distancia”. Otro amigo, Claude Burgelin, explica que Perec utilizaba “el juego como código relacional” y esa era su manera “de permanecer oculto”. Jugar, por tanto, ocupaba una peculiar función de protección. Perec no quería que sus interlocutores descubrieran lo lastimado que estaba, arriesgarse a que se lo recordaran. Perec atravesó angustias, inhibiciones, varios episodios de depresión, un intento de suicidio y tres psicoterapias que le ayudaron a salir adelante. Todos estos infortunios tienen su origen en la muerte de su padre en los primeros enfrentamientos contra los alemanes en 1940 y, sobre todo, la deportación y posterior asesinato de su madre en el campo de concentración de Auschwitz en 1943. Perec tenía seis años. Se quedó huérfano y mutilado por dentro.
De ahí que se pueda decir –y esto es lo que nos interesa aquí– que el principio de su vida vino marcado por la dolorosa experiencia del final. La noción de final es precisamente el tema central de una extensa carta que escribe el joven Georges Perec a Denise Getzler, profesora de inglés y traductora, con la que había mantenido conversaciones sobre Melville. La carta empieza con una reflexión sobre algunos desenlaces de novela. “Hay cierto número de obras, y generalmente entre las que más nos gustan, que acaban mal: en ellas algo se termina, se consume. Durante todo el libro ha habido una aventura, un movimiento, una búsqueda, unos encuentros: gentes que no se conocían se han cruzado; han caminado juntas, se han amado, han cambiado. Y luego todo se detiene. Es el fin. No hay continuación. Alguien muere o desaparece. Sentimos un vacío.”
Perec enumera entonces los finales de novela que más le entristecieron: Bajo la red de Iris Murdoch, Mi amigo Pierrot de Raymond Queneau, Suave es la noche de Scott Fitzgerald, Fermina Márquez de Valéry Larbaud, La educación sentimental de Flaubert, La montaña mágica de Thomas Mann. Sobre el Ulises de Joyce, Perec explica el terror que le produjo la última pregunta que clausura el capítulo de preguntas y respuestas, cuando Stephen y Bloom se separan: “¿Dónde va Stephen?”. A lo que Perec contesta: “Jamás lo sabremos. Y ese jamás, verdaderamente, es algo terrible. No triste exactamente. Pero terrible. Un punto de interrogación para el que no hay respuesta posible. Algo que no se abre sobre cualquier cosa. Algo acabado.”
También recuerda la muerte de Andréi Bolkonsky en Guerra y Paz, la de Hercule Poirot, y la de Porthos en El vizconde de Bragelonne, aplastado por una roca, y cómo la muerte del mosquetero lo persiguió durante años, cómo sintió físicamente su desaparición, hasta qué punto llegó a echarlo de menos.
En su autobiografía W o el recuerdo de la infancia, Perec explica que todos los libros que leía y releía sin cesar actuaron, para él, como un “parentesco finalmente reencontrado”. En otras palabras, los personajes que habitaban los libros que amó de pequeño sustituyeron a la familia desaparecida. Así pues, no es de extrañar que Perec se entristeciera profundamente con los finales de estas novelas: eran el eco doloroso de la desaparición de sus padres; era volver a experimentar el abandono, la orfandad.
La carta prosigue con la figura de Bartleby, el escribiente de Melville. Para Perec, Bartleby es el paradigma de todos estos finales de novela, Bartleby es en sí mismo “el final de un libro cuyo principio no conoceríamos”, una obra que expresa de manera perfecta “lo irremediable”. Aunque llenemos nuestro libro –¿nuestra vida?– de lo que queramos o podamos, parece decirnos Perec, no evitaremos acabar aquí, como Bartleby, entre cuatro paredes, esperando poco a poco a que nos llegue el final. Perec encontró en el personaje de Melville la encarnación perfecta de un sentimiento que arrastraba desde muy joven: la convicción de que, en esta vida, no existen finales felices, que todo se estropea y acaba por desaparecer, irremediablemente. “Preferiría obras que se acabasen en la plenitud. Pero no conozco ninguna.”
