Subida al monte Urgull
Al fondo el mar, el sobrio mar
de fondo
que se nos desdibuja.
Entre robles y helechos
la espiral de piedra no pulida,
las furtivas
y onduladas
terrazas del musgo.
La espuma de la hiedra
trepando por los troncos,
los cauces de hojarasca
crujiendo bajo una pisada en falso.
Rampas. Escalones
pacientemente relamidos
por el inofensivo alud del vaho.
Y el final en dónde o para cuándo:
la cumbre se escabulle a nuestros ojos,
pirámide borrada por la selva
en una distracción.
A mayor esfuerzo, menor la extenuación,
mejor la claridad de los confines
o pronta la llegada.
El poema se hace en el trayecto,
trata lo que tardamos
en alcanzar la cima
y descubrir ahí lo perseguido en vano,
la veleidad del aire, el resbaloso pez de las alturas.
El jarrón
Donde no hay un jarrón
hay un jarrón.
Es el jarrón
que fabrica el deseo, el jarrón
que no compraste en Nápoles
pero que participa
de una memoria herida
por la desposesión.
Lo huérfano de ti,
aquello que anhelaba tu rescate
en el momento preciso
detona en la pupila, logra empinar el río
del aire peregrino que traslada
las ofrendas de unos
a otros
territorios.
El jarrón que aún te aguarda en Nápoles
se acostumbra al espacio que no ocupa, crece
en la repisa austera de la sed
pintándose solo.
¿O es acaso el entorno el que se adapta
a la forma añorada?
Jorge Ortega (1972, Mexicali, México)
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