Alejandra Boero: El resplandor del imperio

poesía argentina, otomano, oriente


OTOMANA     
 
 
Tocada por el filo de la vida 
interrumpo el curso del azar. 
  
Soy hija de esta fábula. 
Patria le dicen. 
¿Destino? 
 
Aprendo a corregir sabores, 
a buscar pozos de agua, 
a inventar refugios de ave  
migratoria. 
 
Desde mi ventana,
la oración,
el regateo ,
el curso de los días,
en direcciones opuestas,
prueban al mundo.
 
Desordeno genealogías,
miro de lejos los muros del palacio,
el resplandor del imperio,
su voluptuosidad.
 
De la calle llegan voces,
olor a pan recién cocido,
pasos que conjuran mi derrota.
 
Vuelvo hacia el espejo.
Sigo siendo la memoriosa,
la que olvida.

«Otomana» nace de este relato, de este viaje imaginado e imaginario donde confluyen Oriente y Occidente y donde otro universo de palabras y gestos intenta dar voz a las voces de un paisaje que hice mío, por ajeno, por perdido.


Suleimán el Magnífico fue un amante de la poesía y de las flores.

No solo conquistaba ciudades para su imperio, mujeres para su harén.

Lo apodaban el codificador, el legislador.

Su visión abarcaba, sin prejuicios, desde los simples y acariciadores ghazales hasta la espiral preciosa y precisa del Dante.

Todo encontraba cobijo en los muros de su palacio. Pero era en las calles de la gran ciudad donde todo lo que él era (y se representaba) cobraba vida. En esos bazares multiformes, entre esa gente que lo nombraba, él erraba de incógnito en busca de sí. En esas voces se cosían sus caftanes, se escribían sus leyes, se cocinaban sus guerras. Entre sus súbditos se pulían y calibraban los espejos.

En un siglo, ya, tan remoto, en una ciudad tan lejana, la historia fue un inmenso tapiz que desplegaba colores, texturas, abecedarios.

Se construyeron puentes, se dinamitaron murallas, se negoció con el enemigo, se legislaron diferencias.

Moros y judíos, escapando de una España inquisitorial, se bordaron frente al Bósforo. En esas aguas se podía fluir.

Suleimán sabía que el jardín del edén era un pasado mítico y el futuro, acaso, otra fantasía. Aún así, en sus manos, la tinta del deseo abría compuertas. Y allí estaban sus conquistas: la voz; la caligrafía del mundo propio, ajeno, posible.

Ese hombre construyó –sultán, siervo y mendigo- un mapa a su medida. Recurrió a su memoria y vio tras de sí una genealogía. Y en ese árbol perdió su bosque.

La soledad es una ciudad que acecha, tramposa, a los soñadores.

Un hombre –sultán, siervo y mendigo- no olvidó que su tiempo era finito.

Cuidó de sus flores.

Cultivó, en la guerra, la poesía.

El universo, más sabio e infinito, desbarató su imperio, no su tapiz.

Hubo quienes, como yo, se miraron en su espejo, cruzaron murallas, dinamitaron puentes, olvidaron lenguas, desconocieron genealogías, fundaron imperios con flores, con dantes, con letras sueltas.

Hubo otras, como yo, que volvieron a desear los perfumes, las rimas, las confluencias.



CÁLAMO

 

El maestro calígrafo
mira los rollos,
escoge el de piel de cordero,
lo huele.
Allí su pluma,
noventa y nueve veces,
borrará un nombre.
 
Su arte sabe perderse
en la belleza de las formas.
 
El maestro calígrafo 
confía sus trazos
a una caña, 
a la insistencia de un nombre,
al lábil vacío
de su mortalidad.


Otomana, Oriente, poesía

1 Comentarios

  1. Sentida y profunda tu poesía Alejandra. "El universo, más sabio e infinito, desbarató su imperio, no su tapiz." Saludo desde Córdoba Alfredo Lemon

    ResponderBorrar