La rue Vilin tampoco acabó en la plenitud. Georges Perec nació en esta pequeña calle del barrio de Belleville. Allá pasó los primeros años de su vida, hasta 1942, cuando su madre fue deportada. Después de la guerra, regresó a la calle y trató de hacer aflorar sus recuerdos de infancia, que aparecerán más tarde recogidos en W o el recuerdo de la infancia. La rue Vilin se convirtió, por tanto, en el lugar de París que más le importaba: un espacio real, físico, visible, en el que podía materializar algunos recuerdos inciertos de sus padres desaparecidos. De hecho, en el número 24, todavía resistían los restos de la peluquería que regentó su madre antes de la guerra, con la inscripción aún visible, “Coiffure Dames”.
En 1969, Perec se enteró por un amigo de que la calle estaba en proceso de demolición y que las excavadoras ya habían empezado su trabajo. Decidió entonces visitarla una vez al año para registrar minuciosamente, número a número, todos los cambios que sufría. Las seis descripciones que hizo de la rue Vilin impresionan por su estilo fingidamente desapasionado -y, por tanto, doblemente importante para un escritor que odiaba el pathos– y son testimonio de cómo la calle va mermando y deteriorándose lentamente: los negocios cierran, las puertas se tapian, los grafitis se multiplican en las paredes.
“La calle Vilin es solo un recuerdo de calle, es una calle que se está muriendo desde hace años”, explicó Perec en una entrevista para la televisión francesa. Esta frase aparentemente anodina evidencia, sin embargo, el dolor de una larga agonía; la que padeció Perec viendo cómo desaparecía progresiva e imparablemente la calle que lo vio nacer y que era uno de los pocos vestigios de sus padres. Los finales de novelas le hicieron sufrir, la destrucción de la calle Vilin también. Por suerte, Perec no vio cómo las excavadoras acabaron abatiendo la peluquería de su madre. Fue el 4 de marzo de 1982, el día después de su muerte. “Toda vida es un proceso de demolición”, escribió un día Francis Scott Fitzgerald. También podría haberlo firmado Perec.
En La vida instrucciones de uso, la noción de final está abiertamente desarrollada mediante una larga ensoñación, la que invade al pintor Valène en el capítulo XXVIII de la novela. Dicha ensoñación se detiene primero en la decadencia del viejo millonario de la novela, Percival Bartlebooth, tras la muerte de su socio Gaspard Winckler, luego progresa hacia las futuras muertes de los inquilinos del edificio, “aquellas muertes lentas o vivas que, planta por planta, parecían querer invadir la casa entera”, incluida la suya propia, para regresar finalmente al pasado junto a los diferentes habitantes del edificio que ya murieron. La ensoñación concluye en la imagen de la destrucción del propio edificio, gran protagonista de la novela. ¿Y con qué nos encontramos? Pues con que la descripción de la demolición del edificio es casi idéntica a la de la rue Vilin: “Un día, sobre todo, desaparecerá toda la casa, morirán la calle y el barrio […]. Uno tras otro se cerrarán los comercios, sin tener sucesores, una tras otra se tapiarán las ventanas de los pisos desocupados y se hundirá su suelo para desanimar a squatters y vagabundos. La calle no será más que una sucesión de fachadas ciegas —ventanas semejantes a ojos sin pensamientos—, que alternarán con vallas manchadas de carteles desgarrados y graffiti nostálgicos.”
Aunque La vida instrucciones de uso esté escrita con júbilo –pocas novelas alcanzan tal intensidad y alegría en la escritura–, las historias relatadas nunca acaban en la plenitud. Es sorprendente ver la inusitada cantidad de muertes que presenciamos a lo largo de la novela. El libro cuenta con más de un centenar de personajes: artesanos, científicos, inventores, arqueólogos, deportistas, payasos, acróbatas, pintores, falsificadores, ladrones, investigadores, cocineros, actores, bailarines, coleccionistas y anticuarios. Todos ellos destacan por ser obsesivos y algo monomaníacos, por llevar sus ocupaciones hasta el extremo y, sobre todo, por tener una energía fuera de lo común. Sin embargo, pese a esta gran vitalidad, todos los personajes se ven abocados a finales no muy prometedores. Perec declaró en una entrevista: “Solo hay una historia de trescientas ochenta que sea optimista. Es la penúltima, la de la pareja que compra una cama de lujo y se endeuda durante años. Finalmente, in extremis, termina bien. En la última imagen, se levanta a un bebé.”
El más monomaníaco de todos los personajes es, sin duda, el personaje principal de la novela, Percival Bartlebooth. Recordemos su historia. Bartlebooth es un millonario que decide un día organizar toda su existencia en torno a un proyecto desconcertante. Durante diez años, Bartlebooth aprende a pintar acuarela para luego recorrer el mundo durante los siguientes veinte, ejecutando, a razón de una acuarela cada quince días, quinientas marinas de los distintos puertos que visita. Estas marinas son enviadas al otro socio del proyecto, Gaspard Winckler, quien tiene la delicada tarea de pegar las acuarelas a unas maderas y recortarlas en pequeños trozos, formando puzles cada vez más complicados. De regreso, Bartlebooth reconstruye estos puzles durante veinte años más, a razón de un puzle cada quince días. Luego, las marinas reconstruidas se mandan de vuelta a los puertos donde se pintaron, con el fin de ser definitivamente borradas en una solución detersiva. «Así no quedaría rastro de aquella operación que durante cincuenta años habría movilizado por entero a su autor».
Como la mayoría de los personajes de la novela, Bartlebooth emprende un proyecto faraónico que moviliza toda su existencia. Al final de la novela, Bartlebooth muere tratando en vano de colocar la pieza que concluiría el puzle cuatrocientos treinta y nueve. Como les pasa a la mayoría de los personajes de la novela, el proyecto de Bartlebooth fracasa.
“El proyecto de Bartlebooth […] es perfectamente loco e inútil. Y esta es para mí la imagen misma de la actividad de escribir. Un esfuerzo gigantesco por algo que, una vez que el libro está terminado, se te escapa por completo.”
A Perec le encantaba la famosa frase de Groucho Marx “partiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cotas de la miseria” que resume, de forma divertida, este descalabro que es la existencia. De hecho volvemos a encontrar la misma estructura en la frase: “Bartlebooth, partiendo de un cero, llegaría a otro cero.” En Perec, siempre nos topamos con ese sentimiento muy hondo, el sentimiento de que nos esforzamos mucho para llegar a poca cosa.
“Bartlebooth quiere ser un dios, tiene poder sobre los otros, pero finalmente será derrotado. Reconozco que todas las otras historias son lo que es para mí la vida, es decir, una energía considerable para nada… que acabará en la muerte.”
Lo cierto es que el nombre del personaje era premonitorio: “Bartlebooth” es el cruce de “Barnabooth”, el millonario de Valery Larbaud, personaje vitalista que busca un sentido a su vida, y de “Bartleby”, el escribiente de Melville, del que hemos visto que para Perec era la viva imagen del final, de lo irremediable.
Para colmo, en la última página de la novela, se revela al lector que todo el libro ocurre en el momento de la muerte de Bartlebooth, el 23 de junio de 1975, un poco antes de las ocho de la tarde. Es decir que la novela —casi seiscientas páginas— dura apenas unos segundos, que corresponden a los momentos que preceden la muerte del personaje. De la misma manera que todos los finales de las novelas que amó Perec se reflejan en la figura de Bartleby, todas las historias de La vida instrucciones de uso están contenidas en la muerte de Bartlebooth. “El punto de partida de la novela es este momento fatal”, dijo Perec. El principio viene marcado por el final. Una vez más.
Georges Perec ha pasado a la posteridad por ser el escritor del espacio, el escritor de lo lúdico. Sin embargo, su obra es también un esfuerzo sobrehumano para ocultar el tema que más le atormentaba y que más preocupa a la literatura: el tiempo. Olvidar por un momento, como sea, el final que se nos viene encima.
Fuente: Letras Libres
Fragmento de "Escribir", por Marguerite Duras
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Allen Ginsberg
Fuente: Infobae
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